Inconexo tic, tac…

Definitivamente, hoy fue un día rojo vestido de ocre. Llueve ahora. Llovió a las nueve y a las once, y volvió a hacerlo a las cuatro y a las siete. Y me propuse visitar a alguien que me avisó que no estaría en casa. Mi segunda opción (dice el manual que siempre se ha de tener una segunda opción, terrible concepto), también se encontraba ausente. Y ella no me llamó cuando estaba oscuro y deseé que lo hiciera. Fue un día rojo. A las once de la noche salí a dar una vuelta, lo necesitaba y volvió a llover. El dolor de cabeza (intenso desde hace dos días) impidió que sintiese las gotas de lluvia que caían sobre mí en aquella calle sin balcones. Fue el dolor de cabeza o las dos personas que permanentemente habitan en mi memoria. Pensé en ellas de vuelta a casa, en qué estarían haciendo. El timbre de sus voces, tan disonante, resuena en mi recuerdo. Una me dice que me quiere y otra bebe una coca-cola en un bar del centro. Es extraño el universo del pudo ser y no fue.

Por la tarde me dio tiempo de ver «El Apartamento» mientras el sol aún seguía turnándose con las nubes. Y me he dado cuenta de algo que no había querido ver hay hoy: Baxter es un imbécil. Un imbécil al que no le queda otro remedio que escurrir la pasta con una raqueta y levantar la cabeza (pero no demasiado) cada vez que alguien se la hunde en el cieno. La vida misma. Llevo casi dos horas leyendo viejos mails recibidos hace un año. Ahora lo sé,  siempre he sido Baxter. Terrible revelación. Sabido es que todo es susceptible de empeorar, que diría Murphy.

El reloj de la terraza, que un tipo alto regaló a padre hace muchos años, se paró pocos días después de su muerte. No creo en las casualidades. Todo tiene una razón. Debe tenerla. Y el tiempo que se le acabó a él, se me acaba a mí y nada ocurre. Al menos, no ocurre nada bueno.

Por la mañana, estuve atareado transcribiendo un relato de Angéline en una de mis  libretas. Un regalo…

«Después de hacer el amor con G siempre me apetecía cantar. Me refiero a una melodía susurrada, un tarareo sobre sus labios, un murmullo que me llevaba al sueño. Él se pegaba a mi espalda, me acariciaba la pierna, la cadera, subían sus dedos en un zigzag travieso apenas apoyando las yemas a saltos y terminaban tomando la medida de mi pecho. La perfecta, decía, el tamaño de su mano. Jugueteaba con mi pezón unos segundos y terminaba besándome el hombro entre ronroneos. Alguna vez me dormí a mitad de este ritual pero estoy segura de que fue sonriendo. G tenía una voz ronca que era puro éxtasis en mi oído.
A veces llegaba del trabajo muy cansado, jornadas interminables conduciendo hasta casa. Sus besos se enredaban en mis labios, yo le pedía que cerrara los ojos, que se abandonase a mis cuidados. Lavaba su cuerpo con veneración bajo la ducha, nuestro juego era una ceguera simulada y consentida, anticipación de besos hambrientos, intercambio imprescindible de un amor que se renovaba a cada paso. Se dejaba llevar mansamente a la cama, todavía recuerdo aquella sonrisa niña, sus labios finos. Me gustaba desesperarle en ese instante, hacerle desear unas caricias que solo le ofrecía a medias; “pídemelo”, le exigía entre jadeos en su oído,
pídemelo.. lamía su lóbulo produciéndole escalofríos. Y G volvía de su letargo, urgentes sus besos en mi boca, su hábil lengua entrelazada a la mía y dejaba por mi cuerpo el regalo de todo lo que quería para sí. Miel en sus pupilas, mares sólidos que se derretían, jamás nadie me hizo sentir tan plena, tan llena de vida. Su expresión final, esos segundos invictos de increíble dolor en el placer, asomaban una tímida ola de lágrimas a mis ojos, un sentimiento de gratitud difícil de explicar. Cuánto te quise, te soñé tantas veces..
Antes de dormir, me gustaba untar suavemente su cuerpo con aceite aromático, frotaba las palmas de sus manos con mis nudillos y después me enredaba en él, satisfecha. Entonces murmuraba alguna canción que me adormilaba y él la coreaba casi dormido. Abrazados en la oscuridad, como en un rumor de olas, yo le adelantaba una palabra que se rezagaba o él me corregía en un murmullo inconexo,
ojalá las paredes, no retengan tu ruido de camino cansado, ojalá, que el deseo se vaya tras de ti.. Nuestras voces se perdían con Silvio Rodriguez poco a poco en la niebla de los sueños. ¿Cuánto dura siempre? ¿Puede uno ajustar las cuentas al destino? El siempre te querré que figuraba en su anillo se destrozó a la misma velocidad que él en la explosión del atentado»

He pensado que quien caiga por aquí tiene derecho a leerlo. Es un texto precioso. A veces, no muchas, alguien visita esto y no sería raro que le echase un vistazo. Miré las estadisticas ayer. El viernes, este lugar recibió siete visitas. El viernes anterior, recibió tres. No sé cuántas fueron el miércoles, pero una de ellas es inquietante…

Mucho deben aburrirse en el partido de Mariano.

Y su sombra se agranda cada día y hoy las tiendas de mariposas no tenían ninguna de color azul.

Les dejo con Cat Power y me ausento por unos días. Sean felices.

Baxter…

Tal vez sea la escena más elocuente de «El Apartamento»

Baxter, borracho de confianza, muestra su nuevo despacho a la señorita Kubelik. En ese instante, Fran, hundida moralmente, le presta un espejito de mano para que Baxter pueda acicalarse.

Baxter: Señorita Kubelik, está roto…

Fran: No importa. Es así como me siento.

Hacía tiempo que Billy Wilder quería rodar un cuento de hadas en negativo. Algo así como darle la vuelta a «Sabrina», velando cualquier brillo restante sin dar otra opción que el color gris. Así nació Baxter.

En contra de lo que se suele pensar, Wilder se muestra extremadamente cruel con el oficinista del departamento de contabilidad de una boyante compañía de seguros. No se trata de que sea un número más, su drama reside en que es un número invisible para todos salvo para el arrollador J.D. Sheldrake, un puñado de ejecutivos y la señorita Kubelik. Los primeros únicamente desean de él las llaves de su apartamento. Fran le reconoce cada mañana entre la marabunta humana «porque es usted el único que se quita el sombrero al subir en el ascensor». De hecho, se descubre por ella, aunque Fran no lo sospeche.

Baxter es para Wilder un ser patético y solitario. Si tiene familia no mantiene contacto alguno con ella «Es agradable tener compañía en Navidad», tampoco tiene amigos, ni vida social. Es el tipo que se queda haciendo horas extra un viernes, mientras sus compañeros llenan los bares y bailan con chicas. Wilder no siente compasión por él. Le golpea una y otra vez porque, como decía el director austriaco: «Sólo se aprende a base de palos».

En la inocencia de Baxter encontrará la señorita Kubelik un refugio. Se considera en deuda con él tras salvarle la vida, pero no le quiere. ¿Por qué no podré enamorarme de alguien como usted? Su atracción hacia él es casi maternal. Se mantiene distante en cada momento, obscilando hacia lo compasivo según comprenda que Baxter carece de texturas «Se quiere o no se quiere» La indiferencia es siempre preferible a la compasión, algo que Baxter sabe, pero que la insoportable soledad en la que está sumergido le hace ignorar. Él es bondadoso y ella consume una vida mísera. Sólo el amor salvaría algo así. Por ello, Baxter tratará de ser un digno objetivo para Fran trabajando el doble y esforzándose más, ignorando que su jefe no es tan valioso para ella como el hecho de interesar a un «hombre importante».

El día que Sheldrake le vuelva a pedir las llaves de su apartamento será consciente de que el castillo de sueños que ha construído carece de cimientos. Se emborracha, se autoinmola ante sus vecinos por proteger la reputación de su jefe (es un idiota, ahora lo sabe y lo acepta),  se vence al tiempo que es ascendido a secretario personal de Sheldrake…

Es entonces cuando Wilder asesta la puya definitava a la historia: El final debe ser aparentemente feliz. Baxter, sin nada que perder pues nada tuvo jamás, renuncia a un cargo que no siente suyo. Ha decidido emprender una nueva vida lejos de todo. Siempre estará solo, siempre será infeliz, pero al menos será el dueño de su incierto destino. Le niega las llaves a Sheldrake ahora que Fran está con él y es otra la que ocupará temporalmente su tiempo. En un último acto de dignidad, se niega a ser cómplice del dolor destinado a Fran.

Mucho antes de que se produzca el desenlace, Baxter se ha convertido en un ser entrañable. Se desea lo mejor para él, por ello, cuando la señorita Kubelik acuda corriendo a su encuentro, respiramos aliviados aunque en realidad se trate de la última jugarreta de Wilder. Los leves gestos de amor de ella son correspondidos por las compuertas emocionales abiertas de Baxter. Está completamente entregado a ella. Le dice que la quiere. Ella no responde. En ningún momento le dice que le quiere. El futuro para ambos es problemático, en el supuesto de que permanezcan juntos: parten de la nada, no tienen trabajo, ambos huyen de su pasado y lo único que les une es la fuerza de unos sentimientos cuestionables. El cínico Wilder no cree en el amor reciproco, pero, como buen tahúr, sabe manejar las cartas para engañar al que mira.

Dead Porn Stars…

Continúo con el repaso más limpio que el cine sucio recibió jamás.

Una de las líneas de búsqueda más frecuentes en Google es “Dead Porn Stars”. El viejo mito de Eros y Tánatos. Sea como fuere, la muerte y el sexo siempre estuvieron unidos. Más allá de los concursos de poesía en los que nunca faltan relamidas referencias al orgasmo (como me gusta el recurrido: “Morí dentro de ti”) y del morbo puro y (nunca mejor dicho) duro, son los suicidas los que se llevan la palma a la hora de ser reverenciados por una masa no siempre compuesta por aficionados al mundo del cine azul.

Uno de los casos más conocidos es el de Shannon Wilsey, más conocida por su nombre de guerra, Savannah.

Groupie vocacional, la lista de rockeros que la conoció carnalmente podría cubrir cuadernos completos. Vince Neil, Billy Idol, Axl Rose, Marky Mark (Mark Wahlberg) y David Lee Roth, entre otros muchos, la usaron a tiempo parcial. Pero fue Slash, guitarrista de Gun ‘n Roses, quien la hizo creer que para él era algo más que una simple diversión. Cuando, como era de esperar, Slash se cansó de masturbarse con el cuerpo de la rubia californiana, Shannon cayó un una espiral autodestructiva (problemas financieros, drogas y un extraño accidente de coche que marcó su perfecto rostro) que concluyó la madrugada del 11 de julio de 1994 con una semi-automática apuntando a su sien. Murió nueve horas más tarde en un hospital angelino.

El mismo método fue el elegido por Randy Layne Potes, alias Cal Jammer, actor porno muy activo a principios de los noventa.

En su caso, fue su caracter depresivo el que le empujó a dar el paso fatal. Bud Lee, quien le dirigió en varias ocasiones, puso el epitafio a tan corta y desgraciada vida: “Era un hombre extraño. Apenas se relacionaba con nadie. En una ocasión, durante un rodaje, cortó una escena para ir al baño. Media hora después, preocupados porque no regresaba, fuimos a buscarle pensando que se estaría colocando. No fue así. Le encontramos tirado en el suelo, llorando”.

Se voló la cabeza en la casa de su ex-esposa, Adrianne Moore, también actriz porno, que, tras la muerte de su marido (y por ahogar penas, supongo), terminó por convertirse en una de las grandes estrellas de la década bajo el nombre de Jill Kelly.

Con un carácter similar al de Randy, Elena Behm trató de contrarrestarlo con dosis de inocente  locura. Por ello, cuando su agente le preguntó por qué nombre le gustaría ser conocida en el mundillo azul, ella lo consideró un juego y eligió el que tantas veces había escuchado siendo niña: Anastasia (Blue).

Y realmente parecía una pequeña princesa de rubia y menuda belleza aniñada. Siempre se sintió atraída por los extraviados como ella. Sin embargo, cada una de sus desastrosas relaciones las mantuvo con caraduras que la utilizaron sin recato. El detonante llegó cuando conoció a Scotty Schwartz, el niño prodigo que llegó a compartir cabeza de cartel con Richard Pryor («Su Juguete Favorito») antes de caer en desgracia al cambiarle la voz.

Con Schwartz, vivió un dramática relación basada en el desprecio y los malos tratos que él siempre le dispensó. De hecho, al romper su relación, ella le definió como piece of shit. Desencantada por su traumática experiencia, Elena abandonó Los Angeles rumbo a una nueva vida en el estado de Washington.

Pero allí tampoco fue feliz. El 19 de julio de 2008 los viejos fantasmas aparecieron de nuevo. Y esta vez, Elena tenía una caja de Tylenol demasiado cerca.

Todo el mundo quería trabajar con Missy. Se decía que sus  performances eran salvajes. Que se entregaba en cada arqueo de su cuerpo y movimiento de su boca. Aquella antigua enfermera era la sensación del cine azul de mediados de los noventa.

Nació en Burbank (California) de nombre Maria Christina. Ya de adolescente mantuvo una relación desenfadada y demitificadora con el sexo, lo que le valió ser apodada como «la zorra del instituto», cosa a ella siempre le divirtió.

«Los hombres son tan inseguros. Piensan de que lo único que nos atrae de ellos son unos musculos marcados y una actitud fuerte, cuando es todo lo contrario.»

Aún muy joven, se casó con Mickey G., quien la introdujo en el mundillo a través de una serie de cintas caseras que impresionaron a los jerifaltes de la industria hard. Sin embargo, en el año 2001 todo cambio. Su habitual sonrisa chispeante se enroscó. Un mes de abril, anunció su retiro a causa de «un bloqueo mental» para arrojarse en manos de grupos cristianos ortodoxos que le exigieron no volver a tener sexo con nadie jamás.

El 29 de septiembre de 2008 dejó de respirar. Los miembros de la congregación a la que pertenecía, se esforzaron en hacer saber que aquello había sido un desgraciado accidente. Sin embargo, su hermano dejó entrever, en su página de MySpace,  que se había quitado la vida voluntariamente. Qué triste final para tanto brillo.

Un método similar para decir adiós fue el elegido por Marilyn Chambers hace pocos días. Probablemente, la mayor estrella surgida del mundo azul.

Hija de un ejecutivo publicitario de Providence, Marilyn Briggs (su nombre real) siempre se sintió atraida por el mundo de las lentejuelas. Su ansia por ser modelo se encontró con la oposición de sus padres durante su adolescencia. Por ello, cumplidos los 18 años se marchó a California en busca de la contracultura y la psicodelia que por entonces se imponía.

Sus primeros años en San Francisco transcurrieron entre el humo de la marihuana que fumaba junto a su novio y las noches como camarera en un bar topless. Aquel trabajo basura le permitió subsistir hasta que en 1970 consiguió un pequeño papel en «La Gatita y el Búho», de Herbert Ross. Un pequeño éxito que sirvió para espolearla hasta que, cansada de optar a papeles que siempre interpretaban otras, aceptó participar en una de aquellas cintas de educación sexual tan habituales en los años setenta.

Trabajó como modelo y llegó a ser relativamente popular gracias al anuncio del jabón Ivory Snow. Trabajos que le permitieron sobrevivir hasta que un día se decidió a  contestar un anuncio de prensa que solicitaba aspirantes para un papel en una película que se titularía «Tras la puerta verde». Sus directores, los hermanos Mitchell, fascinados por el candor de la Chambers, le ofrecieron el papel protagonista que ella rechazó en un primer momento. La última oferta de los hermanos (2.500 dólares y un porcentaje de la hipotética taquilla) tampoco la convenció hasta que Jim Mitchell le dijo que aquella película haría historia con o sin ella. Entonces aceptó con la condición de poder elegir a sus compañeros de rodaje.

El pasado 12 de abril, su hija McKenna encontró su cuerpo sin vida en la casa prefabricada en la que vivía. No dejó nota de despedida. Tal vez, su mejor epitafio sea aquello que dijo en una ocasión:

«Todo el mundo se desnuda y hace el amor en su vida diaria. No veo el motivo por el que debería sentirme avergonzada»

La única presencia europea en este monográfico es ella…

Se trata de la francesa, Karen Bach (Karen Lancaume); eXpectacular chica morena que protagonizó “Base Moi”, uno de esos habituales “escándalos” coyunturales que brinda el cine comercial.

A principios de 2005 visitó a unos amigos parisinos. Apareció muerta la mañana siguiente, víctima de una sobredosis al parecer intencionada. A falta de un regalo con que agasajar a sus anfitriones, les dejó una nota de despedida en la que garabateó un simple: “Trop pénible”…

Demasiado doloroso, sí. Nadie dijo que fuera fácil.

Megan Leigh, preciosa y rubia actriz muy popular en los años ochenta, fue más críptica a la hora de decir adiós.

Eternamente atormentada por la desaprovación materna a su estilo de vida, gastó todo el dinero conseguido durante sus años como actriz porno en la compra de una suntuosa casa valorada en medio millón de dólares. Una vez hubo terminado todos los trámites, a principios de junio de 1990, envió las llaves a su madre y compró una Beretta de segunda mano con el dinero restante. Su cuerpo fue encontrado pocos días más tarde, el 16 de junio, junto a una nota de despedida en la que, además de pedir perdón a su madre una y otra vez, divagaba acerca de irresolubles problemas personales y sentimentales.

Según parece, su madre no rechazó el presente.

Y si el mundo está lleno de hipócritas, también lo está de insatisfechos.

Chester Anuszak, más conocido como Jon Dough, nunca pareció tener bastante. En una entrevista, incluida en una de sus primeras películas, se adelantó en el tiempo al Lester Burnham de “American Beauty”: “Cuando era un adolescente fantaseaba con hacermelo con las chicas que aparecian en las películas porno que escondía mi padre. Pero ahora sé que todo eso no era más que una mentira. Disfrutaba más entonces, masturbandome, que ahora, follando con una chica distinta cada día. Para mí, el mejor momento del día es cuando vuelvo a casa abro una cerveza y veo deportes por televisión”. La fantasía de Al Bundy hecha realidad. Si bien, esa supuesta apatía con relación al sexo no le impidió cubrir una longeva carrera de más de veinte años.

Finalmente, sus problemas con las drogas terminaron por ganarle la batalla. Una sobredosis se lo llevó la noche del 27 de agosto de 2006. Fue metódico en su hora final; dejó dos cartas: una para su esposa y otra para su hija de cuatro años, que no podrá abrir hasta haber cumplido la mayoría de edad.

Alex Jordan, pizpireta actriz de principios de los noventa, era conocida por su carácter alegre y desenfadado. Por ello, por inesperada, su muerte conmocionó a la familia azul un 2 de julio de 2005.

Amaneció ahorcada en un armario de su casa californiana. No se encontraron notas de despedida ni se hallaron indicios de las motivaciones que la llevaron a su personal cadalso. Por esa razón, se especuló con un posible asesinato que nunca pudo demostrarse.

El mismo halo de misterio envolvió la extraña muerte de Megan Serbian, rebautizada para el universo hardcore como Naughtia Childs.

El siete de enero de 2002, Serbian practicó el vuelo libre lanzandose desde el cuarto piso de un edificio de apartamentos de L.A. Oficialmente, se atribuyó su acción al LSD que la actriz consumía en aquel instante junto a unos amigos. Sin embargo, la investigación policial determinó que el punto de caida del cuerpo no se correspondía con el impulso que supuestamente debió tomar para efectuar su salto final. Ante la falta de pruebas el caso se cerró, pese a los esfuerzos de un detective del LAPD que siguió investigando por su cuenta, apiadado por las ansias de justicia de los padres de Megan.

Lo cierto, a día de hoy, es que los tipos que la acompañaban en el día fatídico, todos ellos relacionados con el mundo del rap angelino (mundo en el que ella estaba involucrada como productora y ocasional cantante), quedaron en libertad sin cargos.

Pero fue la muerte de Colleen Applegate la que marcó para siempre a la industria azul.

Hay una escena en “Tierra Prometida”, descorazonadora película sobre sueños rotos dirigida por el otrora prometedor Michael Hoffman, en la que un débil Kiefer Sutherland vuelve a su pueblo natal convertido en camello de baratillo. Se fue de aquel perdido agujero del interior de los States como un recién licenciado repleto de ilusiones, y regresó del brazo de una prostituta deslenguada (Meg Ryan). La escena en cuestión ocurre la noche antes de llegar al pueblo. Ryan se encierra en el baño durante horas, provocando la intranquilidad de Sutherland. Al salir, ha recortado su pelo y eliminado el tinte que lo cubría. Al día siguiente, dejará su top demasiado escotado y su minifalda de cuero en el armario para comprar lo que ella define como un traje decente con el que presentarse ante sus suegros.

La misma escena debió ocurrir la noche previa al día de Acción de Gracias de 1983, cuando Colleen Applegate, ahora convertida en Shauna Grant, regresó a su conservador pueblo natal del brazo de su novio, Bobby Hollander, productor pornográfico que la superaba veinte años en edad. Eliminó el carmín de su rostro, además de cualquier otro rastro de maquillaje, se vistió como si fuese a asistir a una ceremonia religiosa e insistió a su novio de que hiciera lo propio. De poco sirvió, pues su familia la recibió con la frialdad propia del desterrado.

Para más inri, durante su visita sus fotos porno fueron exhibidas ante su puerta por los garrulos locales, provocando una situación insostenible que degeneró en una visita abortada a las pocas horas de ser iniciada.

Colleen Marie Applegate nació en Bellflower (California) en el seno de una conservadora y católica familia de clase media. Poco tiempo después, sus padres se mudaron a Farmington (Minnesota), lugar en el que creció como modélica estudiante y cheerleader del equipo de football del instituto local. Desde su adolescencia, su eterea belleza no pasó desapercibida, como tampoco lo hicieron sus constantes problemas emocionales (protagonizó un intento de suicidio a los quince años). Su estancia en el pequeño pueblo del medio-oeste no se alargaría por mucho tiempo; pocos días después de lograr su mayoría de edad, se fugó con su novio en busca de una nueva vida en Los Angeles.

Una vez en California, los problemas para conseguir empleo llevaron a Colleen a posar para revistas masculinas. Primer paso que la llevaría a sumergirse de lleno en el emergente mundo del porno de principios de los ochenta.

Convertida en estrella en tiempo record merced a su deslumbrante físico, su popularidad creció hasta el punto de compartir estrado con Francis Ford Coppola (oh, viejo sátiro) en la entrega de los premios del cine para adultos de 1983. Por entonces, la embriagadora corriente que la envolvía era demasiado intensa para su frágil equilibrio emocional, lo que terminó por dirigir sus pasos hacia la cocaina, de la cual, se dice, consumía tremebundas cantidades diarias. Solía presentarse en los rodajes colocada, siempre acompañada de un pequeño frasco color rosa repleto de polvo blanco. Tal fue la magnitud de su adicción que sus compañeros de trabajo la apodaron “Applecoke”.

A sus perennes problemas de conciencia, derivados de su fe católica y la mala relación con su familia, se sumó, poco más tarde, una destructiva relación con el actor Jamie Gillis, basada en juegos sadomasoquistas y mentales que terminaron por desequilibrar su siempre inestable mente.

En diciembre de 1983, un año después de su llegada al universo azul, Shauna Grant anunciaba su retiro, asqueada, según sus propias palabras, con el mundo del porno. Sin embargo, su caracter autodestructivo y su complejo de Electra siguieron funcionando. Inició una relación con Jake Ehrlich, camello de poca monta, veinticuatro años mayor que ella. Su degradación, tanto física como mental, se aceleró culminando la madrugada del 21 de marzo de 1984. Una carabina del calibre 22 hizo el resto. Sólo unos días antes, sus padres habían respondido a su llamada de auxilio ofreciéndole costearle un tratamiento de desintoxicación, además de unos estudios universitarios que nunca llegó a cursar.

Fue enterrada en la iglesia católica de St. Michael, en la ciudad que la vio crecer, Farmington. Ningún miembro del mundo del porno asistió a su funeral.

Su muerte provocó una demonización inmediata del submundo del hardcore. La administración Reagan endureció su acoso, provocando el cierre de muchas productoras. La opinión pública se indigno ante el relato (adulterado) de su triste vida en varios documentales y en una película para la televisión (“Shattered Inocence”) que explotaron su figura tanto o más de lo que lo hizo el mundo del porno.

En una de las múltiples páginas web dedicadas a su memoria, se afirma que la última frase escrita en su diario personal fue “Sólo quería que alguien me quisiera…”. Sea o no real dicha frase, Colleen consiguió su objetivo de modo indirecto, pues se cuentan por cientos de miles los pornográfos, mitómanos y pajilleros varios que se declaran platónicamente enamorados de ella ahora que no está.

Y lo cierto es que raro es el día en que la sobria lápida que decora su tumba amanezca sin una flor recien cortada postrada en su regazo.

El posteo me ha quedado largo de narices. Mis disculpas.

Veintiséis Perros…

Convertir en virtud lo irregular merece un aplauso sostenido. Ari Folman lo consigue en la dolorosa «Un Vals con Bashir», película de animación que indaga en la memoria en busca de las claves que han convertido a Ari (alter ego del director) en un tipo permanentemente triste.

La película narra el encuentro de Ari con un viejo amigo que sufre la misma pesadilla cada noche: 26 perros le persiguen en busca de venganza. A raíz de aquello, Ari comienza un viaje interior y exterior en busca de lo que su memoria prefiere ocultar. Varios encuentros con compañeros de armas y con un psicólogo desbloquerán paulatinamente su memoria hasta que la verdad de lo que ocurrió se muestre ante él.

Como en un ensueño, Folman usa la metáfora para desperezar la historia: Mujeres gigantes que salvan hombres con su desnudez; Barcos de amor que trasladan soldados al matadero al son del éxito del momento; Los hoteles de Beirut, fantasmagoricamente tumbados sobre el mar. La muerte, siempre presente, se turna con hombres orinando y balas disparadas contra maizales. No es posible mostrar lo que fue aquello sin recurrir a las imágines más crueles y disparatadas. Como la del comando que asesina a los perros de una aldea para evitar que alerten a los palestinos de su presencia.

La desesperanza del director hallará consuelo al recordar la noche en la que las falanges cristianas asesinaron a sangre fría a miles de palestinos en los campamentos de Sabra y Shatila con la aquiescencia de los mandos del ejercito israelí. Aquella noche el cielo, iluminado por las bengalas israelíes, brilló como si fuese mediodía.

Experimenta algo parecido al consuelo, pero no se da la catarsis. Así, el amigo de Ari seguirá pasando sus noches en los bares del puerto por esquivar el sueño y no sentir que 26 perros que le persiguen.

Diablogo…

Lauren llama por teléfono a Sean, como hace cada semana. Y como en cada llamada, se mantiene en silencio…

Sean: Hola…

Lauren:

Sean: Hoy no fue un día fácil: mi mejor amigo ha muerto.

Lauren:

Sean: (cabizbajo) Estoy roto, Lauren. Te echo de menos.

Lauren:

Sean: ¿Sabes? Ayer, una compañera de trabajo me pidió una cita. Es muy bonita: morena y menuda. Le mentí, le dije que esa noche estaría ocupado.

Lauren:

Sean: Dime algo, por favor. Lo que sea.

Lauren:

Sean: (vencido) Puede que algún día no conteste. Estoy tan cansado…

Lauren:

Sean: Voy a colgar. Te quiero, pequeña.

Lauren: Te veré el viernes…

Mystic River (2003)

Bolsas de plástico reciclado…

Debe de ser la cajera más patosa del mundo:

-Caballero, esto es una caja ecológica. Tendrá que comprar una bolsa de plástico reciclado.

-No importa.

-¿Está seguro?

-Claro.

-Son 15 céntimos…

-De verdad que no me importa.

Al comenzar a descargar el carrito, lanzó al suelo, de un involuntario manotazo, la bandeja de nuggets, la botella de tónica y el frasquito de salsa de soja, made in Taiwan, que a pesar de ser de cristal soportó la caída. La torpeza suele ser encantadora. Un rasgo de distinción, en función de la reacción posterior al descalabro. La suya fue una reacción átona y sin alma. Del tipo: «de ahí no pasas».

Cargado, con mi bolsa de 15 céntimos, me detuve en un banco de un parque cercano para trasladarlo todo a mi mochila. Una vez situados los raviolis en el único hueco restante, me llamó la atención una firma grabada en la madera…

Es muy posible que dentro de 20 años, G e I no piensen lo mismo. Aunque tampoco pensé en ellos demasiado, porque aquella frase me hizo recordar el verano de 2007. El verano de los conciertos. Debieron ser como 9 o 10 en mes y medio, distribuidos en varios lugares diferentes. Recordar el que dieron Los Planetas en la ciudad marrón me sigue emocionando. Y eso que J. no estaba precisamente en sus mejores condiciones. Si lo habitual es que de cada siete palabras se le entienda una, en aquella ocasión las siete se conviertieron en diez y la una en ninguna.  Nena Daconte me gustan, les vi dos veces. Una de ellas, en el parking de un cine plagado de gente. Miguelito Bosé me cae bien, cosa que no puedo decir de su música. Y de Jarabe de Palo lo mejor que puedo decir es que me aburre, aunque parece un tipo simpático y seguramente esté equivocado.

En una extraña combinación, la noche que vi a Coti tocar en directo, un grupo de heavy metal le sirvió de telonero (Dios, que daño ha hecho Rammstein a la música). La hilera de adolescentes que se situó delante de nosotros debió acabar con los oídos hechos trizas a juzgar por sus gestos de asco. Al cabo de quince minutos de terminar el híbrido metalero, apareció el tipo argentino con sus canciones facilonas y su actitud de chico de al lado. Chaqueta y vaqueros negros, guitarra acústica y brincos constantes de un lado a otro del escenario. Al llegar el turno de «Nada fue un error», las adolescentes situadas delante comenzaron a gritar la letra como posesas. Si él cantó no lo sé, porque no le escuché. Y aquel arrebato sí fue encantador.

Y un sombrero negro…

Para Emilio, que comparte mi pasión por «La Buena Estrella».

Se definía a sí mismo del modo en que lo hizo el Doctor Polidori (“hablo siete lenguas y ninguna bien”)… Soñé con convertirme en estrella de rock o en líder revolucionario, fracasando en ambos campos por mi corta estatura, mi voz repugnante y mi imagen francamente doméstica…

Y así era en realidad. Era menudo a pesar de la envergadura extra que le otorgaban los sombreros de fieltro que solía usar. Su voz era aspera y quebradiza, desagradable al oído sino fuera porque escucharle resultaba fascinante. Su aspecto era frágil y triste, como si la añoranza de un destino mejor se hubiese adosado a su espalda al nacer. Todo ello no supuso ningún impedimento para que lograse seducir a una de las mujeres más bellas de todas las épocas: Jean Seberg. Mala combinación, pues al carácter volatil de ella se sumó el apasionado de él. En una ocasión, en París, Jean le esperó en una habitación durante horas, en la penumbra, antes de lanzarse por los pasillos desnuda gritando su nombre. Él, mientras, se desesperaba atrapado en un roñoso tren paralizado por las averías y la miseria.

Amó siempre con intensidad y siempre le salió mal… Desengaños amorosos me llevan a tierras lejanas como África Occidental y a arriesgadas aventuras como cazar ballenas en la isla de Madeira. Naderías comparadas con el oficio de director al que accedió con la ayuda de su tío Jesús, maldito pero superviviente, eso que él siempre supo que no sería. Fue actor y escribió para otros, un modo como otro cualquiera de salir adelante. Dirigió películas que nadie vio (“El Sueño de Tánger”, “El Desastre de Annual”) víctimas de la tiranía de la taquilla cuando no de la censura. Se ganó el pan con encargos para televisión, pero aun en tan hostil medio logro filtrar poesía. La escena final del capítulo que dirigió para la serie “La Mujer de tu Vida” es bellísima. Aquel día nevó en el trópico. Se estrelló al hacer imagen su pasión por la música y el cine negro (Berlín Blues”), se atrevió a filmar la continuación de “El Desencanto”, con resultados más que notables y se autoinmoló al radiografiar su alma para darla a conocer a un público poco interesado en el trueque (“Los Restos del Naufragio”). Salió adelante, pese a las decepciones y a las dentelladas de una crítica que siempre consideró su éxitosa “Pascual Duarte” como la confirmación de que la flauta puede sonar si un asno se halla del otro lado.

También escribió, como lo hizo Polidori. “Los Restos del Naufragio” fue su primer y único libro de poesía… He escrito estos poemas en el breve espacio de diez años y son todos los que he escrito en mi vida. También soy vago como poeta, si es que acaso lo soy. En ellos he tratado de contar partes de mi vida de esos diez años, pero no tal como fueron, sino como me habría gustado que fueran… Así era él, la clase de persona que añadiría dos pingüinos a una historia desarrollada en el desierto sólo por hacerla más interesante. Pero sus fantasiosas historias reales no interesaron a nadie y su libro se cargó de polvo en alguna biblioteca de Argel.

Siempre convaleciente, su débil corazón pareció absorber cada una de las frustraciones que siempre cargó a sus espaldas, pues su virulencia tan sólo se expresaba a través de su pluma. Odiaba al Brando hombre y adoraba al Hitchcock director. No perdonaba la crueldad que esgrimía el americano en su vida privada pero adoraba la exposición de ella que revelaba el inglés en la ficción. Contradictorio, sí. Otra de sus facetas que él asumió como defecto.

Mil veces enterrado en vida, en 1997 Pedro Costa le propuso la dirección de una historia que él se veía incapaz de desarrollar. Se trataba de la peripecia real que unió a un tipo castrado (el manso), una prostituta apaleada (la tuerta) y a un quinqui drogadicto sin pasado ni futuro (el bonito de cara). Cuando se hizo público que sería él quien rodase finalmente la película, nadie apostó por ella. Se dice que durante el rodaje todos fueron conscientes de que ocurría algo extraordinario, esa sensación extraña que proporciona el estado de gracia cuando se posa en un lugar. Cuando se estrenó, la vi en un pequeño cine de las afueras. Era miércoles, día del espectador, y fuera llovía. Ya cerca del final miré hacia atrás durante la proyeccón (cosa que, como a Amélie, me encanta) y pude ver una sala repleta de lagrimas brillantes como perlas reflejando la luz de la pantalla.

Conseguido su objetivo de hacer algo bien (él siempre se menospreció sin recato, incluso públicamente), sin ser consciente de que nunca hizo nada mal, le llegó el turno de recordar a Jean. No hubo tiempo, la puta suerte otra vez. Murió joven, durante el rodaje de “Lágrimas Negras”, retrato esquizofrénico sobre la locura, el amor y la fatalidad que sin él ya no fue igual.

Dejó una hija, aún niña, a la que él adoraba; un montoncito de películas que casi nadie conoce; un libro de poemas que pocos han leído y un montón de historias que le encantaba contar siempre a media voz para que disfrutaran unos pocos.

No sé si volveré a escribir, pero si lo hago pienso hacerlo desde Kingston, Jamaica. Dada mi irresponsabilidad, me temo que no llegaré a viejo, y bien que lo siento.

Ricardo Franco



Besos a Dentelladas…

Ya que es el día del libro, y en la estela del excelente poema de Gabriella Mistral que Amaya publicó en su blog hace dos días, recupero un poema de Blas de Otero que lateralmente me incumble a mí y a mi poco recomendable costumbre de besar a dentelladas…

Besas como si fueses a comerme.
Besas besos de mar, a dentelladas.
Las manos en mis sienes y abismadas
nuestras miradas. Yo, sin lucha, inerme,

me declaro vencido, sin vencerme
es ver en ti mis manos maniatadas.
Besas besos de Dios. A bocanadas
bebes mi vida. Sorbes. Sin dolerme,

tiras de mi raíz, subes mi muerte
a flor de labio. Y luego, mimadora,
la brizas y la rozas con tu beso.

Oh Dios, oh Dios, oh Dios, si para verte
bastara un beso, un beso que se llora
después, porque, ¡oh, por qué!, no basta eso