Cuatro Cuentos y una Canción de Navidad…

Han pasado siete años, siete navidades, desde que le pedí a Mycroft que escribiese un cuento de Navidad para sobrellevar unos días especialmente amargos por entonces en este lugar. Después se unió Emilio a la nuestra fiesta, y hoy lo hace Angéline hasta que ella así lo quiera. Y aquí seguimos. Más cansados y más viejos pero no más sabios. Siendo felices por compartir espacio una vez al año. Así pues, engalano nuestro rincón navideño con la esperanza de que estos cuentos ayuden a que la noche mágica lo sea realmente para todos aquellos que visitan este lugar. Y empiezo con una canción. Este año el privilegio antártico es grande al poder recibir a los Monty Python y su glorioso villancico «Christmas in Heaven». Irreverente, gamberro y, en cierto modo, crepuscular. Un epílogo adecuado para el año en el que el fin del mundo no llegó.

Feliz Navidad a todos. Sean felices.

HEREDARÁS LA TIERRA

por Mycroft Barret

“Pero al final uno necesita más coraje para vivir que para matarse”
(Albert Camus)

 

“Que la vida iba en serio

Uno lo empieza a comprender más tarde”

(Jaime Gil de Biedma)

                                                             

                                                        “…no quisiera morir

Antes de haber gastado

Su boca con mi boca

Su cuerpo con mis manos

El resto con mis ojos.

Ya no digo más es mejor

No ser irreverente.

No quisiera morir

Sin que se hayan inventado

Las rosas eternas

La jornada de dos horas

El mar en la montaña

La montaña en el mar

El fin del dolor

Los diarios en color

La alegría de los niños

Y tantas cosas más

Que duermen el los cráneos

De geniales ingenieros…”

                             (Boris Vian)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       

 

“No voy a decir que cuidaré de ti,
ni siquiera sé cuidar de mi.
Es posible que sea yo quien necesite que lo salven…”

(Los Planetas, Canción para ligar o para que no me dejes)

Noviembre en la ciudad de cielos desmesuradamente azules, como lágrimas inmensas, acumuladas en el techo. Haces de luz inapropiados para la gravedad otoñal, cuelgan juguetones por las fachadas y juegan a alcanzarse unos a otros, derramando sombras al mediodía, por entre los vericuetos de hormigón y los tendederos atestados de ropa húmeda y fría, goteando al abismo cotidiano de las calles, lágrimas cayendo por entre las azules lágrimas celestes.

Caminaba un hombre ni mejor ni peor que los demás, probablemente. ¿Quién sabe qué aspecto tiene un hombre malvado? Por fuera todos están cubiertos de la misma fina capa que tiembla en invierno, y suda en verano, que se estremece ante lo bello, que se desgarra ante un filo. En los brazos del médico,  con sus apenas dos kilos de carne suplicante y confusa, el aspecto de un hombre es muy semejante, y uno no cambia tanto con el tiempo.  El llanto queda en reserva, silencioso, paciente, esperando su momento para volver.

Este hombre había decidido matarse. Hasta ahora nada singular. De muy poco dispone un hombre, sino de su vida. Es en el equipaje, la valija más pesada. Uno no puede regalarla, o cambiarla. Uno no puede pedir un modelo más cómodo, sin botones tan estrechos, o con holguras distintas que le permitan a uno respirar. Uno no puede remendarla, como se hace arreglar los bajos de un pantalón.

Se levantó por la mañana como muchos otros, y dejó la cama por hacer ¿para qué molestarse? El despertador sonó con un matiz distinto, y no fue el penoso recordatorio del pasar absurdo del tiempo que era en otras ocasiones. Desayunó poco, como siempre, con la galería en frente de su silla en la cocina, viendo al pequeño vecino comer sus cereales deprisa al otro lado del patio de luces mientras gritos violentos caían a su alrededor, gritos desesperados. Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana, dicen. El joven y él cruzaban una mirada de entendimiento, y esos pequeños estiletes grises eran un recordatorio de un mundo desmoronándose allá afuera, mientras el suyo se deshacía por dentro como un glaciar en verano…

Un hombre muy sabio, pero quizá no lo suficiente para su propio bien, dijo que uno no elige morir, sino en realidad elige entre dos males, el insoportable incendio de su dolor, o la escapatoria por la ventana. No se elije muerte, se elije no enfrentarse a las quemaduras anímicas de tercer grado, a arder sin fuego, a quemarse en vida, a quemarse con la vida, ígnea condena, bendita (o maldita) esperanza en la desesperanza.

El hombre ha bajado por la calle arrastrando los pies, con sus castaños ojos entrecerrados, su pelo negro, revuelto y mal cortado, buscando con la vista la relativamente esquiva posibilidad de dejar de existir sin posibilidad de fallo, dolor, error, o efectos secundarios no deseados y no incompatibles con la vida (secuelas); las alturas, las ventanas, los cruces de avenida, los puentes, los lagos artificiales, y los lugares peligrosos y solitarios cobran un nuevo matiz, y son los favoritos de los desesperados.

Matarse es una tarea difícil, en el cual uno debe invertir muchas noches de insomnio y detallada reflexión. Para algunos, es un trabajo que dura toda la vida, en el cual no puede faltar una fase de documentación, aunque uno no deba creer todo lo que lea por la red; requeriría un estudio médico de las diversas opciones, un concienzudo y realista método de clasificación teniendo en cuenta presupuesto, oportunidad, dolor implicado, tanto por ciento de éxito, estadísticas, resultados, y no menos importante, cuestiones de decoro y limpieza una vez acabado el trabajo.

El suicidio es una materia relativamente desconocida en muchos círculos, al menos desde el punto de vista del interesado.

Nuestro hombre llevaba unos años desesperado. Había llamado a las líneas de prevención, había sido psicoanalizado, medicado, hipnotizado, tratado por un chamán africano, había hablado con genetistas que afirmaban que su alma estaba predestinada a consumirse a si misma, había sido llevado a reuniones de grupo, a ceremonias religiosas de una vasta infinitud de diferentes y bienintencionados (o no tanto) creyentes que creían portar la respuesta…

El agujero de su corazón seguía intacto, se agrandaba de hecho. Todo era arrojado a él. Era un pozo, una estrella que había implosionado y arrastraba hacía sí, hacia la nada, cuánto la rodeaba. Nada existía más allá de su propia tristeza. Se veía devorado por si mismo, su misma condición era su propio tema obsesivo. Más sólo estaba, más extraño era al resto, más monstruoso se sentía, más sólo quería estar. La empatía se atrofiaba, su corazón sólo latía al ritmo lento de una letanía amarga y egocéntrica. Su pena era su mundo, y el mundo era una pena sin solución a la cuál él no pertenecía.

Era reconfortante, allí, perdido en medio del tráfico de bicis y peatones, en la parte nueva y comercial de la ciudad, en la orilla norte del viejo río, ahora un parque, haber solucionado ya el problema de mañana. Si no hay mañana no hay problema.

El método era lo único que faltaba, pensaba absorto, sin reparar en otros rostros, otros gestos, otro dolor en medio de la miríada de dolores (aquí una chica demasiado joven, demasiado delgada, con pelo cobrizo y fino, azotado por la brisa, y su cuerpecito a punto de quebrarse, sus afilados cantos aullando por la privación; más allá un anciano con gesto contenido, cuyos huesos pulverizados están plagados de células hacinadas como avispas en la colmena, zumbando y royendo…)

Hay en esta parte de la tierra, despejada, cálida, benigna, una infinita y espléndida luz que haría que un montón de basura pareciera un lienzo de Sorolla. Pero de nada sirve si se hace de noche en el corazón. Han apagado las luces del cuarto de estar del corazón, y desde fuera sólo se ven abandonados muebles en la oscuridad, espejos deformantes, y ahí  reflejado un hombre, ya no joven, de gesto triste, y una sombra sobre él.

Puedes luchar y zafarte, piensa el hombre, pero tus propios puños no te obedecen, y se vuelven contra ti. Tus pasos siguen a tus pensamientos, no eres dueño de tu rumbo. Eres un suspiro en la historia de un dolor tan largo y grande como el mundo, el dolor humano, no eres nada, no te espera nadie, no has conseguido nada, y nada esperas, y a nadie complace tu existencia. Nada y nadie son tus compañeros. Nadie te ama, te dices, nada ocurre, piensas, y si estás sano, y tienes fuerzas, imaginas tempestades en tu sangre. El cáncer seguro, a la vuelta de la esquina. Si a alguien importas, su vida será mejor sin ti.

Todas son las palabras que alguien susurra en tu oído, un enemigo íntimo, nadie distinto de ti mismo. Finalmente uno recibe su merecido. Excusas de mal pagador, porque vivir agota, y estás agotado. El hombre que quiere matarse lo sabe, con su cabeza, pero resulta difícil saberlo con el corazón. Complicado convencerte, enemigo íntimo.

Finalmente tras mucho vagar, horas y horas de hablar entre dientes, y de mucho pensar en si mismo, pues el enfermo de tristeza es una criatura tremendamente egocéntrica, llegó a cierto puente que se había hecho popular últimamente entre los de su clase. No era su muerte preferida, pero encaramarse a los adornos de Calatrava, el infame arquitecto, era algo relativamente fácil, una sutil venganza contra los atropellos estéticos y económicos, y un medio, en fin, al alcance de cualquiera. Subió, azotado por el viento, frente a la indiferencia o la curiosidad de quienes, a esa hora ya relativamente tardía, pasaban de largo esquivando problemas.

Sin embargo el punto más alto y mortal del armatoste resbaladizo, blanco, casi de apariencia hospitalaria o médica, estaba ya ocupado. No supo qué decir a la menuda mujer que le miraba espantada, excepto:

-Disculpe- ¿Debía pedir turno hasta para esto? Gran parte del entusiasmo inicial se iba enfriando con el contacto humano. Ojos como ascuas le radiografiaban, y el pelo enredado en viento, viento de sitio alto y frío y apartado, un viento especial, un viento con personalidad, casi le rozaba la cara, el cabello estirado en la oscuridad, meciéndose en el aire de la noche.

-No trate de salvarme. ¿Se ha creído un héroe?- Palabras escupidas, pero gestos que casi las desmentían.

-No lo soy-escupe con voz ronca y entrecortada- No soy un héroe ni en mi mejor día. No he venido a salvar a nadie. A lo mejor me salva usted a mí…

-¿Qué dice?

-Digo que podemos matarnos mañana. Pero si nos lanzamos los dos quedará un poco raro, ¿no?

-¿Por qué?

-No sé, como si fuera un pacto o algo. ¿Por qué no bajamos y lo hablamos? De todas formas esta forma de morir no me acaba de convencer. Subí sólo como por un impulso, para no perder la resolución del momento Además ¿Y la gente que nos tiene que recoger? ¿Ha pensado en ellos?

-…No…-Murmuró, y le tendió la mano, y de pronto ninguno de los dos tenía tanta prisa por acabar con todo.

II

De estas casas
no ha quedado
más que algún
pedazo de pared

De tantos
que me apreciaban
no ha quedado
ni eso siquiera

Pero en el corazón
no falta ni una cruz

Es mi corazón
el país más desgarrado

(Ungaretti)

 “Hoy necesito el cielo más que nunca

No que me salve. Sí que me acompañe.”

(Claudio Rodríguez)

«Pre­cisa­mente porque es imposi­ble de ser vivida, para Camus la vida vale la pena de ser vivida. Vivir es una rebeldía»

(Eduardo Sabugal)

 

Y la ciudad era una escuela de tristezas, y todos lo sabían y unos y otros pasaban de largo sin mirarse a los ojos, porque en las córneas se veía reflejada la propia mirada aterida, agotada, y nadie quiere ver en las pupilas de otro sus propias pupilas abismadas en aullante fuga.

Arden las flores en el puente, a ambos lados cubriendo las barandillas, un puente de flores demasiado caras que están ardiendo, se queman en su propia y desesperada soledad. Algunos las roban y otros las arrancan por pura maldad, pero lo mejor del puente de las flores, es que las pupilas jadeantes pueden escapar de las miradas y descansar en los amarillos pétalos, en los rojos prodigiosos, en la llameante imagen de la luz convertida en colorines…

Pero de pronto uno cabalga el asfalto como quién intenta domar a un animal salvaje, y el sucio suelo quema en los pies y los pasos sólo nos llevan a sitios que no son ningún sitio, y el hombre que se asfixia intoxicado de si mismo se pregunta ¿a dónde voy, qué hago, y, sobre todo, quién soy?

Porque una resolución por cobarde que sea da cierta sensación de amparo. Pero estar perdido y sentir la aguja del reloj traspasar tejido sensible y trémulo, pobre carne humana mortal e inmortal, material para el olvido, duele. Ah, existir y no existir, piensa el hombre estremecido, estar y no estar, dudar entre lo posible y lo imposible, ser fantasma, desaparecer, ser testigo del propio desvanecimiento. Estar cansado del cansancio, pero aferrarse a pesar de todo.

Ahora es tibia la fiera corriente que le empujaba a saltar no importa a dónde, la ciega desesperanza, ahora camina igual que entonces, y siente en cada cruce todavía algunas veces la tentación de caminar en dirección a la velocidad mortal de un autobús en ciega y contundente progresión, un golpe sordo nada más, pero hay también una tentación diferente, quedarse muy quieto, muy callado, simplemente estar, aguardar al verde luminoso, ser uno entre cientos. Ser.

La palabra es arma que la carga el diablo, la palabra ha sembrado, si no un amor trágico, si no una heroica salvación en la exaltación de unos ojos cualquiera, si no esa historia sentimental que sin duda aguardáis (la tibieza de un cuerpo próximo, cartografía del endeble deseo humano, batalla contra dos soledades, anhelante carne en busca de un firmamento con forma de epidermis) si al menos el compromiso nacido de un dolor común, una amistad frágil y todavía titubeante que danza por encima de la compulsiva necesidad de sentir dolor, y de poner fin de una vez por todas a ese dolor.

Comenzaron a reunirse callados, guardianes el uno del otro, confidentes, con el tiempo, de pensamientos y pesares, de egocéntricas fábulas del depresivo, ese ser monstruoso que se intuye como tal, se descubre como horror, se enclaustra en lo imposible, se obceca en sus sueños, se frustra con sus torpes incursiones en la realidad, y camina como dormido, como sonámbulo. Apoyados el uno en el otro, eran dos malabaristas que caminaban por una cuerda, y de pronto, al mirar abajo, descubrían que no había cuerda. El milagro, y el terror, era que flotaban en el aire, y se miraban uno a otro aterrados esperando caer.

Secretos verbos afilados como puñales herían los labios, y laceraban sus bocas con el pudor manchado de vergüenza y debilidad, pero en realidad no era tal, sino fortaleza. De improviso, el hombre no estaba tan absorto en sus propios demonios, y contemplaba el temblor y estupor ajeno como un jardinero contempla un capullo de flor especialmente hermoso que está sufriendo síntomas de congelación, y al que un soplo de más de una corriente helada podría comprometer.

Él le contó sus propios miedos, sus soledades, sus simas, sus abismos, sus oscuras entrañas de madera en descomposición, sus supurantes heridas mal cosidas, sus miserias cuando salpicaban a otros, casi siempre por error, y no por maldad.

Pronto, más él que ella, pensó que algo estaba cambiando. Algunos momentos los veía con ojos distintos, o simplemente, los veía, antes estaba ciego ante ellos (un amanecer silencioso, un paseo nocturno por la parte vieja de la ciudad, una conversación con un vecino a quién creía, equivocadamente,  caer mal, y sobre todo una mañana en su azotea, un escenario posible pero improbable para su consumación suicida, demasiado cercana a su círculo)

Conforme noviembre se consumía en el fuego de un renovado ardor en el alma, se iba llenando la ciudad de ruinas iluminadas con bombillas LED, anuncios de juguetes, personas corriendo de una tienda a otra, pobres pedigüeños apelando al diezmo de la mala conciencia, abrigos negros como alas de cuervo aleteando nerviosos y sin mirar abajo, y abajo, tumbados, sentados, derrotados pero no vencidos, demasiado agotados para estar en pie,  gentes con ojos tan negros como el hambre de varios días.

Rojos papas noeles en vallas publicitarias, buenos (malos) sentimientos, y una pesadez agobiante en el pecho de nuestros dos huérfanos de cuento de Dickens. Las palabras a ella le faltaban ahora como el aire en los pulmones. El aire dulzón del café olía a chocolate, a infancia, y la suya propia era una gangrena que llevaba supurando, según había podido intuir él.

Un día, tras semanas en que se les iba el aliento con cada noticia de abismos y caminos hurtados al viento, de desesperadas huidas de hipotecas y desahucios, por la expeditiva y cada vez más frecuente salida de una ventana convenientemente alta (los periódicos venían llenos de compañeros y compañeras de penas), ella dejó de ir.

De pronto, el cielo se resquebraja, caen vidrios sobre su cabeza, y entra otra vez el frío invernal y las luces producen sobras monstruosas y sus calcetines cuelgan siniestramente esperando un regalo envenenado: “Santa Claus, tráeme una pistola”. Vuelve a caminar en círculos con media vida entumecida y la otra media temblando, y sin embargo.

Sin embargo hay una llama que no se apaga, como dice la vieja canción. Hay un fuego que arde, hay una esperanza que no tiene que ver con ángeles o milagros. En sus sueños poblados de puños apretados, de afilados picos de aves que le sorben la sangre directamente del pecho, de días pálidos y azules semejantes unos a otros, de absurdos minutos sinsentido, de sueños que se parecen a la vida y vidas que son malos sueños, recrea el blanco y el negro de Capra, y a James Stewart nervioso, su propia versión de la película, con Stewart al borde del borde, y no ahí hay milagros, no hay ningún milagro, ni ángeles, ni alas que ganarse, sólo un hombre y su corazón, sólo el miedo, el dolor, y su lugar en el corazón del hombre.

Y ahí es cuando la chispa prende, y aún cuando no hay por lo demás respuesta en el otro, ella sigue sin aparecer, esa mujer que es interrogante, que no lo ama, a la que no ama, no vuelve, no aparece, esa mujer no ya joven, con ojos fieros y triste estampa, plena de cicatrices, a la que no se hace ilusiones de salvar, como caballero andante o como héroe, él, precisamente él, pero por la que se preocupa, se preocupa sinceramente, sin ganas de realizar el gran gesto, la gran gesta, el ampuloso ejercicio de salvamento que en el fondo de su ego necesitaría hacer.

Sólo palabras, preguntas, casi ninguna certeza, y hombro que se apoya en otro hombro. El fuego, la chispa emerge, y su boca se descongela, y accede al verbo, accede a la palabra, accede a una forma de estar en el mundo, de ser responsable. Tal vez no de todo, tal vez ni siquiera de sí mismo. Pero de lo que pueda abarcar, de la parte de su sombra que no está completamente consumida en su propia negritud.

La mañana en que subió a la azotea algún relé en su interior se activó.  Era el día de noche buena, y el silencio era más denso, aunque uno no creyera, rodeado de tantas luces, y tantas risas forzadas, y tantas ausencias.

Cuando uno se detesta, y todo es niebla, y todo es frío, y las gotas de rocío no son más que escupitajos, y no hay nada ni nadie a lo que apelar, y sólo hay entrañas que se vuelven contra uno mismo, resulta difícil dejar de estar decidido a no ver. Y cuando finalmente, hay una pequeña sacudida que le introduce a uno a un mundo que había dejado confortablemente al otro lado de la puerta, tras la pared, en el afuera, uno se conduce con la lucidez como si estuviera embriagado, y no acaba de creerse esa grieta en su negra visión y esa apuesta por hacer algo para cambiar alguna cosa, esa apuesta arriesgada por el acto, por la vida, por uno mismo, y por los demás. Se acaba el egoísmo de la cobardía, pero queda el miedo tibio de la duda. Insidiosamente, le socaba a uno, y le puede ahogar en el más puro de los días, en la mañana más azul, en el momento más dulce.

Cambiar entonces no es cosa de un momento, de una decisión, cambiar es un modo de vida, de apegarse de nuevo a la vida, algo agotador, inacabable, continúo, con altibajos.

Allí, en la azotea, oteando el cielo liviano que hay por arriba del humo, enfriándose, andaba soñando despierto y tratando de cambiar su duda, por la fe necesaria al menos para realizar el acto, representar su papel, encontrarla, encontrase.

Subió entonces su joven vecino, con triste mirada divertida, vestido con una sudadera con capucha que ocultaba sus rizos descuidados y algo sucios, y le preguntó de golpe:

-¿Ya te dejan subir aquí?

Parece que todos los vecinos sabían que incluso en vida de su madre, había tratado de darse de baja del mundo, sin, como decía cierto poema, encontrar el formulario adecuado para ello.

Se encogió de hombros. El chico se puso un cigarrillo en la comisura de los labios, y esperó la mirada reprobadora con un brillo malicioso en los ojos. El hombre siguió el juego. Le caía bien el chico.

-No deberías fumar.

-Y usted no debería saltar desde la azotea. Es malo para su salud.

El hombre rió despreocupadamente la ocurrencia, y le preguntó de golpe qué opinaba de la vida. Casi con seriedad. Casi buscando consejo en unos ojos que no estuvieran desgastados a fuerza de mirar y no ver.

Esta vez el chico se encogió de hombros.

-Sólo la conozco de oídas. Parece terrible.

-Pero estás vivo

-¿En serio? Apenas por poco. Yo no existo, debes estar más loco de lo que dicen. ¿No sabes que soy invisible?- esta vez sonrió sin ganas-Estás hablando solo.

-¿Podemos continuar haciendo como si existieras?

-Claro, es mejor que estar en clase.

-Sobre eso…

-No te preocupes vecino, no me quieren allí, ni me quiero yo allí. No hay problema. Y con mis tíos tampoco. Hace días que no paran por casa.

-¿Estás sólo?

-Si, pero no mal acompañado. Creo que me han dejado para que me las vea con los agentes judiciales.

-¿Y qué vas a hacer?- la voz le salía como entrecortada, por la falta de costumbre. De hablar con alguien, de que le importe alguien.

-Supongo que escapar. Pero es una pena.

-¿Una pena?

-Ya no hay ningún lugar al que escapar. Ya sabes, como la frontera en el oeste, o los buscadores de oro, o los exploradores. Allí donde vaya habrá servicios sociales, turistas, reporteros de tele-realidad, colas del paro, hipotecas, colegios, ya no hay aventuras. Incluso en el polo norte todo son turistas, científicos, algunos pingüinos posando para los documentales.

-Ya no lo hay, tienes razón. Es una pena. Ya no hay glaciar sin sesión fotográfica. No se puede ir a ningún lugar.

-No, no se puede. Tampoco puedes coger atajos- dijo el chico, y señaló el borde de la azotea.

-No pensaba cogerlos. Hoy.

-Eso pensaba- dijo el chico apurando el cigarro, y mirando seriamente a su nuevo protegido- ¿Si quisieras hacer algo, estar en algún sitio, dónde irías, qué harías?

Y aquella era una pregunta condenadamente buena.

III

“…pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.”

(Mario Benedetti)

 

« Heureux qui chante pour l’enfant
Et qui sans jamais rien lui dire
Le guide au chemin triomphant »

(Hereux, Jacques Brel)

“En el curso del invierno, he descubierto un infinito verano en mí”

(Albert Camus)

“Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de repente la noche.”

 (Salvatore Quasimodo)

No podía vivir muy lejos del puente, de la cafetería, de su propia casa. Alguna cosa sabía de ella, sabía en que colegio había estudiado, y que le gustaban las flores, y que su padre, bueno, no era una buena persona, y que la reunión familiar de navidad no podía hacerle ningún bien.

Sabía que era menuda, y que tenía un coche amarillo que había fantaseado con aplastar contra un muro, y convertir su carne en hierro manchado de rosas. Sabía que trabajaba cosiendo para un taller sin contratos. Sabía que estaba triste, sabía demasiado sobre eso, sabía que iba a intentarlo esa noche. Sabía que quería encontrarla. Pero no dónde.

El chico lió otro cigarro y juntos caminaron, y caminaron, y la noche se iba muriendo, y el corazón de él se encogía, y pensaba, quiero vivir, quiero que viva, quiero escapar a un lugar sin fotógrafos del National Geographic. Quiero que ella conduzca su coche amarillo sin sentir ganas de hacerse daño. Quiero que pase esta falsedad, esta noche sin milagros, pero no sé todavía cómo hacerlo.

El silencio era la prueba de que se iba forjando una cierta confianza, una complicidad entre el chico y el hombre. Su propuesta había agradado al chico, le había dibujado no como un desesperado buscador de agujeros en los que perderse, sino como un hombre entre tantos, manejando su dolor, conduciéndose lo mejor posible, luchando por la vida de otro aún sin saber muy bien qué valor darle a una vida. A su vida.

El hombre no era tan viejo como para no recordarse a si mismo como chico, recordar todas las promesas de una era de esperanza, y lo que vino después.

El chico, al que venía contando los lugares que ella pudiera frecuentar, sus penas y pensamientos, comenzaba a dibujar en su mente la desdicha y la pena de un alma de mujer torturada, una y mil veces, con el tacto de una pesada mano cuya caricia quemaba como fuego y que hoy, en familia, tal vez iba a tener que rozar.

Como caballero andante ya en el final de sus viajes, que se cree ya poco heroico y casi ridículo, y su realista escudero con la cabeza en el fondo llena de sueños, caminaron buscando trifulcas familiares (no faltaron falsas alarmas, y llamadas a telefonillos) y sombras acurrucadas en los portales, casi siempre bajas colaterales del sueño de prosperidad, espectros con figura de espantapájaro, sabios del frío, catedráticos en la intemperie, metáforas vivientes con agujeros en los zapatos.

El espíritu navideño brilla incandescente por su ausencia.

Y finalmente, llegaron al único lugar posible. El puente donde una vez quiso saltar, y en efecto saltó. (Saltó sin saltar, hacia un lugar menos confortable, hacia un modo diferente de desesperación, hacia otro dolor)

Ya amanecía casi, el día de navidad, si es que eso significa algo, y ella temblaba, y a él le hubiera gustado romperle todos los huesos a quién sembró en aquel pequeño cuerpo un dolor tan grande. El dolor no responde a un creador, el dolor está allí antes, y permanecerá después de que cierre cada herida a la que culpamos de su existencia, es alimentado o es reprimido, y se parece mucho a nuestro rostro, pero desfigura nuestro rostro. Nosotros, más bien, como dijo un escritor, nos parecemos a nuestro dolor.

Él tendió la mano de nuevo, y ella le miró cansada. Dio un paso adelante, y cayó.

De repente el amanecer se desdijo ante los ojos de él y fue noche otra vez, y no quiso mirar, y miró, y ahí, si uno hubiese querido creer en los milagros en vez de en las casualidades (o en las causalidades, diría maliciosamente Freud) creería, porque ella había saltado y bailado en los aires, con gesto de espanto, y resignado alivio, pero la vida no le huía, ya que el parque bajo el puente, muchos metros más abajo, era ahora un circo navideño.

Ella cayó esperando el suelo y su beso descarnado, pero se encontró con un enorme castillo hinchable. El hombre y el joven corrieron, calle abajo, escaleras abajo, hacia el parque que una vez fue río, y la cogieron de la mano, y le gritaron alborozados, y le dijeron cosas que ahora no recuerdan, y callaron y preguntaron con los ojos si tenía ahora ella pena o alegría de haber sido salvada, aún por casualidad, pero me temo que uno no se cura de súbito de estos males, ni siquiera por un susto tan grande, y que la mujer estaba tan sólo agotada, demasiado cansada para estar realmente decepcionada o para intentarlo muy pronto, ni mucho menos era aún una conversa. Agotada de la vida, de la muerte, de las luces y fiestas y trabajadores circenses y de la policía que llega y se va, y de ellos mismos huyendo de los consejos bienintencionados y los trabajadores sociales.

Pero algún momento ha de ser el principio, y este pudo ser el momento previo al momento inicial, y quizá sería la hora de mentiros y deciros que fueron muy felices, y que la policía no preguntó por el chico para darlo a servicios sociales, y que el hombre avivó definitivamente la chispa de su pecho, la que le movía a no ser, ya más, un muerto viviente, y nunca más se asomó a un precipicio, y que ella empezó a pensar que tenía toda la vida por delante para matarse, o que todos los sin techo durmieron en lugar caliente esa noche.

Si me gustaría mentiros, me gustaría ser un condenado mentiroso, y deciros que los tres individuos, una extraña familia que el azar y la desesperación juntó, cogieron el coche amarillo, y buscaron un lugar sin reporteros de tele-realidad, sin policía judicial, sin colas del paro, sin señoras con abrigos de pieles dando limosnas, sin luces de navidad, sin pingüinos posando para documentales. Un lugar apartado. Un lugar diferente, un lugar que no existe.

No os mentiré. No fueron a ese lugar que no existe, pero se quedaron juntos, un momento, callados, y creo que entonces, decidieron construirse ese lugar. Y caminaron, entre la gente que no reparaba en ellos, atareados, ajetreados, perdidos, y el hombre y el chico se miraron orgullosos, pero sin la vitola de creérse héroes de nada, y sin abrumar con solícitas preguntas y sermones y consejos a la mujer.

Para el chico una aventura más. Para la mujer, un momento más ganado a sí misma. Para el hombre, el descubrimiento de ese lugar, en el mundo, en el que querer estar, la invención de ese lugar.

Pensemos que el chico no acabó con sus huesos en una institución pública. Tal vez acabó muy cerca de allí, en una familia de acogida. Tal vez al hombre le gustaba verlo por su antiguo edificio, pidiendo un cigarro. Tal vez le decía al pasar, en tono de burla, medio como amenaza, sin que él comprendiera bien “Heredarás la tierra”.

Pensemos que, por fuerte que fueran los estremecedores vientos que le congelan a uno las entrañas, el hombre y la mujer siguieron firmes, en pie, precisamente por ser imposible permanecer de pie, por sentir la vida casi invivible.

Y, por último, la navidad siguiente. Apenas una coartada. Para seguir vivos. Un año más.

 VEINTE DE TRISTANCHO

por Emilio Calvo de Mora

El día de Navidad sin regalos iba a ser el más duro para la familia Martínez Granados. Lo sería porque siempre los hubo y porque el árbol plantado en el salón, en su lado noble, junto a las cortinas con pompón dorado de flecos y el balcón adornado con un Papa Noel de los chinos, luciría flaco y triste, huérfano de las cajas de antes, sensible a la malos tiempos. Por eso Juan no durmió esa noche. Se quedo en vela, de guardia. Durante horas se dedicó a escribir cuentos pequeños para sus pequeños. Cada cuento que iba escribiendo lo doblaba hasta que se hacía más pequeño todavía y lo metía en un calcetín. Luego colgaba el calcetín en el árbol y fue llenándolo de historias. Al amanecer, escribió el último y usó el último calcetín. Después sus hijos se fueron levantando y empezaron todos a leer.

1 Un perro elefante

El perro que encontró Tristancho de Carambel tenía trompa.

Trompa y dos colmillos enormes.

Que no es un perro, le decía su madre.

Que no es un perro, le decía su padre.

Los abuelos de Tristancho, nada más ver al animal, dijeron:

– No es un perro, Tristancho.-

Y en ese momento, el elefante ladró.

2 El lápiz mágico

El lápiz que encontró Tristancho era un lápiz mágico.

Uno de los que cuando se cogen y se enfrentan contra una hoja en blanco dejan escapar historias maravillosas que dejan sin aliento a quienes las leen.

Escribió Tristancho tanto con su lápiz mágico que se acabó gastando.

Las cosas, de tanto usarlas, se gastan.

Las lágrimas, en cambio, se escurren por la mejilla y a veces no hay quien las pare.

De menudito que era, el lápiz se encogió hasta perderse entre las yemas de los dedos pequeñitos de Tristancho

Y ahora les voy a contar la magia. Las lágrimas hicieron un charquito sobre la hoja en blanco. Justo cuando el fantasma entraba por la ventana o cuando el príncipe bizco besaba a la rana en un anca.

Y antes de que el niño asustado por el fantasma llorara o de que la princesa diese un brinco y se echase en brazos de su amor estrábico, el charquito formó un lápiz nuevo.

Es que era un lápiz mágico.

3 La tos más fea del mundo

Tristancho tenía tos.

Una feísima.

Bueno, no tan fea como para asustarse, pero una tos considerable.

Quiso Tristancho tener la tos bonita y preguntó a su madre si había algún jarabe que acicalase la tos.

Es que Tristancho quiere ser perfecto en todo.

4 El zoo de las cabezas perdidas

Tristancho fue al zoo para perder la cabeza.

Esto no había ocurrido nunca, pero una vez tiene que ser la primera.

Su madre, trastornada como solo lo están las madres de niños como Tristancho, es decir, ninguna, preguntaba aquí y preguntaba allá.

Nadie había visto la cabeza de Tristancho.

Es una cabeza rubia con ojos azules y tiene pecas a cientos, contaba la madre.

La buscó en la jaula del oso y en la del tigre.

Miró en la jaula del zorro. Por si acaso.

Y no se le escapó darse una vuelta por la jaula del elefante y de la jirafa, que estaban enamorados como solo se pueden enamorar dos criaturas de varios cientos de kilos.

Cuando más triste y desconsolada estaba  la mamá de Tristancho, apareció el guarda del zoo, un señor con un bigote amazónico y una calva siberiana.

Aquí tiene usted la cabeza de su hijo. Estaba en la jaula de las cabezas perdidas. Por favor, dígale que la próxima vez procure no perder el corazón. Al no tener jaula de corazones perdidos, jamás recuperamos a esos niños y luego cuentan historias terribles que hacen que todos los pobres de ánimo lloren.

5 Carnaval

Tristancho, por carnaval, se disfrazó de gente.

Tan estupendamente iba que nadie lo vio.

O bueno, sí, todo el mundo lo vio, pero sin reconocer a Tristancho, el niño rubio, el de los ojos azules y pecas a cientos.

Ni su madre, al darse de bruces con él, lo reconoció.

Estuvo todo el día disfrazado de los demás.

Fue el tendero y fue el maestro de Matemáticas.

También el panadero, la hija de su médico de cabecera, que era guapa hasta no poder soportarlo, y hasta fue Tristancho durante unos minutos en los que se sintió desprotegido, desvalido, vulnerable, enfermizamente débil.

Lo mejor de todo fue cuando se disfrazó de su madre y la buscó por las calles hasta que dio con ella y la miró durante unos interminables segundos.

La impresión fue tan brutal que le dio un abrazo y, ahogado en llanto, le pidió perdón, perdón, perdón por lo menos veinte veces.

– Te juro que nunca volveré a ser como tú.

Es una experiencia terrible.

Todavía me duele la cabeza y se me encabrita la boca del estómago.

6 Prohibido aburrirse

Moscas aparte, Tristancho estaba solo en su habitación, aburrido como un caracol en un espejo.

Estaba aburrido como un contador de nubes.

Tenía cinco y una se la llevó el viento.

Ahora quedan solo cuatro.

Aburrido, como un vendedor de eñes.

Los ingleses no comprarían ni una.

Ni lo chinos. Ni los árabes. Ni los coreanos.

Cuando uno está aburrido, repasa todos los países que no tienen eñe.

Y se da cuenta de que España es el único país del mundo que la tiene.

Igual la inventaron los primeros españoles para que los niños como Tristancho se desaburran pronto.

7 Palabras coloradas

La cabeza de Tristancho, cuando bulle en ideas, cosa que no pasa cuando duerme, por ejemplo, se pone colorada como un tomate.

El pelo colorado.

Los ojos, colorados.

Todo muy tomate.

 Hasta la lengua, si es un maleducado y la enseña, es colorada.

 Y las palabras salen coloradas, por supuesto.

Una palabra colorada es una criatura con cien venenos en cada letra.

Para poder ver las palabras coloradas que Tristancho suelta por su boca cuando las ideas le bullen en la cabeza hace falta ser un poco como Tristancho.

Como eso es una cosa dificilísima que casi nadie consigue, pues no se pueden ver las palabras coloradas, pero Tristancho jura y rejura que él las tiene y no es en absoluto tacaño con ellas.

8 Calvo

Tristancho se ha levantado hoy calvo.

Calvo del todo.

Lo mires por donde lo mires, no ves un solo pelo.

No parece ni Tristancho, el niño rubio bla bla bla.

Para que nadie se ría de él como algunos se ríen de los calvos, se ha puesto una gorra.

Ha llenado el armario de gorras.

Ha pedido que su madre le compre gorras verdes, azules, con un pompón carmesí, gorras con orejeras para el invierno, gorras con agujeritos para el verano.

Tanto gusto le ha cogido el calvo de Tristancho a eso de llevar una gorra que ya no quiere que le nazca el pelo.

A partir de ahora, siempre que nos cuenten una historia de nuestro buen Tristancho vamos a imaginarlo con gorras, pero no se nos puede ocurrir quitársela.

No le gusta nada que le vean la calva.

Dice que de repente se ha vuelto coqueto. Que esté enamorado y que los que caen en los asuntos del amor hacen cosas espantosamente ridículas.

9 Un tigre, un tigre, un tigre

TRISTANCHO DE CARAMBEL, DOMADOR DE TIGRES DE BENGALA

Con este letrero en la puerta de su dormitorio quería Tristancho poner en aviso a quienes pasaban.

Como los que solían hacerlo eran papá, mamá y el hermano y todos sabían que Tristancho era un gran embustero, nadie se tomó en serio el asunto.

Fue mamá la que sintió la punzada de la intriga y puso la oreja en la madera de la puerta.

De pronto el corazón le trepó garganta arriba y se le derramó boca abajo.

En el cuarto de su hijo, detrás de la puerta con el letrero TRISTANCHO DE CARAMBEL, DOMADOR DE TIGRES DE BENGALA, había escuchado, claro como una campana en mitad de la noche, un rugido.

– Es que me falta dos sesiones para tenerlo a raya, mamá. Bien domado, no habrá que tenerlo miedo- dijo el niño, medio gritando, desde el interior.

-Te aseguro que mañana no rugirá. Nada.

Y se oyó un chasquido como de látigo.

Ni papá, ni mamá ni el pequeñajo del hermano han entrado en los últimos días al dormitorio de Tristancho.

Huele a estiércol de tigre.

Todos juran que huele a estiércol de tigre.

10 Piratas, zanahorias

La lustrosa zanahoria que Tristancho había birlado de la alacena fue un puñal que atravesó la barriga del oso de peluche que trajeron los Reyes al pequeñajo.

Al oso le sacó un ojo y le puso un parche para que matarlo fuese más fácil.

En las películas de piratas siempre hay un plano de un tesoro debajo del parche del ojo, pero Tristancho ha mirado veinte veces el ojo del oso y ahí no hay nada.

Tampoco tiene una pata de palo.

Ni una novia en las Islas Vírgenes.

Tristancho no sabe nada de piratas, de tesoros y mucho menos de vírgenes.

11 Ruidos

Las ideas son cañonazos en la cabeza.

Esto lo sabe Tristancho y lo sabe cualquiera que en alguna ocasión haya tenido una idea, claro. No digo una idea normal y corriente.

Las ideas de las que hablo son grandes ideas.

Una de ésas que, pasados los días, todavía juegan un partido de tenis en la memoria.

Tristancho, cuando tiene buenas ideas, nota que la cabeza va a estallarle.

Lejos de disgustarle, le encanta esa sensación de olla pitando y de mamá gritando, pidiendo a todos que se quiten de en medio.

Lo que teme mamá es que Tristancho crezca y se enamore.

El amor es una fábrica de ideas.

El amor es una pared cayéndose.

O una planta entera.

Si te gusta una chica, me lo cuentas, hijo mío – le confiesa mamá. – No vaya a ser que pierdas la cabeza de verdad. No como el día del zoo. Digo perder la cabeza con los dos ojos azules y el pelo rubio y esa cara de tonto que se pone cuando a mí se me ocurren las buenas ideas. Y yo no hago ruido.

 

12 Esto es el mar

Al ver el mar, Tristancho quiso ser marinero.

Se vio en cubierta.

Un barco enorme.

Una legión de olas como torres de iglesia.

Millones de peces en las redes.

Luego se vio en cama. Resfriado. Nunca le gustó el agua.

13 La bruja mala de todos los cuentos

La bruja mala de todos los cuentos buscó una noche en los bolsillos de su traje feo de bruja mala y, entre cabezas machacadas de rana sietemesina y saliva de alce noruego, encontró el encantamiento que andaba buscando.

Lo echó en la olla de la forma en que los encantamientos de los bolsillos de las brujas se echan en las ollas.

Así: zas, zas, zas.

Zas.

Zas.

Encantamiento en olla.

Esperó trece segundos a que hirviera y lo miró trece segundos más.

Trece más.

Todas las brujas se equivocan.

En fin.

El puré de patatas más feo del mundo estaba allí, dentro de la olla.

El grumo más feo de todos los grumos.

 Y salía un humor parduzco, pestilente, que se coló por la chimenea y se encaramó al cielo.

Tristancho estaba a miles de páginas del cuento de la bruja mala de todos los cuentos.  Amaestraba tigres de Bengala.

O eso al menos ponía en un letrero colgado en la puerta de su dormitorio.

Lo que le molestó a Tristancho no fue el olor. Ni siquiera que el humo diera vueltas a la habitación.

Lo que le puso de los nervios es que el humo se detuviese al final encima de su cabeza y pareciese enteramente una nube.

Desde hoy podemos imaginar a Tristancho con esa nube de gorro.

Lo malo son los días que llueve.

Lo malo del todo son las noches de tormenta.

Con una nube en la cabeza, uno no pilla el sueño, le ha dicho Tristancho a su madre.

Un mago siberiano auténtico ha venido a verlo desde la Siberia profunda.

Anda como loco con la historia del niño con una nube encima de su cabeza.

Cuando lo ha visto, se ha frotado trece veces los ojos.

La madre de Tristancho le ha dicho no trece veces.

– No se va a llevar usted a mi niño a ningún circo. Eso que le quede claro. Y ahora márchese a la Siberia profunda, si no quiere que le diga a Tristancho que saque del armario al tigre de Bengala.

Como todo lo que se ve mucho acaba por no asombrar, ahora nadie se fija en el humo, en la nube encima de la cabeza.

Ni Tristancho se acuerda de que la lleve.

Vamos, que es como si la bruja mala de todos los cuentos hubiese echado un encantamiento torpe.

A mí me dan mucha pena las brujas, ha dicho Tristancho, bajito, como para que nadie lo oiga. En ese momento, la nube se ha marchado.

14 Sin pelos en la lengua

Tristancho era un niño sin pelos en la lengua.

Hasta doña Cloti, que es una sargentona de cuidado que no regala ni un buenos días a la entrada a misa, lo reconoce.

– Este niño es que no tiene ni un pelo en la lengua.

Pero eso es porque la seño Cloti no se ha fijado bien en la lengua de Tristancho.

Hay uno largo que, al hablar, se mueve con el aire como si un ventilador gigantesco lo empujase y pusiese a bailar como un pelo loco.

Era el pelo molesto que se caía, como sin querer, en la sopa.

Era el pelo del que todos los niños se acaban riendo en el patio del colegio.

Harto de pelo y de risas, decidió Tristancho confiar su muerte a unas buenas tijeras que mamá tenía en la cesta de la costura.

Eran unas tijeras de Albacete.

Las mejores tijeras del mundo se hacen en Albacete, le dijo una vez su madre.

Si ésas fallaban, tendría que cargar con la pena del pelo toda su vida.

Igual ni se echaba novia.

Así que Tristancho se quedó frente al espejo, tijeras en mano, mirando la extensión horrorosa del pelo.

Abrió el instrumento de la salvación y se dispuso a dar el severo corte cuando llamaron a la puerta.

Eran sus amigos.

Uno de ellos traía a un primo suyo que quería ver el pelo gigantesco de Tristancho.

Así que guardó las tijeras, abrió la puerta del cuarto de baño y canturreó por el pasillo, orgulloso de ser un niño con un pelo en la lengua.

15 Quedarse sopa

-¿Y tú sabes dónde nace el Ebro, niño?

En clase de Geografía, Tristancho se duerme.

Así nunca se entera dónde está el Sur y dónde el Norte.

Si Cuenca es provincia o afluente del Bidasoa, que tampoco sabe bien si es río o pueblo de montaña.

-Tristancho, dime, ¿Y el Volga, tú sabes dónde desemboca el Volga?, preguntaba de buenas maneras Don Alberto.

¿En el mar?- respondía Tristancho sin mala intención.

Aparte de quedarse sopa, tampoco le gustaba mucho la Geografía.

NI las matemáticas.

Prefería el inglés, que ya sabemos que no tiene eñes.

O las manualidades.

Son famosas las pajaritas de papel de Tristancho.

Pero todo esto no tiene importancia porque en un cajón, entre los calcetines y una caja con cromos del Atlético de Madrid, Tristancho tiene su lápiz mágico, sí, el que canta todas las respuestas.

16 Pies de plomo

Tristancho, conforme se iba haciendo mayor, andaba con pies de plomo.

El día en que volvió al zoo en donde perdió su cabeza, su madre le advirtió:

– Hijo, no vuelvas a perderte y, sobre todo, no se te ocurra perder otra vez la cabeza.

Tristancho no se perdió en el zoo y su cabeza estuvo siempre encima de sus hombros.

En tres horas no se movió de la valla que separaba un jardincito de buganvillas de la jaula del tigre de Bengala, con quien tenía cierta complicidad que no encontraba en otros animales.

Eso es lo que pasa cuando uno anda con pies de plomo.

Que luego quieres ponerte a andar, pones toda tu voluntad en mover un pie y luego el otro y el plomo no te deja levantar los zapatos del suelo, junto a las buganvillas, frente al tigre de Bengala.

17 Inventos

No daba Tristancho con la tecla que abría todas las demás teclas para inventar algo que no hubiese inventado nadie antes. No daba resultado pensar ni tampoco dejar de pensar. Si pensaba mucho, se le ponía la mente en blanco. Si pensaba poco, se le ponía la mente en blanco.

Si no pensaba nada, se le ponía la mente en blanco.

Pensase lo que Tristancho pensase, pensase o no pensase, mente en blanco.

En un hueco entre pensar mucho y no pensar absolutamente nada, se le ocurrió la idea genial, la gran idea.

En un periquete, inventó la rueda, el teléfono, la televisión por cable, el wifi, la aspirina, la goma de borrar, el pegamento, la imprenta, los autobuses y la pasta de dientes.

En otro periquete, este periquete un poco más largo, pero periquete de todas maneras, volvió a inventar la rueda, por si no estaba inventada del todo.

Hay cosas que se inventan y luego desparecen y no hay forma de dar con ellas. Hay montones de cosas inventadas que están perdidas en las ideas de la gente.

Contento el gran Tristancho por todo esto que había inventado, salió a la calle y se sintió importante.

No se lo contó a nadie.

No lo iban a creer.

En el fondo, le daba lo mismo.

Inventar es fantástico sin tener que contar lo inventado.

18 Brujitas y brujitos

Verónica era brujita antes de nacer porque su madre fue bruja y antes de ser bruja, mucho antes, fue brujita también, en la barriga de su madre, que era una bruja antigua, con una mamá bruja y todo eso.

Tener una familia bruja da ciertas ventajas sobre otras familias.

Cuando llueve, una buena bruja, si de verdad se lo propone y da con el hechizo verdadero, no se moja.

Mira al cielo y lanza un encantamiento a la nube incordiosa.

Así por donde la bruja pasa, no hay nube encima que la incomode.

Ninguna nube, por osada que sea, se atreve a chistarle a una bruja.

Cuando hace un sol de ésos que aplatanan a los perros en las aceras y hacen sudar a las moscas, una bruja, si de verdad se lo propone, no pasa calor ni suda un poquito siquiera.

El encantamiento que inventa sombra le pone una encima.

Un fresquito agradable como pocos invita que invita a la gente a arrimarse y a decirse cosas bonitas y a tenerse cariños que con el calor no se tienen.

Y Tristancho de Carambel quiere ser brujo para que la gente se quiera más y se besen por la calle y se abracen en las colas de la charcutería.

19 Ya no quiero llamarme Tristancho

Harto Tristancho de ser Tristancho, quise ser otro sin dejar de ser Tristancho.

-Cámbiate el nombre, so bobo- le dijo Ulises de Calanda, su mejor amigo.

Y probó con algunos nombres y, viendo que eran pocos y que ninguno le gustaba del todo, probó con más nombres.

Los escribía y luego los decía en voz alta para oír cómo sonaban.

Y sonaban a latas rotas o a cri cri cri de grillos viejos.

Incluso había algunos nombres que sonaban a tormenta  o a día del fin del mundo.

Uno de los que más le gustó sonaba a helado de vainilla con trufa.

Otro no sonaba a nada y le daba dolor de estómago. Otro sonaba a lunes por la mañana. Ese fue el que menos le gustó.

Popof le pareció un nombre fantástico.

Le vino sin pensarlo mucho.

Ya sabemos que si las cosas se piensan mucho, no salen bien.

Popof sonaba a circo ruso.

Como Rusia le quedaba muy lejos y se imaginaba caminos de nieve y gente con la cara de vinagre, dejó a Popof en un rincón de su asombrosa cabeza.

Ajonjolí  era el mejor nombre de todos los nombres posibles.

Después lo cambió por Robert Parker, aunque no era un tigre, y por Clark Kent, sin tener una capa y cagarse de miedo delante de un mendrugo de kriptonita.

– ¿Te gusta Peter Pan? – dijo Ulises de Calanda.

Y Tristancho fue todo el día de Popof a Peter Pan, de Clark Kent a Ajonjolí, sin decidirse seriamente por ninguno.

Por la noche, a poco de meterse en la cama y cerrar los ojos y pensar en su tigre de Bengala, Tristancho dijo en voz alta_

– Me llamo Tristancho de Carambel, me llamo Tristancho de Carambel-

Debió decirlo veinte veces porque su madre abrió la puerta y le preguntó si le pasaba algo.

– Nada, mamá, descuida. Es que estoy cambiándome de nombre y ninguno me gusta.

Duerme, hijo, duerme, piensa que no hay nadie en el mundo que se llama Tristancho de Carambel. Había un Tristancho en un cuento que leí hace muchos años, pero he perdido el cuento.  El día en que lo encuentre, si tengo esa suerte, lo guardo para no encontrarlo nunca más. Y podrás ser el único Tristancho de Carambel del universo.

Y se durmió pensando en las rayas del tigre de Bengala y en el ruido que hace la lluvia cuando despierta a las flores.

 

20 Canicas, cromos, trompos

A Tristancho le sobran catorce canicas azules y cuatro rojas, trece cromos y un trompo muy viejo.

Es que no le cabían en ninguno de los bolsillos que llevaba.

Ni en el pantalón.

Ni en el abrigo largo.

Esos estaban llenos de canicas verdes, amarillas, azules, blancas, rojas.

Y había unos cien cromos y un trompo nuevo a estrenar.

En el cajón en donde estaban sus calcetines, había más canicas, más cromos y otro trompo, cascado, con la punta metálica vencida por un golpe extraordinario.

Como no tiene sitios en donde guardar todas las canicas, todos los cromos y todos los trompos que va encontrando por ahí, ha decidido meterlos en un cuento.

Ha cogido un papel en blanco y ha escrito un cuento.

Después de leerlo, contento como nunca, ha pensado que los cuentos son escondites formidables para las cosas que no saben qué hacer con ellas.

En el que está escribiendo ahora hay un elefante y doce lobos siberianos.

Está aterrado pensando que salgan de las palabras y despierten a toda la familia en mitad de la noche.

Fue la navidad más hermosa de todas para la familia Martínez Granados. Ni George Bailey, abrazado a todos los suyos, sintió una felicidad parecida. Y os aseguro que en navidad no hay nadie como George Bailey. Ninguna criatura del cielo o del infierno, que ande, tosa, hable o duerma posee la alegría infinita que tuvo George Bailey poco antes de que Frank Capra terminara de montar la última escena de la mejor película navideña del mundo. Se admiten otras posibilidades.

LA PIEDRA AL AGUA

por Angéline

Aunque deseaba más que nada en la vida ser un niño, el pequeño muñeco de nieve escudriñaba la habitación buscando alguna imagen familiar sin conseguirlo, alguien como él, de lana, que le infundiese tranquilidad en aquella eterna contemplación sin objetivos. Desde donde estaba sólo veía en aquel instante a Ilena colgando alegremente adornos navideños por la casa, con sus rastas al viento, los pantalones de colores, las botas aparatosas, la casaca brillante, un ojo violeta, el otro azulado, la sonrisa más franca y desenfadada que una joven maga pueda exhibir. Y un ambiente limpio, luminoso, pero continuo, lineal, asfixiante. Mientras tanto él se encontraba en la segunda fila de ningún sitio. A cada lado de su cara había un farol en el estante que lo dejaba medio escondido, fuera de la vista de cualquiera a no ser que uno se fijase bastante en un sombrerito rojo con una flor del que, hacia abajo, surgía milagrosamente un muñeco, pero era tal la actividad en la casa de día y la quietud en la noche que ninguno de los visitantes amigos de Ilena, de los objetos, de las luces, sonidos, reparaba en él. Y después estaban aquellos sueños, aquella playa nocturna en verano, un horizonte que se acercaba suavemente hacia él, como si la distancia cobrase vida por la noche y jugase a desperezarse. También una cierta alarma, aunque no alcanzaba a saber de dónde salía, mientras en la casa pasaban interminablemente los días y él era sólo una presencia estática, un par de ojos que escrutaban día y noche, una sonrisa permanente bajo una nariz de zanahoria, un formulador de susurros mentales. ¿Hay algo más terrible que no formar parte de nada? – se lamentaba el muñeco en la oscuridad, soñando de nuevo con tener un cuerpo ágil que chapotease en la playa antes de volver a casa por la noche. ¿O acaso su existencia se reduciría a mirar perpetuamente una habitación tras unos faroles? Sin duda no hay mayor terror que la soledad descarnada, cuando cada minuto se apila sobre el siguiente creando una eternidad inservible, un cúmulo de horas para dedicar a nada, faltando los afectos, la intención, la necesidad de ser, de hacer, de esperar algo o a alguien que cambie esos minutos y los transforme en tiempo, en presente, en motivo para que la vida tenga un sentido. Y de repente, sin tiempo para maravillarse de algo semejante, la magia del veinticuatro de diciembre estaba consiguiendo algo inaudito, arrastrarle a otra dimensión en la que podría al fin cerrar los ojos, dormir y ser un niño al despertar.

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La piedra rebotó tres veces sobre el agua y pareció fundirse con la noche, privando al oído que la esperaba, atento, de ese último sonido entre rendido y festivo que tienen los chapoteos. Daniel sonrió desde su escondite, en cuclillas sobre sus pies descalzos, al abrigo de la muralla del malecón. Las olas mecían entre destellos plateados la basura del final de la jornada. Cartones y plástico que los turistas habían abandonado en la arena durante el día y que en la penumbra formaban como un ejército de sombras a la deriva, un desolador batallón de cuerpos inertes. Se levantó con pereza y cogió el carrito, una chapa desvencijada a la que había instalado las ruedas de unos patines viejos. Colocó con cuidado el cartón en la bolsa más grande y cruzó la arena hasta la carretera. Del bolsillo sacó un pedazo de tasajo y lo masticó, somnoliento, camino de la chabola. En la negrura del paso que bordeaba la playa parecían converger todas las fuerzas. El sueño, el cansancio, la poca energía con que movía los dientes. No supo en qué momento dejó de masticar, de tirar del carro por una cuerda que ya había construido su propio canal entre la piel de su mano infantil, a fuerza de repetir el esfuerzo uno y otro día. Sólo distinguió el mástil de la bandera que a esa hora descansaba en el puesto cerrado del socorrista y poco después se sintió engullido por el paisaje, arrastrado a una larga caída que terminó a escasos centímetros de un suelo que no llegó a estremecerse porque no hubo impacto.

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El árbol se encogió, indulgente, esperando la descarga. El túnel situado bajo sus raíces retumbó con las ruedas del carrito, con la risa siempre incandescente de la maga y poco después, apagados los ecos felices de aquel descenso loco, pudo escuchar el familiar ritual sonoro de la vivienda de su estrafalaria vecina. Entretanto Ilena saludaba como siempre a la casa con una frase alegre, abría y cerraba los cajones de la cocina regocijándolos con el pequeño paseo al que los sometía. Tiraba de las cintas de las campanitas que colgaban del techo, ruborizando a las más antiguas que se entregaban a un baile pendular espontáneo hasta que volvían a su lugar, expectantes. Escribía en la pizarra de la pared, que parecía hinchar el pecho para ello, un número al azar, una palabra interesante y un nombre. Pasaba su mano por las encimeras haciendo brotar destellos, agradecidos por la caricia. Se abrazaba al busto de costurera que dividía los dos ambientes de la casita y danzaba unos pasos con él, arrancando leves tintineos a las campanitas cuando revolvía el aire, imperceptibles movimientos a los cajones que no podían evitar abrirse levemente para atisbar con timidez y una sonrisa niña la acostumbrada danza de Ilena, que era como un saluda siempre refrescante. Hacia la noche todo pareció quedar reducido a un silencio mullido y confortable, apenas roto por el leve roce contra la chapa de la rueda del carrito de Daniel; la última vuelta antes de detenerse por completo junto al resto de los objetos inquietos de este cuento, en el sótano.

 

Ahora es cuando Ilena podría decir con ternura aquello de “La miseria, Daniel, no es solo la ausencia del bienestar. Algunas veces la gente ..” pero no le gusta teorizar en abstracto. Si le ha secuestrado un instante ha sido para protegerle, para evitar que al llegar a la chabola le molieran a palos. Era tarde, su padre estaba borracho y Daniel tenía sueño, la guardia baja, ganas de fundir todos los mundos en uno y abandonarse al descanso sobre el camastro. No hubiera podido defenderse, escondiendo su cuerpo larguirucho tras los brazos, como las otras veces. La joven maga sabe que algunas noches sueña que es un muñeco de nieve, que le gusta pensar en la navidad de las películas. Esas habitaciones tan llenas de luces, centelleos, manjares sobre fuentes, manteles de colores. Rojos y verdes junto a dorados y amarillos. Regalos con papeles brillantes, figuras de Papá Noel, risas. Y aunque le fascinan los villancicos, los tintineos de los cascabeles, el crepitar de las llamas en las chimeneas, como le gusta escuchar el volteo de las olas cuando se estrellan contra la orilla, lo que realmente desearía esta navidad, más que tener un muñeco de peluche al que abrazar sería ser uno de ellos durante unos días y contemplar la vida sin interrupciones, dejar volar la imaginación arropado en un hogar cálido, acunarse en los brazos de alguien, sentir una caricia espontánea que no terminase en un golpe. Cuando despierte se encontrará en su cama, su padre habrá curado la borrachera con una extraña noche de sueño profundo y reparador y en cuanto se levante lamentará la mala vida que da al chico y pensará en viajar hacia el norte, regresar al pueblo donde nació, buscar un trabajo entre la gente que le conoció antes de haberlo perdido todo.

 

Sería fantástico terminar el cuento diciendo que a estas horas Ilena baila con el busto, el muñeco y Daniel son un único ser, aunque por momentos puedan ser dos y que una sensación de felicidad nos inunda pero no sería del todo cierto porque he visto salir disparada a Ilena por la ventana del ático con la cadenita de espejos rodeando su cuello y eso es, al menos, preocupante. En otro cuento, claro, por hoy ya hemos tenido bastante. Sólo nos queda cerrar los ojos y escuchar el leve chapoteo, la piedra al agua.

EN BEDFORD FALLS SIEMPRE NIEVA EN LOS PUENTES

por Alex Herrera

«Llegué a mi hogar, que ya no era mi hogar,

pues ya no estaba cuanto hacía que lo fuese»

Edgar Allan Poe

En su decimotercer cumpleaños, Javier recibió como regalo un cuaderno de tapa dura de color gris plomizo adornado con la silueta ennegrecida de un escarabajo en la esquina inferior de cada una de sus cien páginas blancas surcadas por doce renglones horizontales azules. Desde aquel mismo día, Javier abrió el cuaderno para dedicar el último tramo de sus noches a recopilar cualquier suceso reseñable acaecido en su vida con la pluma rota que una vez perteneció a su madre; la misma que trazaba dos líneas paralelas, una constante y otra difusa, en el papel delicado de aquel cuaderno que su padre compró durante un viaje a Suiza. Y así fue que escribió cada detalle de las reprimendas recibidas en el colegio, sus primeros y frustrantes escarceos sexuales, las lágrimas que brotaron de los ojos de su madre cuando recibió aquella carta en la que su padre le anunciaba que no regresaría jamás, la angustia que invadió las calles de la ciudad el día que estalló la guerra civil, su primera noche uniformado tras ser reclutado por el bando republicano cuando trataba de cruzar la frontera francesa junto a su madre y su hermana, el trozo de metralla que se incrustó en su pierna izquierda en un prado aragonés una noche de luna llena y los largos meses pasados en un campo de prisioneros hasta que un día, un cabo gordo de espeso bigote rubio, le entregó una cartilla militar en blanco, un abrigo raído que habría tenido no menos de una docena de dueños, una maleta de cartón agrietado, siete pesetas y le dijo: “Ahora tu vida no nos pertenece. Aprovecha tu suerte” y le dejaron marcharse por una calle de Ávila empedrada que olía a leña y a castañas asadas.

Consideró una señal que cien metros después de haber dejado atrás su cautiverio, se encontrase frente a un comercio en el que invirtió quince céntimos de su nuevo capital en comprar su vigésimo quinto cuaderno. Éste tenía las tapas blanquecinas, como de un gris gastado por el tiempo pasado apilado en cajas de algún sótano húmedo. El papel de sus páginas tan era grueso y legañoso que impedía que la tinta se deslizase por él sin provocar un ruido tan áspero como los campos helados que se extendían frente a él en la encrucijada de caminos en la que decidió su destino. Hacia el norte le esperaba el frío y lo austero. Hacia el sur el calor tórrido y la penuria. Pasó un buen rato mirando hacia ambos lados sentado sobre su maleta de cartón hasta que un camión lo recogió. El camión se dirigía hacia el centro, y a Javier le pareció bien.

Instalado en Madrid, no le costó demasiado esfuerzo encontrar trabajo como corrector de pruebas en una de las tres editoriales que aún sobrevivían en una ciudad teñida de gris. Pocos sabían leer correctamente, y de éstos eran aún menos los que habían logrado sobrevivir a las balas y al hambre. El día que una joven de diecisiete años llamada Adela se incorporó como aprendiz, Javier escribió en su cuaderno que aquella chica de nariz larga y respingona sería su esposa. Se casaron en nueve meses después. Era el año 1941. Ella, huérfana de padre y sin hermanos, apenas pudo presentar cinco invitados en su lado de la iglesia aquel 12 de abril. Cinco invitados más que en el lado de él. El padre de Javier había dejado de enviar cartas hacía demasiado tiempo, y de su madre y su hermana no tenía noticias desde hacía años. Las dio por muertas o cautivas en algún campo de refugiados francés. No podía hacer nada salvo jurar que bautizaría a su primogénita con el nombre de su madre. El cura bendijo su unión mientras Javier murmuraba algo inaudible. Adela le miró entonces. Javier miró a Adela.

En 1943 nació Clara, siete meses después de que Adela fuese despedida por quedarse embarazada sin pedir permiso a su jefe. Javier salió en su defensa, y como resultado fue despedido por faltar al respeto a un superior. Se marcharon de la editorial cogidos de la mano por las calles de la ciudad gris. Se marcharon felices porque, como dijo Adela, sus padres llamaban amo a su jefe y ellos se había marchado de allí llamado cretino al suyo. Javier encontró trabajo en la segunda de las tres editoriales que sobrevivían en la ciudad gris. Si las cosas iban mal, bromeaba, aún les quedaría una más.

Pasaron los años. Tres años con las paredes de su casa sin encalar y las manchas de humedad crecientes. Acababa de comprar su cuaderno cuadragésimo séptimo, de pastas negras flexibles poblado por hojas duras de color blanco amarillento, cuando dejó de escribir para siempre. Su última entrada la garabateó un 25 de diciembre de 1946.

“Clara nació rubia, pero su pelo se oscurece cada día que pasa, como si el hollín que cae del cielo se fuese a posar únicamente sobre su cabello. El mío comienza en blanquear por los costados. Adela se burla de mí, diciendo que me aporta un aspecto distinguido, como si mi porte fuese del de un embajador de un país venido a menos. El cabello de Adela sigue siendo cobrizo. Lo cepilla exactamente 53 veces cada noche por cada lado antes de acostarse. ”

El 26 de diciembre de 1946 no ocurrieron demasiadas cosas reseñables en la ciudad gris. Un gorila traído del Congo escapó de su jaula e hirió a dos de sus cuidadores. Uno de ellos perdió un brazo a causa de las heridas. Uno de los ganadores del sorteo de Navidad extravió su boleto en el asiento trasero de un taxi cuando se dirigía a cobrarlo. El taxista se lo devolvió, y la ciudad tuvo un efímero buen samaritano que fue olvidado la semana siguiente. Se  produjo un incendio en la calle del Espíritu Santo. No hubo heridos, pero el seguro se negó a hacer frente a ninguna indemnización pues los recibos de pago no estaban al día. Nada estaba al día en la ciudad gris. Se produjo un suceso más, penoso, del que se habló en cada tasca, en cada portal, en cada esquina mohosa de la ciudad: un atropello mortal en la calle del Barco. Una mujer joven de pelo cobrizo y una niña de pelo castaño oscuro fueron atropelladas por un camión de reparto de gaseosas que daba marcha atrás. Fue la noticia de portada en los diarios del día siguiente. No circulaban demasiados coches por la ciudad gris, y aún eran menos frecuentes los atropellos. Javier compró los siete diarios que encontró en el kiosko cercano a su casa, recortó la reseña cuidadosamente en cada uno de ellos y las quemó en un infiernillo. Después devolvió los periódicos al atónito kioskero. “Ahora están bien”, le dijo.

Había pasado semanas cuando Javier volvió a atreverse a pisar la calle, amenazadora y siempre gris. Lo hizo para buscar en tiendas de segunda mano un arma de fuego que aún funcionase. La encontró en una de ellas, cerca de la calle del Pez. El vendedor le advirtió de que el percutor fallaba en ocasiones y de que no tenía munición para el arma, ni siquiera tenía autorización para venderla. Debía ser consciente de que le estaba haciendo un gran favor, y por lo tanto su precio debía ser ligeramente superior al del resto de sus baratijas. A Javier no le importó. Sacó todo el dinero que guardaba en su cartera y lo dejó sobre el mostrador sin preguntar el precio y se marchó. La pistola era suya, un revólver Nagant de fabricación rusa que guardó en un cajón de la cómoda de la habitación que compartió con Adela. La cuestión de la munición no le importaba, estaba seguro de encontrarla llegado el caso. Lo importante era que ahora disponía de una puerta de salida a su angustia. Por las noches, sacaba la pistola de su cajón, la desprendía del paño de cocina que la envolvía, y se sentaba frente a ella, mirándola fijamente hasta que el sueño le vencía. Entre las tres y las cuatro de la mañana, invariablemente cada día, se despertaba, apagaba la luz de la lámpara de mesa del salón y se dirigía a la cama que compartió con Adela y en la que jamás volvió a dormir. Se sentaba sobre ella y guardaba la pistola en su cajón antes de regresar al sofá para agotar allí el resto de la noche. Y así pasaron los días, después los meses y más tarde los años, si bien, en cada ocasión que Javier ponía los pies en la calle, parecía invierno  como si los meses oscuros hiciesen juego con su estado de ánimo. Ocurrió entonces que Carmela, la portera, comenzó a evitar su mala sombra. Después fue Agustín, el kioskero, quien le retiró el saludo y la mirada. Más tarde Concha, la vecina del segundo D. Finalmente la marea negra que parecía seguir sus pies alcanzó la oficina color ocre en la que trabajaba. Allí fueron sus compañeros los que se alejaron de él. Un día entró en el despacho del director, reclamado por los excelentes resultados obtenidos en su trabajo. Un ascenso a supervisor le esperaba en un sobre cerrado que nunca se abrió. El señor director se angustió tanto al verle que al salir del despacho llevaba entre sus manos una carta de despido.

Le quedaba una editorial en la que Javier ni siquiera se molestó en visitar en busca de empleo. Decidió soportar su perenne invierno con el dinero ahorrado en la cartilla del banco. Ya pensaría después qué hacer. En realidad, Javier no tenía ganas de pensar en un plan. Su rebelión contra la fatalidad consistiría en brindarle su propia muerte por inanición si es que el frío no se lo llevaba antes. Miró la cartilla del banco:  Nueve mil trescientas catorce pesetas en el haber. Suficiente para ocho o nueve meses calculó. Era marzo de 1948.

Sin embargo Javier no se convirtió en un monje. Así lo creyó al menos Felisa, la vecina del tercero C, quien desde hacía meses había comenzado a visitarle cada domingo atraída por sus sienes blanqueadas y el estado civil de Javier. Viuda a sus 44 años, el haber tenido cinco hijos con su finado esposo no la impedía mantener una voluptuosa figura que hacía girar los cuellos de muchos hombres que se cruzaban en su camino por las calles de la ciudad gris. Pero ninguno de ellos fue nunca Javier, quien correspondió a sus visitas ofreciéndole pastas arenosas mientras ella aportaba una botella de anís aguado que nunca parecía tener final. Un día ella, cansada de los escasos avances obtenidos en meses, se quitó la ropa frente a él. Javier la miró, se levantó de su butaca y le alcanzó el vestido que se acababa de deslizar por sus piernas. Felisa nunca volvió. Javier no la echó de menos.

Decidió emplear sus ahora disponibles domingos en acudir al cine Callao. Le gustaban los westerns, las comedias que incluían hombres con frac y mujeres con vaporosos vestidos de noche y las películas de James Stewart,  y aquel domingo tardío de marzo estaba anunciada una película de James Stewart . “Una película navideña en marzo. Que desatino”, se dijo, pero compró su entrada y ocupó una butaca lateral en la enorme platea casi despoblada. Dos horas más tarde, al abandonar la sala, su rostro parecía iluminado, como si Javier fuese portador de una buena nueva o víctima de una inesperada epifanía. Era ya noche cerrada, pero decidió recorrer las calles desiertas en aquella noche de fría primavera temprana. De camino, buscó flores en las rendijas de las agrietadas aceras. Signos del triunfo de la vida similar al que acababa de presenciar, pero no encontró ninguna. Llegó a casa pasadas las diez. Aquella noche, por primera vez en años, no sacó la pistola de su cajón.

Fueron tres noches sin dormir lo que siguió a aquel domingo en busca de flores. Tres noches en las que Javier miró por la ventana del salón en busca de nieve. “Casi nunca nieva en Madrid”, pensó, “y nunca lo hace en Navidad”. Se dio cuenta de que la nieve nunca había aparecido durante los largos inviernos. La echó de menos, del mismo modo que le faltaron los puentes de madera, los gimnasios reconvertidos en pistas de baile, los envilecidos banqueros minusválidos y las chicas bonitas con blusas ajustadas. Las chicas de la ciudad gris nunca vestían blusas ajustadas. Debía recuperar la ilusión, del mismo modo que lo había logrado George Bailey en la película que vio el domingo en el cine Callao. De acuerdo que no estaba Adela ni estaba Clara ni estaban su madre y su hermana, pero él aún seguía marcando huellas con sus zapatos. Javier abrió cada cajón y cada puerta del armario. Miró en las cajas apiladas bajo la cama y en el maletero del pasillo. Abrió incluso las cajas con ropa de Adela y Clara que él mismo había sellado hacía cinco años. Pero no encontró ni uno solo de sus cuadernos. Buscó en sus bolsillos unas monedas que diesen alivio a su angustia. Ni siquiera las extrajo de su escondrijo, bastó con palparlas. Después descendió por las escaleras y pisó la acera agrietada. La ciudad seguía siendo gris, pero la marea negra que le perseguía ya no estaba. Javier la buscó, dando vueltas sobre sí mismo al punto de hacer creer a los transeúntes que se trataba de un loco. Después sonrió antes de dirigir sus pasos hacia la papelería más cercana.

El nuevo cuaderno fue el primero después del último. Una frase que no tenía sentido para nadie salvo para él. Sus pastas eran azul cobalto y estaban decoradas por la silueta de un centauro en la esquina inferior. Sus páginas eran de un blanco inmaculado similar a las de su primer cuaderno. Sin embargo no eran suaves como aquellas, pero su rugosidad no impidió que las acariciase. Escribió su primera frase de un modo ceremonioso, tomando un bolígrafo de color negro con delicadeza, como si de una mercancía valiosa se tratase. “Tengo un plan”, escribió.

El plan se puso en marcha al día siguiente. Javier no tenía tiempo que perder. Primero buscó mapas específicos de los Estados Unidos de América en los que pudiese localizar con exactitud la situación de la ciudad de Bedford Falls. Sabía que se encontraba en el estado de Nueva York, sin embargo le resultó imposible localizarla en los dos únicos libros al respecto que encontró en las bibliotecas. Ni en “Geografía de Norteamérica”, ni en “Estudio de geografía, orografía e hidrología de los Estados Unidos de América” logró hallar rastros de la ciudad. Después se le ocurrió escribir a la embajada norteamericana, solicitando información sobre la ciudad y cómo podría viajar al país. Recibió respuesta cinco días más tarde, indicándole que necesitaría un visado que variaría en función de la naturaleza de su viaje y que la ciudad de Bedford Falls no figuraba en ningún listado federal. Por lo tanto, la ciudad no existía.

Pero Bedford Falls existía. Tenía que existir. A tal conclusión  había llegado Javier cuando vio por octava vez la película en el cine Callao. Optó por una alternativa improbable, envió una carta a los estudios Liberty Films, Los Angeles (California), confiando en que la pericia del servicio postal estadounidense haría que la misiva alcanzase a su destinatario. Más complicado fue rellenar la carta con frases legibles. El nivel de inglés de Javier era nulo, por lo que se afanó en encontrar ayuda que encontró rápidamente en los perplejos ojos de un catedrático universitario de filología inglesa al que abordó a la salida de una clase. El profesor se encontró ante sí con un hombre de mediana edad, estatura justa y modales pulcros. Un hombre que le extendía la mano junto a una extraña petición. Media hora más tarde, ambos escribían una carta sobre una fina lámina de madera que coronaba una mesa del café Ártico. El profesor se entusiasmó tanto con la historia de Javier que, al despedirse, le pidió que le mantuviera informado sobre sus avances en busca de la enigmática ciudad de Bedford Falls.

El esfuerzo obtuvo recompensa. Siete semanas más tarde, el buzón de Javier abandonaba su estéril estado natural para ofrecerle una carta llegada desde Hollywood (California). Las manos de Javier temblaron al rozar con sus yemas la palabra Liberty. Subió las escaleras de modo aturullado en busca de un lugar cómodo en el que comprobar las sorpresas que guardaba aquel sobre de dimensiones colosales en su interior. Preparó café, se sentó junto a la ventana, provisto del diccionario inglés/español que debió entregar en la biblioteca tres semanas antes, y abrió el sobre. La misiva, escrita en un suave papel de color celeste (detalle que embargó a Javier)  estaba redactada en un perfecto español con dejes latinos e incluía una fotografía del agente de policía Bert forcejeando con George Bailey sobre un puente mientras la nieve arreciaba.

“Estimado señor. En respuesta a su correspondencia le informamos que la ciudad de Bedford Falls no existe. Se trata de una creación de nuestros guionistas inspirada por la ciudad de Seneca Falls, NY. En cualquier caso, el rodaje, en modo íntegro, se llevó a cabo en nuestros estudios de la ciudad de Los Angeles. Agradecemos su cálido interés y le remitimos una estampa del film. Gracias. Agnes”.      

Y Javier se derrumbó. Necesitaba creer que Bedford Falls existía. Era todo tan convincente, tan impregnado de verdad. No, Agnes se equivocaba. Bedford Falls existía. Y él no iba a demostrar.

Empleó los meses siguientes en recolectar el dinero necesario para viajar hasta Nueva York en busca de una ciudad evanescente. Limpió sus zapatos, se vistió en su único traje y se presentó en la tercera editorial de la ciudad gris en busca de un empleo como corrector. Dadas sus credenciales fue rechazado sutilmente, pero con firmeza. Aún pasaron tres semanas hasta que Javier encontró trabajo como mozo de almacén. Era el doble de viejo que sus compañeros, pero cargaba más peso que ninguno de ellos. Pronto su espalda comenzó a crujir y sus manos delicadas se agrietaron, lo que no impidió que dedicase la última hora de su vigilia a seguir rellenando cuadernos con planes de viajes, rutas de rastreo y torpes bocetos difícilmente reconocibles para nadie que no fuese él. En uno de ellos aparecía el puente de Bedford Falls. En otro la fachada del bar de Nick. En otro, George y Mary besándose en unos matorrales. En otro, Adela atusándose el pelo con un peine de falso marfil…

Javier previó su partida en un máximo de dos años, pero pasaron cinco. El día previo a la nochebuena de 1952 hizo sus maletas y comenzó una ronda de despedidas que incluía a sus compañeros, sus jefes, sus vecinos (incluida Felisa, quien le dedicó una amarga sonrisa) y el kioskero que seguía desviando la mirada cada vez que le veía pasar. Años de austeridad comiendo sopas de ajo a diario, negándose el placer de leer el periódico un domingo por la mañana al calor de un café y habían dado sus frutos. Una consistente cantidad de dinero ahorrado le serviría para emprender un viaje que no tendría retorno. La primera etapa le conduciría hasta Bilbao en autobús. Desde allí, tomaría un ferry hasta Southampton donde embarcaría hacia Nueva York en el primer barco que tuviese pasajes a la venta. Con suerte, antes del nuevo año. Luego, en los Estados Unidos, sería cuestión de buscar en las coordenadas adecuadas porque Bedford Falls estaba allí, Javier lo sabía. El lugar en el que comenzar una nueva vida. El lugar en el que poder bailar hasta que le doliesen las rodillas. En el que los milagros podían hacerse realidad.

La noche previa a su partida, empaquetó cuidadosamente todo aquello cuanto no pudo introducir en su maleta y lo apiló en el cuarto de Clara. Después se sentó junto a la ventana para ver cómo su último día en la ciudad gris se desvanecía. Durmió tan profundamente como no lo había hecho en años.

Un cegador resplandor le despertó antes de que lo hiciera el despertador. Javier no se sorprendió al ver lo qué le aguardaba tras los cristales de la ventana. Una tupida capa de nieve de más de un metro de espesor cubría una ciudad ahora blanca y en silencio. Puso la radio.

“La inesperada nevada caída en Madrid ha obligado a suspender los servicios ciudadanos hasta nuevo aviso. Las carreteras están cortadas y las vías de tren colapsadas por la nieve. La ciudad está incomunicada. Las autoridades recomiendan que no salgan de casa hasta que la situación esté controlada”

Javier hurgó en su maleta hasta rozar con los dedos la estampa ofrendada por Liberty Films. La prendió de una pared con tres chinchetas de cabeza esmaltada. Volvió a sentarse junto a la ventana. Miró la nieve…

7 pensamientos en “Cuatro Cuentos y una Canción de Navidad…

  1. Del relato de Angeline me gusta su magia, su tono sereno, su empatía por los derrotados de la guerra navideña.
    Del de Emilio me gusta que es el verdaderamente navideño, la ilusión, la mirada pura y no maleada.
    Del de Alex me gusta ese final, abierto, un final que lleva a otra historia, un mundo en que es posible creer en la utopía capriana, al menos conservar esa capacidad de creer.
    Del mío no diré nada.

  2. Como editor y convocante no debo hacer otra cosa que agradecer vuestra participación. Siempre faltos de tiempo y siempre con mil preocupaciones encima. Gracias!

    Puede leer los cuentos, tras muchos esfuerzos empleados en imprimirlos, dos días antes de una publicación que tampoco me resultó sencilla. Disculpad cualquier error cometido.

    El cuento de Angéline es una hermosa joya que evoca la magia y la conjuga con el desencanto. El de Emilio es divertido y frondoso. Pletórico en su prosa y en todo cuanto insinúa. El de Mycroft es una declaración de intenciones que pretende hacer brotar la esperanza por encima del desencanto. La Navidad es todo cuanto habéis contado. Lo mejor de cada cuento es que os pude reconocer, más allá de vuestro estilo literario, en cada uno de los párrafos. Sois vosotros y estáis aquí, conmigo. Fue hermoso compartir la Navidad con vosotros…

  3. Creo que Tristancho ha dicho algo muy bonito (entre el resto de otras cosas adorables que piensa), «los cuentos son escondites formidables para las cosas que no saben qué hacer con ellas». Recuerdo a un compañero de colegio en mi adolescencia que tenía el pelo afro y escondía pequeñas cosas que nos robaba entre sus rizos apretados. Más tarde nos las devolvía como si fuese un mago, en el medio de una pirueta solemne. Con los cuentos sucede que tienen también pasadizos. Y pequeños bolsillos, cajones altos donde guardan ideas sin pulir en su carpeta de borradores del template, cajitas femeninas y sobres lacrados que se despegan misteriosamente para acoger una posible nueva idea para ese cuento o para otro (y luego se cierran aparentemente herméticos pero no es cierto, pueden levantar su ala para guardar más y más secretos si llega el caso), disfraces perfectos para que uno de nuestros sentimientos no salga al escenario del cuento con su cara de verdad y los demás, el público que lee, puedan decir que lo conocen, señalándole con el dedo y llamándole por su nombre (Claro que después hay otros magos entrañables, que los reconocen incluso con el disfraz, más allá del estilo literario, en cada párrafo). Ha sido una gozada leer los cuentos y conocer vuestras voces. A mí me gusta viajar las historias que leo, entrar en ellas, respirar el olor de sus ciudades y sentarme en una escalera con el personaje principal, en uno de esos momentos que guardan para sí pero ya puestos, agradecen compartir con alguien en el descanso del rodaje. O acostarme a su lado mientras duermen, escuchar (como diría mi adorado Banville en «Imposturas») el chisporroteo de sus mentes, comprensivamente. He estado apoyada en la barandilla de un puente, charlando de suicidio, encaramada en el techo de un coche amarillo que afortunadamente no tenía ganas de chocar, caminando por la calle con un niño disfrazado de gente, frente a unos pies de plomo, un lápiz mágico y un tigre de bengala. Sentada sobre una maleta de cartón al lado de Javier (esto creo que ya lo había vivido y si no fue así se le parece mucho), mirando la nieve desde esa ventana.. Y los viajes han hecho que la navidad tenga este año más páginas, más imágenes y mi sincero agradecimiento por incluir entre ellas las mías. Un beso a todos.

  4. De Mycroft me gusta mucho su estar en la tierra, la visión epidérmica, a ras de la realidad. Tienen sus cuentos (éste más que otros) una amargura no siempre irresoluble. Alzan vuelo. Domina (sin dominar del todo) al que yo no domino en absoluto: los diálogos. Soy incapaz de meterlos en una historia. Me chirrían. Ese arte hace que un escritor lo sea más firmemente. La escritura de Álex la conozco muy bien. Son muchas letras. Escribe el mismo cuento, pero lo viste de un modo diferente cada vez. No es un reproche, qué va a serlo, no podría. El mismo cuento con otras luces. Nuevas luces a través de las mismas viejas ventanas. No se entienda peyorativamente la palabra viejas. Es el único de los cuatro que vive en Bedford Falls durante todo el año. De Angeline me gusta que sea tan diferente a nosotros. Su historia es, a mi modo de ver, la mejor. No es por ser la más nueva. Mientras que la leía, la estaba viendo. Además fluye muy bien. Se oye muy bien adentro. No sé si todos (Alex, Mycroft y un servidor más que Angeline) hemos tocado lo navideño. La película de Capra nunca estuvo más presente. El año próximo podriamos declararla non grata. Mi cuento es el segundo cuento. El primero lo perdí en un barullo de archivos que terminé borrando. Es el segundo, pero no el que me guste menos. Me gusta por lo que tiene de oral. Nunca escribí para niños. No volveré a hacerlo. No es solo que me cueste. Es que es más difícil que escribir para la corte de la crítica.

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