Entre Nubes…

La mejor coraza nunca es suficientemente gruesa. Tal vez sea la única enseñanza que Ryan Bingham (George Clooney) sacó en claro de sus peripecias en tierra. En el aire todo es más seguro. El sushi siempre está crudo; el zumo de naranja, agrio y el sexo, además de gimnástico, siempre es casual y no exige compromiso. Pero en tierra, el peso es demasiado para alguien acostumbrado a viajar ligero de equipaje.

George se dedica a despedir gente. No es un trabajo fácil, pero él ha sabido dotarle de un necesario toque humano. Él, cuya humanidad se resume en sus tarjetas de viaje y en el anhelo de lograr los 10 millones de millas necesarios para convertirse en leyenda para los ejecutivos de todo el país.

Conocer a Alex (Vera Famirga) será como ponerle un espejo delante. Lo que seguirá después es lo que debía ocurrir. Supongo que las cosas son así. Cuando una coraza como la de George se resquebraja no puede unirse con celofán sino que requiere de más y más horas en el cielo. Allí donde brillan las estrellas.

«Up in the Air», la película de Jason Reitman, es deficitaria en ritmo y exposición. Su estructura es tan sólida como predecible. Sus actores tan brillantes como cada apartado técnico y artístico. Todo funciona en un gélido alarde de sincronía que tan sólo llega a calentar en los excelentes quince minutos finales. Hasta entonces, si se han quedado dormidos, se habrán perdido un beso en una escalera que eriza la piel; una excelente Anna Kendrick en el papel de aprediz de tiburón (mal asunto si aún late tu corazón) y unas tomas aéreas que harían babear a un documentalista. No es poco. Tampoco es mucho. Pero eso sí, activen la alarma de su teléfono o reloj antes del final. Lo agradecerán tanto como Ryan un panel de aeropuerto. La soledad se parece bastante a ese último fotograma.

Mi foto con J.D. Salinger…

«Cuando murió tenía sólo trece años y pensaron en llevarme a un siquiatra y todo porque hice añicos todas las ventanas del garaje. Comprendo que se asustaran. De verdad. La noche que murió dormí en el garaje y rompí todos los cristales con el puño sólo de la rabia que me dio (…) Todavía me duele la mano cuando llueve y no puedo cerrar bien el puño, pero no me importa mucho porque no pienso dedicarme a cirujano, ni a violinista, ni a ninguna de esas cosas».

El Guardián Entre el Centeno J. D. Salinger

Como a Salinger, no me gusta hacerme fotos. Y una vez me rompí la mano, pero no fue golpeando cristales, ni tenía trece años. Pese a mi (nuestras) fobias, una vez me hice una foto con J. D. Salinger saliendo de un supermercado. Y puede que no sea verdad, parafraseando al Holden Caulfield de su gran novela, pero pareció tan real.

J. D. Salinger, el ermitaño, murió ayer. Espero que tenga tan buen viaje como el que me proporcionó a mí una vez, hace mucho tiempo.

Entre las Ruinas…

Es la hora de los politiqueos, las demagogias y las polémicas interesadas. De la falsa caridad, la de altisonante solidaridad de boquilla y de rellenar titulares de periódicos con fotografías de los muertos que se evitarían si fuesen de aquí o del poderoso de allí.

Haití lleva dos siglos desangrándose sin que a casi nadie le importe. Ha tenido que ser un terremoto el que los sitúe en el mapa. Y mientras la gente sigue muriendo y se suceden las peleas por un poco de agua y los pillajes de las bandas de delincuentes organizadas (el único negocio próspero del país) no tienen fin, aquí unos y otros aprovechan para cargar entre sí por bobadas que dijo uno o los hechos insuficientes demostrados por el otro.

Es la miserable realidad de este (mí) país. Lo de siempre.

Por favor, no…

«Avatar» no cansa, pese a sus dos horas y media largas de metraje. Tampoco fascina, aunque es seguro que a muchos asombra. Cierto que la 3D (la única razón que justifica el visionado de esta nadería) impacta la primera media hora después de calzarte esas pesadas gafas de falsa pasta. No es menos cierto que pasado ese periodo de tiempo, terminas abominando de tan absurdo invento y te da menos igual que las ramas de algún árbol de Pandora te atizen en la cara que tu bolsillo se haya vaciado a causa de semejante bobada. Para su guión el silencio sería el mejor elogio de no ser porque uno es bocazas y le duele que semejante colección de clichés y lugares comunes sean considerados por no pocos como la nueva quintaesencia del arte de las masas que las élites culturetas desean derribar por puro esnobísmo. Por lo tanto diré que su guión no es malo, es peor. La más inmunda basura mainstream huele, sabe mejor y es más honesta.

«Avatar» no es (a mi no me lo recuerda) un remedo de «El Último Mohicano» o «Bailando con Lobos». «Avatar» es un plagio impudoroso del mensaje ecologista lanzado por John Boorman en su «La Selva Esmeralda» décadas atrás. Con la diferencia de que la película del inglés es apasionada y nunca buscó que los dólares nunca sobresalieran de sus bolsillos. Es una nueva y definitiva vuelta de tuerca al «dame pan y llámame tonto» en que se ha convertido el cine de masas desde que Giovanni Pastrone y David Wark Griffith rodaron «Cabiria» y «El Nacimiento de una Nación». Ofrece al espectador lo que quiere ver a cambio de la correspondiente soldada sin espacio para el alma, completamente sometida a las filigranas técnicas que terminan saturando a todo espectador mayor (al menos mentalmente) de 12 años. Un subgénero necesario, tal vez, al que hubo un tiempo en que su director trató de dotar de vida. Aquellos tiempos pasaron y Cameron es ahora un señor mayor con síndrome de Dios que siempre se creerá el rey del mundo y al que no sería extraño ver solicitando un minuto de silencio en memoria de los Na’vi caídos combatiendo la avaricia humana. Y no me cabe duda de que dentro de cien años, cuando el espectador del futuro se vea en el dilema de ver una de Lubitsch o la película de Cameron, sea muy probable que se incline por  ésta última. Ésa será la auténtica tragedia.

Lo Fascinante de Ver Crecer una Planta…

En una de las más célebres líneas de guión de «La Noche se Mueve» (Arthur Penn, 1975) se afirma que no hay nada más aburrido que ver una película dirigida por Eric Rohmer: «Es como ver crecer una planta». Con semejante antecedente me enfrenté a mi primera película Rohmer en el lejano 1989, «La Rodilla de Clara». Aquel fue un día soleado, sin embargo, la persiana del salón se había estropeado y así, en completa penumbra, vi la película que grabé la noche antes en una cinta de vídeo BASF.

¿Qué comprobé aquel día de primavera?: Que Eric Rohmer era un genio. La clase de tipo que siempre te gustaría tener cerca. El hombre que, ya octogenario, se definía a sí mismo como un aprendiz de vida. El iluso que desde que cumplió los cuarenta se reunió en su oficina parisina con chicos y chicas de poco más de veinte años para robarles ideas, aliento e ilusión para continuar. Un genio que convirtió las películas en las que no pasa nada en todo un universo de acontecimientos constantes.

Las obsesiones de un autor son su marca de agua. En sus películas, los personajes caminan sin cesar; se tocan, se acarician y hablan de intimidades de las que jamás hablaría una persona de a pie; se cuestionan su papel en esta comedia y siempre terminan enfrentados a sí mismos y al azar. Es (hablo en presente) más que un tipo que dirigía películas para mí. Es un guía que me enseñó…

Que hay que darse por vencido antes de que el azar te señale el camino…

El Rayo Verde (1986)

Que los detalles definen a los personajes (a las personas). Como el besar su pie mientras ella duerme o tocar su rodilla, que tanto se desea, cuando ella te la ofrece…

Pauline en la Playa (1983)


La Rodilla de Clara (1970)


Que debemos saber expresar el consuelo sin usar palabras…

La Buena Boda (1981)


Que hay que abrazar, muchas veces sin motivo…

La Rodilla de Clara (1970)


Cuento de Invierno (1992)


Mi Noche con Maud (1969)


Y los gestos…

Mi Noche con Maud (1969)


La Rodilla de Clara (1970)

La Cambrure (1999)

Gracias y hasta siempre, maestro de vida…

La llaga que nunca se cierra…

Durante el rodaje de «Dos Hombres y un Destino», Paul Newman parecía haber tocado techo. Cierto que tenía enemigos y que el Oscar, tras cuatro nominaciones, parecía evitarle. Hitchcock, tras trabajar con él en «Cortina Rasgada», generó una frase inolvidable a su costa: «Siempre digo que lo más difícil de fotografiar son los perros, los bebés, las lanchas fueraborda, Charles Laughton y los actores del método». A pesar del sarcasmo, las relaciones entre Hitch y Newman siempre fueron amistosas.

Por el otro lado todo parecía irle bien. Acababa de debutar como director con la estimable «Rachel, Rachel», cosechando multitud de alabanzas. A sus 44 años estaba considerado como la estrella más brillante del firmamento hollywoodiense, era uno de los hombres más deseados del orbe y su firme matrimonio con Joanne Woodward despertaba nada disimuladas envidias en la altiva alta sociedad californiana. Por esa razón, Robert Redford, compañero en aquel rodaje e íntimo amigo, no dio crédito a lo que escuchaba cuando Newman le pidio que fuese su coartada ante su esposa tratando de ocultar una tórrida aventura con la periodista Nancy Bacon.

Las 12.775 amantes de Warren Beatty contabilizadas por Peter Biskind no son nada comparadas con la única aventura extramatrimonial de Newman. Una fisura en la fortaleza del matrimonio Newman-Woodward era lo que todos parecían estar esperando. La carnaza era de lo más apetitosa para que la mass media se abalanzase sobre ella, y Nancy Bacon colaboró gustosa desde un principio. No sólo confirmó el romance, añadió que Newman era un tipo rígido, convencional y sin sentido del humor. Confesó estar harta de que repitiese constantemente el mismo jocoso comentario poscoital («Es hora del ataque al corazón») y de las constantes borracheras con las que el actor se presentaba ante ella cada noche. Después de aquellas revelaciones, durante los primeros años setenta se popularizó un malvado dicho en Tinseltown: «Puede que Paul no salga a buscar hamburguesas, pero sí lo hace para ir a por Bacon».

Ante el temporal, Newman y Woodward decidieron guardar silencio. Joanne cayó en un profunda depresión que le llevó años superar. Tiempo más tarde declaró en una entrevista: «Estar casada con el hombre que desea toda mujer no es fácil. Ser la señora de Paul Newman tiene su lado bueno y su lado malo, y puesto que sigo estando a su lado, lo lógico es pensar que ha habido más cosas buenas que malas».

Newman decidió purgar su culpa volcándose en su afición por los coches de carreras y creando una línea de productos alimenticios cuyos beneficios se utilizaron integramente en la lucha contra la drogadicción a través de la fundación que lleva el nombre de su hijo muerto por sobredosis en 1978. Tampoco faltaron las referencias cargadas de un sutil mensaje de arrepentimiento en cada una de las películas dirigidas por él. Sin embargo, un inequívoco halo de melancolía envolvió a la pareja tras lo sucedido.

En diciembre de 2008, tres meses después de la muerte del actor, Woodward declaró:

«No imagino otra persona que él en el lado derecho de mi cama»

Tal vez la no computable sea ella.

De sueños (y utopías)…

Decía Buñuel que de quedarle veinte años de vida dormiría dos horas diarias y soñaría las veintidos restantes.

A los once años vi «Milagro en Milán» por primera vez. Aquel día comprendí que para tener un hogar basta con una puerta; que los rayos de sol en días nevados pueden proporcionar amigos además de calor y que las escobas sirven para volar aunque no seas una bruja.

Y todo lo demás hoy, con cinco grados bajo cero y pesadillas a juego, importa poco. Ya dijo Zavattini que lo importante no era equivocarse mil veces sino acertar una.

Milagro en Milán (1950)