Ahora que ella no está…

Cuando fui niño había cuatro salas de cine en Cucumberland. Frecuenté tres de ellas, pues la cuarta quedaba lejos del radio de acción de un niño. De entre las tres en las que gasté un tercio de mi infancia había una que me gustaba especialmente: el Ideal.

El Ideal tenía una escalinata compuesta por cinco escalones de altura irregular que daban acceso a la pantalla de plata. Hoy me parece una estupidez, pero el hecho de escalar cada escalón proporcionaba un extraño encanto a una sala de cine que, por lo demás, era anticuada e incómoda. Cada una de las matinés de domingo en las que proyectaban invariablemente un western y una película de ciencia-ficción comenzaba con una peregrinación hacia las taquillas marcada por aquella escalada simbólica de cinco escalones. El ritual tenía continuación en cada salida, tras la proyección de los sueños semanales, momento en que saltaba los escalones en un indescifrable reto que siempre se incumplía. Saltaba tres, e incluso cuatro, pero no conseguía reunir el valor suficiente para saltar la pequeña cima de cinco escalones.

El día de mi noveno cumpleaños mi hermana mayor me hizo el mejor regalo que podía recibir por entonces. Me acompañaría a cualquier película de mi elección que estuviera en cartel. La opción lógica, debió pensar ella, era la película de Parchís. Por supuesto rechacé semejante bobada. Mi elección no admitía discusión alguna: Superman. Mi hermana aceptó de buena gana mi elección y me acompañó bajo un cielo plomizo hasta la escalinata que tantas veces llegaría a subir a lo largo de mi vida.

Lo que ocurrió dentro de la sala fue inabarcable. Mi mente y mi alma estallaron bajo un torrente de imagenes que ya tenía idealizadas. Tan desatado de la realidad me sentía que a la salida salté, sin dudarlo un instante y por primera vez en mi vida, los cinco escalones emulando el vuelo de Superman, el superhéroe solitario que para siempre se convirtió en mi favorito pese al desprecio que el tiempo depositó sobre él. Después, me volví a mirar una vez más el templo que acababa de visitar y visitaría cientos de veces más hasta que desapareció hará quince años. Entonces, una vez intuyó que ya estaba satisfecho, mi hermana me tendió su mano para emprender el regreso a casa. Y fue en aquella mano donde encontré el lugar cálido en el que aquellos sueños inabarcables pudieron reposar. Ahora, que no podré estrechar esa mano jamás, pienso en qué será de esos sueños que ella se encargaba de cuidar.

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Nuestra única esperanza…

 «Abandonado y desamparado» reza una estrofa de «She move on», una de las canciones con las que Paul Simon trató de exorcizar el poso que Carrie Fisher dejó en él. Según Peter Ames Carlin, el biógrafo que más se ha acercado a la complejidad del cantante, la pareja se quería tanto como para ahogarse juntos pese a tener docenas de salvavidas rodeándolos. Por eso se casaron, pese a lo tormentoso de su relación. Cuando ella se marchó definitivamente, tras un último y desesperado intento de reflotar su unión con una alucinógena experiencia chamánica en Brasil, Simon se hundió. Fisher, también, pero a ella siempre se le exigió que fuese la party girl de toda celebración. Además, estaban las drogas y el alcohol para atenuar el golpe.

Su relación con el alcohol nació mucho antes. Durante el rodaje de Star Wars, Fisher no estuvo sobria un solo día. Ésa fue una de las razones que llevaron a George Lucas a desear no dirigir una película durante el resto de su vida. Con apenas 20 años, Fisher ya arrastraba una larga serie de experiencias más o menos traumáticas, empezando por una madre dominante, un padre ausente y una fuerte presión que la impulsaba a ser brillante en cualquier circunstancia. Tal vez por eso no hacía preguntas. Se limitaba a beber.

Antes de rodar sus primeras escenas, Lucas le pidió que se desprendiese de su ropa interior porque, según él, «en el espacio no existen las prendas íntimas». Fisher no cuestionó su decisión, pese a lo estúpido de suponer que una civilización capaz de crear naves que alcanzaban la velocidad de la luz no hubiesen alcanzado el logro de inventar el sostén. De modo que los pechos de Fisher bailotearon libremente durante varios días hasta que, tras un visionado del material rodado, y temeroso de que la película recibiese una calificación para adultos, Lucas pidió a Fisher que se sujetase los pechos con cinta adhesiva. Y Fisher lo hizo sin hacer preguntas una vez más. Ya dijo Kubrick que en occidente la única profesión cercana a la de dictador era la de director de cine.

Si la primera imposición fue un capricho absurdo, la segunda estaba impregnada de una mojigatería que a Fisher, siempre políticamente incorrecta, le sirvió para despertar su lado más irónico. Pocos meses más tarde, durante una sesión de fotos junto al actor Peter Mayhew, caracterizados ambos como sus personajes en la película (Leia y Chewbacca), tomó la mano de Mayhew y la posó sobre uno de sus pechos escenificando una elocuente burla que Lucas debió captar.

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El célebre traje de esclava de placer de Jabba el Hutt que lució en «El Retorno del Jedi», es otro de los fetiches sexuales más vendidos de la historia (tan célebre como lo es el capítulo de la serie «Friends» en el que Rachel se viste con él para cumplir con la fantasía de Ross).  Es el símbolo que define a la perfección sus contradicciones.  A pesar de que su físico se hallaba en las antípodas de la sensualidad a flor de piel, aquel traje la convirtió en objeto de deseo de varias generaciones, algo que primero le pareció divertido, después degradante y, finalmente, digno de compasión. No hace demasiado tiempo, en un show de la televisión americana, advertía a su «sucesora«, Daisy Ridley, del problema que consistiría para ella el convertirse en sex symbol. Demasiada presión y nulas posibilidades de progresión profesional, sin contar con los fans demasiado fervorosos, como el tipo que le dijo, durante una convención de Star Wars, que se masturbaba a diario con aquella escena… cuatro veces.

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Cuando su carrera se estancó, incapaz de superar el encasillamiento y la etiqueta que le colgaron de estrellita díscola e insufrible durante los rodajes (que merecidamente se ganó gracias a sus adicciones) se ganó la vida como script doctor (algo así como mejoradora de guiones)una de las profesiones más valoradas, y al tiempo menos reconocidas, de Tinseltown. Los productores supieron apreciar su habilidad para dar lustre a guiones mediocres, pero no creyeron que ella fuese capaz de escribir uno por sí misma, por lo que llegaron a negarle la posibilidad de adaptar libremente su exitosa novela «Postales desde el filo» en la que narraba la compleja relación que mantuvo con su madre. El director, Mike Nichols, «supervisó» cada línea de guión alterando todo aquello que le vino en gana, y fue mucho. Hubo más libros, algunos muy celebrados como «Wishful drinking», en el que se reía de sí misma y de todo el patetismo que bailaba a su alrededor. Fueron sus corrosivos libros y sus múltiples apariciones televisivas las que la encumbraron como la chica ácida (y a evitar) que se burlaba de todo: de los hombres, de las mujeres, de su bipolaridad, de las sesiones de electroshock que borraban su memoria poco a poco, de su alcoholismo, del mundo del cine que se tomaba demasiado en serio a sí mismo. Porque, para ella que nació en el seno de la aristocracia hollywoodiense, la vida en Tinseltown no era más que una feria de vanidades y mentiras.

Eddie Fisher, su padre, fue la primera persona que la decepcionó. Abandonó a su madre, Debbie Reynolds (que se ha marchado hoy, un día después que su hija) mientras consolaba a Elizabeth Taylor, afligida viuda por entonces a la que, en palabras de Carrie, «primero le dio un pañuelo, luego le regaló unas flores y al final le consoló con su pene». Desde entonces, casi toda la gente que se cruzó en su camino la falló como ella misma lo hizo con otras muchas personas. A diferencia de la mayoría, ella fue consciente de sus errores. Siempre inevitables. Porque Carrie Fisher no jugó con fuego, vivió dentro de él.

«Cualquier cosa que puedas hacer en exceso por las razones equivocadas es emocionante para mí».

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Diablogo: Aquella en la que Prince y Michael Jackson se llamaron por teléfono…

No es algo misterioso ni oculto, pero no muchos saben que  Prince y Michael Jackson estuvieron a punto de grabar «Bad» a dúo. El plan original ideado por el genio de Gary (Indiana) presentaba una lucha de egos de las dos grandes estrellas del funk del momento. Pero, con todo listo para grabar, Prince se apeó del proyecto. Las especulaciones desde entonces fueron numerosas: miedo a medirse con Jackson, advertencias de su discográfica de que estaba a punto de cometer el error de su vida, una sonora bronca entre las estrellas pocos días antes. Lo cierto es que «Bad» terminó siendo una de las canciones emblemáticas de finales del siglo XX, y que el papel de Prince le fue otorgado a Wesley Snipes en el célebre vídeo dirigido por Martin Scorsese.

Hace pocos años, Prince (o The Symbol) habló al fin sobre sus motivos para echarse atrás en el programa de Chris Rock. Su poco creíble excusa fue que la letra de la canción incluía una estrofa que rezaba: «tu culo es mío» en boca de Jackson mientras miraba fíjamente al pequeño príncipe de Minneapolis. Según sus palabras: «Ni yo te voy a decir eso, ni tú me lo vas a decir a mí». Pudorosa reacción difícilmente creíble en alguien que siempre jugó con la ambigüedad sexual tanto en su música como en su imagen.

Puestos a elucubrar, recupero la sección de Diablogos que un día robé a Mycroft, para imaginar cómo fue aquella llamada telefónica:

Jackson: Sí.

Prince: Hola, Michael. ¿Sabes quién soy?

Jackson: Claro que sé quién eres. El tipo que mañana cantará conmigo la mejor canción pop de la historia. Vamos ha reescribir la historia de la música, tío.

Prince: La verdad es que no sé cómo decirte esto… ¿Recuerdas la historia que me contaste la última vez que nos vimos. Cuando tu padre te quitó a tu perrito como castigo tras una mala actuación de los Jackson Five y cómo aquello significó una gran decepción en tu vida?

Jackson: Desde entonces no he podido mirar a un perro. Es demasiado doloroso.

Prince: Pues imagina que pierdo el avión a Los Angeles de esta tarde y no puedo grabar «Bad». Es más, imagina que no lo tomo porque no quiero hacerlo. Espero no decepcionarte…

Jackson: ¿Pero qué estás diciendo? ¡Es una canción cojonuda! ¿Vas a perder la ocasión de cantarla conmigo?

Prince: Claro que es buena, pero no es mi estilo. No me va hacer duetos con otros tíos.

Jackson: ¡Vamos, todo el mundo sabe que no eres gay!

Prince: No es solo eso. La canción tampoco encaja conmigo. Mido un metro cincuenta y siete, joder. Vivo semirecluído en mi casa porque la gente me asusta. ¿Crees que puedo liderar una banda de chicos malos?

Jackson: Yo vivo en Wonderland con un orangután llamado Bubbles y lo voy a hacer. ¿Por qué tú no?

Prince: No es mi tipo de música. Ofrece la canción a alguien más acorde. A Rock Stewart o alguien así.

Jackson: ¿Rock Stewart? ¿Qué estás insinuando?

Prince: Joder, que tú grabaste «Say, say, say» con MacCartney. Sabes que esa canción es una mierda. Eres un genio, pero a veces el filtro te falla.

Jackson: «Say, say, say» era un divertimento. Paul y yo lo pasamos genial. No pretendíamos otra cosa.

Prince: ¿Y qué me dices de «Ebony and Ivory»? Es un puto himno de iglesia baptista.

Jackson: Es una canción que habla de la concordia. El tipo de música que nos hace mejores seres humanos.

Prince: Venga ya.

Jackson: ¿Sabes qué? Prefiero que no vengas.

Prince: No pensaba ir.

Jackson: Entonces no tenemos más que decirnos.

Prince: Vamos no te enfades. Siempre puedes ofrecer la canción a Madonna. Esa tía es más masculina que nosotros dos juntos.

Jackson: Se acabó, la cantaré yo solo y que te jodan.

Prince: Vale, vale. Solo una cosa más…

(Jackson cuelga el teléfono)

Prince: ¡Qué borde! Iba a decirle que tenga cuidado con el tipo que va a dirigir el vídeoclip. No me parece de fiar. En fin, a lo mío. ¡¡Vanity!! ¡¿Aún está caliente el jacuzzi?!

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Que los ángeles del cielo te guíen. Que os guíen a los dos. Gran parte de mi adolescencia transcurrió con vuestra música sonando de fondo. Esa deuda es impagable…

 

Cuando la Reina y el Duque Blanco se encontraron…

Mediada la década de los setenta la preocupación se extendía entre los directivos de Decca Records. Tras perder a los Rolling Stones, David Bowie se había convertido en su principal activo. Una mina de oro que no rendía en los Estados Unidos, un mercado inmenso que ignoraba a la gran estrella del rock europeo del momento. Una intensa campaña publicitaria y el apoyo de John Lennon proporcionaron a Bowie su primer número uno en el Billboard americano con «Fame», pero aquella efímera víctoria no tuvo continuidad. No se trataba de que su música fuese más o menos inteligible para el público americano. El problema era su imagen andrógina. Lo que en Europa suponía un plus en América retraía. De modo que se pusieron a perpetrar un profundo lavado de imagen del músico.

La gran apuesta de la discográfica consistió en introducir a Bowie como invitado en el especial navideño de Bing Crosby. Un programa de gran aceptación en los States que tenía un marcado tono familiar. En una época en la que la televisión articulaba la vida del ciudadano americano, el especial navideño de Crosby se había convertido en pocos años en una cita ineludible de toda la familia frente al televisor. El once de septiembre de 1977 David Bowie llegó al plató enormemente nervioso. Estaba a punto de conocer a Bing Crosby, uno de sus mayores ídolos cuyo estado de salud, además, era sumamente delicado a causa de sus conocidos problemas coronarios. Para la ocasión preparó unas sentidas palabras de agradecimiento que olvidó en cuanto Crosby estuvo frente a él. Lo único que supo hacer en ese momento fue abrazarle con fuerza y darle las gracias, algo que el huraño Crosby no entendió viniendo de aquel tipo extraño al que él ni siquiera conocía. Tras la grabación de un híbrido del clásico «Little Drummer» y «Peace on Earth», tema compuesto por el propio Bowie para la ocasión, Bowie se despidió de Crosby del mismo modo en que le había conocido: con un sentido abrazo acompañado de alguna lágrima. Un mes más tarde, Bing Crosby murió de un ataque al corazón.

El programa, emitido el último fin de semana de noviembre de 1977, fue en éxito pero la carrera americana de Bowie no se consolidó. Aquella circunstacia le sumió en una depresión que creció y creció durante los años siguientes. Sentía que había perdido su identidad musical, los problemas de pareja con su esposa Angela se convirtieron en irresolubles y su adicción a las drogas, motivo por el que se mudó a Berlín tratando de desintoxicarse, se habían convertido en endemicos. No pocos de los que se decían amigos suyos comenzaron a darle la espalda a principios de los ochenta.

En aquella época finiquitó un matrimonio desastroso que se había convertido en un campo de batalla y se marchó a una clínica de desintoxicación en Suiza sin fecha de regreso. La heroína que se inyectaba para evadirse había cuarteado su piel y la cocaína que consumía para activarse le provocaba episodios de paranoia. La presión exterior que sentía era intensa. Necesitaba parar o su cuerpo no aguantaría más de unos pocos meses. En la clínica de Montreux a la que llegó en un estado físico penoso le dejaron claro desde el primer día que allí sería uno más: no tendría ningún tipo de privilegio. Su rutina se estructuró entre trabajos creativos matinales y paseos vespertinos en los boscosos alrededores de la clínica. Fue durante uno de esos paseos cuando se encontró casualmente con Roger Taylor, batería de Queen que había adquirido una casa en aquel lugar en busca del anonimato. En principio Taylor no le reconoció. Se fijó en un tipo alto y delgado que le resultaba familiar pero al que no era capaz de identificar. Pocos días volvió a encontrarse con aquel tipo delgado y espigado. Gritó su nombre y Bowie se giró. Aquel día nació una intensa amistad que se fortaleció las semanas siguientes. Bowie le confesó que había tocado fondo. No podía más. Taylor trató de devolver el impulso perdido a Bowie con una colaboración en un tema de Queen. La propuesta era sencilla, ofreció a Bowie que hiciese los coros del tema «Cool Cat» que el grupo tenía previsto lanzar como maxisingle. El cantante, asustado en un principio, acabó aceptando. La única condición que puso a cambio de su participación fue que el tema fuese grabado en Montreux. La rehabilitación iba realmente bien. Se sentía con fuerzas por primera vez en muchos años. No podía abandonar ahora. Taylor aceptó la condición.

Pocas semanas más tarde, David Bowie y Freddie Mercury se encontraron cara a cara en los estudios Montreux de la ciudad suiza del mismo nombre.  Llegar hasta aquella situación no le llevó demasiado tiempo a Taylor. Le bastó con llamar a sus compañeros de grupo para contarles en qué estado había encontrado a Bowie. Debían sacarle del fango. Además, la perspectiva de unir en una misma canción las voces de Mercury y Bowie suponía en la práctica la unión de las dos casas reales más populares del mundo de la música en aquel momento. Se trataba de una oportunidad única que no debían perder. La confirmación final llegó de los labios de Mercury cuando le dijo al resto de integrantes del grupo: «A qué estamos esperando».

La grabación no fue fácil. La canción, que sobre el papel era impecable, no funcionaba. En los momentos de mayor duda se dio esa clase de prodigios que ocurren de tanto en tanto cuando Bowie comenzó a improvisar sobre la marcha un tema compuesto por Taylor titulado «Feel Like» que la banda había desechado con anterioridad. Cuando Mercury se unió a la improvisación se dieron cuenta de que lo que estaban haciendo era dinamita. Bowie comenzó a sumar letra a la música mientras Mercury creaba un estrillo a base de palabras inventadas. Trabajaron en el tema hasta la madrugada. No podían parar. Al amanecer del día siguiente había nacido «Under Pressure».

El cigarrillo roto y el tipo de pelo blanco…

La calle de la Luna es una angosta franja que conduce al centro de Cucumberland. Para los que viven (vivíamos) en la zona sur de la ciudad-dormitorio era el camino más corto para acceder, en mi caso, al lugar en el que estudiaba. El edificio mudéjar que albergaba a los enfermos está adornado con una serie de falsos balcones enrejados desde los que los pacientes se asomaban en busca de luz, aire y cigarrillos. Porque era sobre todo cigarrillos lo que solían demandar a todo el que pasaba por allí… al menos antes de que cambiasen de acera asustados. Entre los habituales “enrejados” se encontraba un tipo de expresión agria, voz cazallera y pelo blanco. Hubo una época en la que raro era el día que no cruzabamos nuestras miradas. La suya en demanda de un pitillo. La otra, la del niño, fijada en el suelo entre avergonzada y asustada.

Un día, tras la boda de un primo materno, me las arreglé para hacerme con una de esas minicajetillas de recuerdo que suelen repartirse en los banquetes. Recuerdo que su inmaculado color blanco estaba coronado por dos anillos serigrafiados con los nombres de los novios. Dentro, cuatro cigarrillos de al menos tres marcas diferentes. Dos de ellos quebrados por el traqueteo de los días. El tercero algo rebanado en su extremo inferior. El cuarto, impecable. Por alguna razón, que hoy no recuerdo, pensé que sería un buen regalo para el tipo de mirada feroz que, pensaba, me tendría fichado después de tantos desplantes en su desesperada búsqueda de pitillos.

Durante toda la semana siguiente paseé a paso reducido por  el lado de la acera estigmatizado que todo el mundo procuraba evitar. No hubo suerte. Como si hubiese sido tragado por la tierra, el tipo canoso no apareció. Así ocurrió durante las dos semanas que le siguieron, de tal modo que terminé por regalar tres de los cuatro cigarros a mis compañeros de clase, precoces fumadores quienes no parecieron darle importancia al mal estado en que se encontraban tras semanas bailoteando en mis bolsillos.

Me arrepentí de hacerlo, pues casi un mes después de hacerme con los cigarillos el tipo de la mirada fija volvió berrear su habitual: “Eh, chaval, ¿tienes un cigarrillo?”. Busqué en los bolsillos de mi impermeable azul y encontré al único superviviente de la pequeña cajetilla de ribetes rosados: el quebrado. Ahora, más que quebrado, dividido en dos partes asimétricas. Al extenderle mi pequeña ofrenda la miró y la olisqueó para, a renglón seguido, soltar un exabructo tipo “Qué cabrón, ¡¡pero si está jodido!!”. En realidad no recuerdo las palabras exactas, pero sí que fueron ofensivas. Decidí entonces largarme, atravesando el hueco cedido por dos coches aparcados cuando escuché detrás de mí: “¡Gracias, chaval!”, acompañado del gesto de su mano extendida a través de las rejas azul palido en busca de la mía. Me quedé mirando unos segundos que parecieron horas y seguí mi camino sin corresponder a su ofrecimiento.

El tipo era Leopoldo María Panero, lo supe años más tarde. No lo hice tras leer uno de sus libros de poesía, ni tras ver su fotografía en cualquier parte, sino tras visionar la más amarga película que ha dado el cine español en sus más de cien años de historia: “El Desencanto” dirigida por Jaime Chavarri.

Nunca se ha rodado nada parecido a “El Desencanto”. En pocas ocasiones una familia se ha prestado a radiografiarse de un modo tan desolador. Todo en ella emana una belleza muerta que conmociona tanto por el eco de los dolorosos testimonios prestados por los desmembrados miembros de la familia Panero, como por el tono empleado por el director en busca de acentuar lo menos posible la esdrújula peripecia de unas personas destruidas que ni siquiera tratan de saber el por qué un velo negro se posó sobre ellos. Cada diálogo de la cinta es estremedor. Podría elegir cualquiera y sustituirlo por otro sin que se mellase su crudeza. Sirva un ejemplo como ilustración.

Durante el velatorio de Felicidad Blanc, esposa de Leopoldo Panero (otro de los poetas “oficiales” del regimen franquista), Leopoldo María se acercó al cadáver y le besó en los labios. Ante la estupefacción de los allí presentes, el edípico poeta les dijo: “Quiero conseguir que se despierte, como Cenicienta”.

Es imposible transmitir mejor la angustia de la pérdida de un ser querido que negándose a aceptarla.

Años más tarde, escuché que tuvo una novia (escritora y esquizofrénica, como él) durante su estancia en el manicomio de la calle de la Luna. Sé, también, que ella cerró capítulo saltando por una ventana poco después de ser dada de alta. Sé que de vez en cuando aparece en programas de televisión literarios en los que divaga sin rumbo consiguiendo mayor lucidez en sus palabras de la que muchos quieren entender. Suele burlarse de su enfermedad y de los que le compadecen. Y fuma, sigue fumando sin parar. No hace mucho le escuché decir que en el sanatorio de Mondragón conseguía mamadas de otros internos a cambio de cigarrillos. Y a veces me da por pensar en el curioso destino que aguardó a aquel Fortuna roto que salió de una boda y un crío guardó en sus bolsillos durante semanas.

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Que los Ángeles del Cielo te Guíen…

Durante la promoción de «Atrapado en el Tiempo», Harold Ramis dijo: «Creo que la estimación de 10 años es demasiado corta. Lleva por lo menos 10 años ser bueno en algo, y si nos fijamos en la cantidad de tiempo que [Phil] perdió, debieron ser algo así como 30 ó 40 años». Afirmación que me recuerda aquello que dijo el guionista Richard LaGravenesse acerca del tema (hacer una sola cosa buena -bien- en tu vida, es suficiente para sentirse satisfecho), y que no debe tomarse como justificación porque Ramis hizo muchas cosas buenas… y una excepcional.

Ayer se marchó, y como hacen los tipos auténticamente buenos, lo hizo sin armar revuelo alguno. La noticia de su muerte ocupa las secciones de necrológicas en los periódicos, sirve como coletilla en programas de radio y se ignora en la mayoría de televisiones, porque tienen cosas mucho más interesantes para llenar su tiempo como «Sálvame» y otras mierdas por el estilo. Sin embargo no me cuesta ningún trabajo imaginar su sonrisa bonachona, carente de aristas y dobles lecturas, en alguna parte del éter cada vez que alguien vuelva a ver «Los Cazafantasmas», «El Pelotón Chiflado» o «Atrapado en el Tiempo» y pregunte al de al lado: ¿Quién es ese tío que sale con Bill Murray?

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Que los ángeles del cielo te guíen…

Fue durante una anodinas navidades de hace unos nueve o diez años. De esas en las que cualquier detalle se convierte en digno de ser recordado a falta de otra cosa realmente consistente. Recuerdo que ocurrió durante la semana blanca, esa que transcurre entre la nochebuena y la nochevieja y durante la que todo parece congelarse a la espera de que termine lo viejo y comience ese año que enderezará todo lo que no funciona. Regresé a casa cerca de la medianoche tras un largo paseo con un amigo a través de la niebla en la que formulamos propósitos y desplegamos nuestro ánimo de enmienda para todo aquello que debió ser y nunca fue. Encendí la radio antes de meterme en la cama, esperando encontrarme con uno de esos especiales navideños que sustituyen a la rutina. Entonces resonó su potente voz y el sopor del día se evaporó. Contó cómo transcurrían sus navidades. Poco menos que enclaustrado en su casa a la que había convertido en un mundo aparte en el que las arias de ópera solapaban a los villancicos rancios que trataban de introducirse a través de sus ventanas. De cómo respetaba a todo el mundo siempre que le respetasen a él. De que la melancolía era una materia demasiado privada para compartirla.

Tengo una docena de recuerdos asociados a él pero ninguno me caló tan hondo como el de aquella entrevista reveladora que llegó a mí un día anodino. La ocasión en la que me lo topé en la televisión, un domingo de invierno mientras el reloj había iniciado la cuenta atrás para regresar a mis clases. Otra, apenas con siete años, en la que escuché su voz en un cine de verano y me enamoré para siempre de aquel tipo malvado vestido de negro con un casco asimétrico que protegía su cabeza y nublaba su alma. No mucho después le escuché pronunciar una de esas frases que uno desearía haber escrito: «Alégrame el día». Una más cuando dejó que su físico acompañase a su voz interpretando a Pepe Carvalho en una infumable película para televisión en lo que lo único salvable fue su empaque y fuerte presencia.

Ha dejado el escenario con elegancia, sin hacer ruido. Su sonrisa sincera que siempre trató de ocultar sin éxito una mirada de poso triste se esfumó para siempre. Cómo duele el que se marche un amigo al que jamás conociste.

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Que los ángeles del cielo (o los del infierno, que siempre te gustaron más) te guíen…

Este lugar no tiene vocación de obituario. Por esa razón, cada vez que recurro a la frase de John Irving resulta doblemente doloroso.

Si la educación sentimental tiene un origen para mí puede encontrarse en las matinés dominicales de mi infancia. Dobles sesiones de películas, generalmente casposas y despendoladas, que alimentaron de fantasías un alma que se resiste a crecer. Algunas de aquellas películas estaban firmadas por Jesús Franco. El tío Jess. Películas ácratas y sin sentido que emanaban y contagiaban amor por el cine para compensar la frecuente falta de medios.

Tratar de diseccionar una obra incalificable como la suya es una tarea inútil. Su evidente fervor por el surrealismo, la influencia del cómic en su celuloide, las referencias libertarias diseminadas en sus películas previas a la caída de la censura (las mejores que firmó) y todas esas nobles lecturas de su producción no son más merecedoras de mención que su pasión por el sexo visualmente más crudo, las tramas oligofrénicas y el poso trash que arrastraba cada uno de los fotogramas que filmó.

Utilizó infinidad de pseudónimos para enmascarar su presencia tras las cámaras. Más por diversión, como una burla más consciente que inocente,  que por un pudor que afortunadamente nunca conoció. Mis favoritos son los travestidos: Candy Coster, Lulú Laverne, Betty Carter… Una expresión de la devoción y respeto que siempre sintió hacia la mujer. De hecho su carrera se debe contemplar a través de media docena de musas que marcaron sus ritmos. La más importante de ellas fue Soledad Miranda, de la que el tío Jess nunca se esforzó en disimular su platónico enamoramiento pese a no ser, según sus propias palabras, físicamente singular: «No era guapísima, para nada. Ni estaba bien hecha, pero tenía una carga personal y una fuerza sin par». La temprana muerte de Miranda en un accidente de coche le trastabilló emocional y profesionalmente hasta que apareció Lina Romay. Desde entonces la actriz catalana se convirtió en un estandarte que el tío Jess enarboló hasta su final.

Más allá de las referencias de terceros que parecen querer justificar la admiración hacia él (como la confesa pasión que profesa por sus películas Quentin Tarantino), es su anecdotario lo que serviría para escribir una guía definitiva para todo aquel que ame el cine lo suficiente como para inmolarse a través de él. Sus pasos conducen desde tormentosos encuentros con esquizofrénicos como Klaus Kinski, hasta citas con genios déspotas como Orson Welles quien le hacía llamadas de madrugada, durante el interminable rodaje de «Otelo» para avisarle, como asistente de dirección, de que había conseguido dinero para rodar un par de días más.

Su querencia natural hacia el cine fantástico mutó al compás del viento de los días. Tocó casi todos los palos, desde el cine de acción hasta el porno. Trató de renovar el anquilosado género azul introduciendo la metodología de la caspa como vehículo para enfatizar unas tramas ya de por sí ridículas. Con el paso del tiempo se convirtió en sinónimo de esa clase de cine que se debe evitar a toda costa. Sólo el afán reivindicativo de los que crecimos con sus películas, sumado al auge de la cultura freak, consiguió rehabilitar su figura el tiempo suficiente para ser agasajado en el tramo final de su vida.

Ya no está. Se ha marchado sin hacer ruido pero sin dejar de rodar zarandajas lo suficientemente infumables para resultar ofensivo a los más puretas. Paradójicamente algo que él siempre confesó ser: «Entre el cine de la Hammer, de Terence Fisher, y el de Fritz Lang… perdónenme pero me quedo con Lang». 

Hasta siempre, tío Jess…

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Que los ángeles del cielo te guíen…

Malas noticias trae la frase de John Irving cada rara vez que la tecleo en este lugar. Frase que reservo para agradecer y despedir a todos aquellos que merecen una reverencia que difícilmente obtendrán en otro lugar.

Cuando vi «El Ansia», a finales de los ochenta, corrí en busca de dos amigos para proclamar solemnemente que el auténtico talento de la familia Scott reposaba sobre las generosas espaldas de Tony Scott. Lo hice guiado por el afán adolescente que incita a presumir sobre la posesión de un secreto que pocos más conocen. Pocos años más tarde me uní, para mi vergüenza, a la bandada que se mofaba de Tony Scott al bautizarle como «el hermano tonto de Ridley».  Lo que ocurrió en ese lapso de tiempo fue mucho más que el sopor generado por «Días de Trueno»; fue la toma de conciencia de que Tony no era un ángel ni un demonio, sólo un esbirro más con aspiraciones de artesano. Un mercenario a sueldo de la industria.

Conoció el éxito mainstream en varias ocasiones, pero nunca como en «Top Gun». También el malditismo («El Último Boy Scout», «Domino») hasta llegar a la indiferencia final. De poco sirve ahora ensalzar la solvencia de «Marea Roja» y «Amor a Quemarropa», del mismo modo que inúltil sería ahora proclamar que, pese a su muy mejorable trabajo de dirección, «Domino» es una joya a descubrir y que «El Ansia» sigue inquietando, porque algo así debió hacerse antes de que ayer decidiese saltar desde un puente. De algún modo quiso marcharse como los protagonistas de sus películas, continuando su huida hacia ninguna parte.

La franqueza fue su mayor virtud. La que le impidió esconder sus defectos, algo loable si te mueves en un mundo reinado por la impostura como el del cine. Se le echará de menos. Al menos yo lo haré.