Un cuento y una canción de Navidad…

Llega la Navidad y este lugar recobra la vida para dispensar un cuento elaborado a toda velocidad y sin filtro. Una vida frenética me impide dedicar el tiempo que merece a mi relato. Una pena porque Rodrigo Pérgamo y Violeta merecen mayor cuidado y atención.

Poco puedo añadir a lo que he escrito a lo largo de todos estos años. La cuestión es tan sencilla como sentarse junto a la hoguera virtual y acompañar el fluir de la noche mágica con historias relativas a ella mientras suena una canción. En esta ocasión será John Lennon quien cante a la Navidad en este desolado lugar.

No ha sido un buen año para quien esto escribe. Espero que sí lo haya sido para quien lo lea y que el año que está por llegar sea generoso para todos los que aún tenemos fe.

Feliz Navidad a todos!

LA NAVIDAD DE RODRIGO PÉRGAMO

I


En ocasiones no conviene preguntar. Y ésta es una de esas
ocasiones. Además, nadie sabría dar una respuesta certera
de cómo y por qué ocurrió. Lo único destacable de aquellos
tristes años fue que conocí a Rodrigo. Un tipo anciano, o
casi.


El mismo año en que me mudé a la calle Nueva, Rodrigo
Pérgamo se declaraba a Violeta. También aquel año
comenzó la deriva ahí fuera. Primero se empezó a hablar
mal de la Navidad, algo que en realidad siempre se había
hecho en determinados ambientes. El año en que Rodrigo
compró violetas para Violeta algunas personas, extremistas
los llamaron entonces, boicotearon la celebración de la
Navidad sin que demasiada gente secundara su acción.
Poco a poco, conforme pasó el tiempo, los “extremistas”
fueron siendo más y dejaron de llamarlos así. Siete años
más tarde el número de los que celebraban la Navidad y los
que no lo hacían se había equilibrado. Diez años después la
presión sobre los ayuntamientos fue tal que algunos de
ellos dejaron de adornar las calles con motivos invernales y
religiosos. Hoy, solo catorce años después, celebrar la
Navidad está tan mal visto que tan solo con su mención
pública te arriesgas a la cancelación social. La inquina
antinavideña es tal que se queman libros y películas que la
hacen mención la noche del veinticuatro de diciembre en
gigantescas hogueras. Nadie baila alrededor de ellas, tan
solo las miran con gesto absorto. No creo que resten
muchos libros por quemar. Ya queda poco para que el
último ejemplar de “Canción de Navidad” sea descubierto
en un trastero u oculto tras una falsa pared. La cuenta atrás
ha comenzado para que el último ejemplar de “Qué Bello es
Vivir” almacenado en un obsoleto DVD sea encontrado en
un baúl o en el fondo de un cajón. Ese día, mientras arden
en las hogueras de la conciliación (así las llaman los
lobotomizados) la Navidad desaparecerá de modo nominal.

Todo está yendo muy deprisa. Incluso para un tipo
atemporal como Rodrigo.

Catorce años después, Violeta ya no está. Durante todo este
tiempo Rodrigo cocinaba, hacía los recados, limpiaba la
casa, pero nunca tendía la ropa. Por alguna razón, Violeta no
dejaba que lo hiciera. Un día de noviembre dejé de ver su
pelo oscuro, brillante y rizado mientras tendía la ropa en el
patio interior. Desaparecieron los saludos matinales en la
empinada escalera de madera que nos lanzaba a las calles.
Se desvaneció el olor que emanaba a su paso por el portal.
Finalmente, hace un par de semanas, cuando pregunté a
Rodrigo por su ausencia, contestó con un escueto: “Violeta
ya no está”. Y con ella, definitivamente, desapareció la
Navidad.


A partir de este momento todo cuanto recuerdo puede o no
ser real. Cuando se habla de tipos como Rodrigo el límite
entre realidad y ensueño es demasiado difuso.
Un día de abril, Rodrigo llamó a mi puerta para despedirse.
Me entregó las llaves de su casa y dos macetas de violetas
bajo la promesa de que me encargase de regarlas para
evitar que muriesen de sed como lo estaba haciendo el
propio Rodrigo. “Volveré”, me dijo, pero tres años más tarde
no lo había hecho. “Si en tres años no he vuelto tienes
permiso para entrar en mi casa. Antes no lo hagas”. Tres
años y siete meses después de que me dijese esas palabras,
agarré las llaves y subí los 24 escalones que separaban su
casa de la mía. Una ligera inquietud me acompañó en cada
paso que me acercaba al nido de Rodrigo y Violeta. Incluso,
al introducir la llave en la cerradura, sentí que estaba
profanando un templo cuya visión me estaba vedada. Aun
así, giré la mano y empujé la puerta. Esperaba encontrar un
paisaje detenido en el tiempo. No hablo de tres años sino de
toda la extensión de tiempo que había transcurrido desde la
marcha de Violeta. Un fuerte resplandor procedente del
balcón me cegó durante unos segundos. Después pude
observar la magnífica desolación que habitaba en aquel
lugar. Recorrí las tres estancias de la casa con pasos lentos,
esperando encontrar piezas del puzzle que Rodrigo y
Violeta suponían para mí. Pero no encontré nada más que
polvo acumulado. El mobiliario había desaparecido, así
como las ropas que algún día vistieron a Rodrigo y Violeta.
Tan solo encontré una silla plegable que sostenía una carta
en su respaldo. La recogí con precaución sin encontrar en
ella rastro de su destinatario. Al no estar cerrada, saqué un
papel plegado de su interior del mismo modo que un
sacerdote se acerca al altar mayor de una iglesia: con
emoción ceremoniosa. Desplegué el papel. Pude leer su
escueto contenido escrito con tinta roja.

ANTOFAGASTA

II


Pasaron dos años más. Años en los que la Navidad se solapó
por completo. Legalmente su celebración aún estaba
permitida en el ámbito familiar. La lógica indicaba que si el
gobierno había hecho tal anuncio solo podía significar que
no tardaría en proscribirse completamente.
El invierno que le siguió fue especialmente duro. Las
temperaturas fueron más bajas de lo habitual y la duración
del frío se extendió hasta bien entrada la primavera.
En mayo me sentí fuerte otra vez. Había cumplido
cincuenta y siete años, los suficientes para ser consciente de
que ya no podía cometer errores. Estaba soltero, sin hijos,
sin amigos y prematuramente jubilado debido a los débiles
pulmones que mis padres me legaron en herencia.
Afortunadamente también me dejaron una generosa
cantidad de dinero que no podría gastar si seguía sentado
en mi oscura casa de la calle Nueva. De modo que me
marqué un plazo para ponerme en marcha: el uno de mayo.
El cinco de mayo (es difícil cumplir promesas) me dirigí al
aeropuerto de la ciudad grande. No imaginaba entonces
que comprar un pasaje para Antofagasta sería tan complejo.
Me ofrecieron una solución laberíntica que me llevaría a
pisar tres aeropuertos diferentes para acabar, me
aseguraron, dos días más tarde en la ciudad chilena. Dicho y
hecho, omitiendo aburridos detalles sobre los trayectos, tres
días más tarde (es difícil, insisto, cumplir promesas) me
encontraba en el aeropuerto de Antofagasta sin un plan de
acción definido. A pesar de su modesto tamaño, el
aeropuerto nacional Andrés Sabella es tan inhóspito como
cualquier otro pantagruélico aeropuerto de cualquier gran
ciudad. Al dejar atrás sus instalaciones comenzó mi
búsqueda de Rodrigo Pérgamo sin una pista de cómo
comenzar a hacerlo. Decidí preguntar a toda persona que
tuviese un lugar estratégico en la ciudad: policías, regentes
de hoteles y restaurantes, sanitarios. No obtuve resultado
alguno.


Durante aquellos días pensé a menudo en el motivo por el
que Rodrigo dejó aquella carta y a quién estaba destinada.
Supuse que el destinatario no podía ser otra persona que yo
mismo, dado que me confió las llaves de su casa. El
contenido, sin embargo, siguió siendo un enigma. ¿Se
trataba de un anhelo expresado en tinta? ¿Una pista
informando de su destino? ¿Una petición de futura ayuda?
¿Un lugar de encuentro con Violeta? Lo cierto es que tras
meses de búsqueda infructuosa me rendí. La noche en que
lo hice miré el calendario: ya era diciembre. El tiempo había
transcurrido del mismo modo en que lo hacía cuando mi
vida aún tenía un sentido. Decidí marcharme al día
siguiente. Me daba igual el destino. Tan solo tenía presente
que mi cuenta bancaria se había desgastado demasiado
poco mientras las arrugas de mi cuerpo habían aumentado
su número demasiado rápido. La noche antes de mi marcha
cené en un restaurante cercano al puerto de la ciudad.
Hubiese sido otra cena anodina más de no ser porque,
sentado en una esquina del local, vi a Rodrigo. Junto a él,
una mujer de larga cabellera morena y piel de luna que giró
la cabeza en mi dirección convirtiendo ese simple y efímero
gesto en toda una estación de tiempo que se detenía frente
a mis ojos.

III


La expresión de Rodrigo no denotaba sorpresa alguna
cuando me senté en su mesa, al lado de Violeta. El tiempo
no parecía haber transcurrido por ellos. Rodrigo seguía
siendo un anciano o casi que miraba al mundo con ojos
grises y gesto rendido pero con notas de esperanza
incrustadas en su gris. Violeta, por su parte, transmitía una
feminidad indomable con su mera presencia. Inicié la
conversación largamente esperada con una pregunta: “¿Por
qué?”. Lo que vino después reavivó mi fe en el ser humano.
Al menos, en aquellos dos seres humanos que habían
decidido vivir en los márgenes de la realidad y el mundo.
Hablamos durante varias horas, no sabría decir cuántas. Nos
despedimos con un abrazo sentido, a sabiendas de que era
la última vez que nos veíamos. Violeta cogía la mano de
Rodrigo y él la de Violeta. Yo cogí mi sombrero y forcé la
mejor sonrisa que pude escenificar mientras, por dentro, mi
corazón reanudaba su marcha tras años de apatía.
Tardé varios días en regresar, esta vez de modo
intencionado. Cuando lo hice me encontré con un decreto
gubernamental que prohibía expresamente la celebración
de la Navidad incluso en el ámbito casero. Amenazaba con
fuertes multas a los incumplidores y jugosas recompensas
para los acusadores. El mundo se había convertido en una
colmena en la que sus moradores desconfiaban de sus
vecinos mientras secretamente les deseaban todas las
desgracias que ellos mismos merecían.


Transcurría el veinticuatro de diciembre cuando llegué. Día
laborable y mucho frío. Poca gente por las calles y ninguna
luz tintineante reflejando en las ventanas. Subía las
escaleras de mi casa de la calle Nueva como un escalador
agotado afrontaría los últimos metros del Annapurna. Ya en
mi casa, busqué el árbol de Navidad que solía gobernar el
salón. Hacía veinte años que no lo hacía. Tardé media hora
en adecentarlo y decorarlo con las bolas viejas de Navidad
que aún no se habían roto. Al terminar contemplé mi obra
satisfecho. Si Rodrigo y Violeta estaban juntos no había
motivo para renegar de la magia. La Navidad aún vivía. No
corrí las cortinas. Preferí servirme una copa de vino,
sentarme en el sofá y disfrutar de aquel pino de plástico
tintineante que una vez significó tanto como volvía a
significar aquella noche. Y esperé. Espeŕe a que los policías,
alertados por algún buen ciudadano, golpeasen mi puerta
dispuestos a castigarme por mi crimen. Mientras esperaba,
escuché un leve ruido que atravesaba mi pared. Al ajustar
mi oreja en el yeso pude escuchar que unos niños cantaban
un villancico en la casa de al lado.

Anillos…

Es el momento más sereno de la película, posiblemente porque la derrota ya no se intuye. Holly y Paul pasan un día juntos recorriendo Nueva York. Roban caretas de animales, compran el objeto más barato de Tiffany’s y hablan. Sobre todo hablan tratando de alargar el final de su último día juntos. El momento más estremecedor ocurre cuando abren una caja de cereales en busca de la baratija para niños que solían incluir y descubren un anillo. Ella, que siempre había deseado el anillo de compromiso (de diamantes, por supuesto) que José introdujo en su dedo anular, no duda en ponerse el anillo barato de latón mientras sonríe a Paul. Acaban de casarse. No hay cura, ni altar, ni templo, ni testigos, ni invitados. Solo están ellos. Y el anillo…

Dos Cuentos y una canción de Navidad

Los milagros de Navidad existen, y prueba de ello es el posteo que están viendo.

La tradición de contar cuentos navideños que unió a tres amigos, que luego fueron cuatro puntualmente, al abrigo de un fuego virtual durante más de una década pareció llegar a su fin a lo largo del año que está a punto de terminal. Un suceso extremadamente doloroso para mí me llevó a tomar la decisión de finiquitar algo por lo que siento enorme afecto. Así fue, al menos, hasta que a principios de diciembre, tras superar una inquietante sucesión de acontecimientos negativos, tomé la decisión de escribir un cuento navideño (esta vez me salió cínico como otras veces nace cándido) para celebrar, mientras se pueda hacer, la única época del año en la que podría que añoro incluso cuando me encuentro sumergido en ella. Mi intención era la de escribir en solitario, sin incordiar con exigencias ni plazos a mis compañeros. Es entonces cuando apareció Emilio dispuesto a compartir espacio conmigo al abrigo de la lumbre que también calienta a Mycroft y a Angèline, aunque aparentemente no estén.

Mejores o peores, ésto es lo que nos ha salido este año. Lo vivido a lo largo de los meses cálidos, templados y fríos en lo que imprimimos en nuestros cuentos. Una radiografía personal, en realidad, emborronada por el anhelo de nieve y frío.

Para acompañarnos cuento con Queen. Estos días, pocas voces son más evocadoras y cálidas que la de Freddie. Pondremos su Thanks God its Christmas de fondo mientras calentamos nuestras manos con tazas de cacao y escuchamos otra historia navideña que nos haga creer, al menos durante unos días más, que en Navidad todo sigue siendo posible. Ojalá.

Feliz noche mágica para todos aquellos que estén leyendo estas letras.

EL AMOR HUELE A PAN RECIÉN HECHO

Por Emilio Calvo de Mora

Ocurre sin que sepa cómo. Una tarde de perros en la periferia de la ciudad. Quién será el muerto, te preguntas. Cualquier sitio es bueno para perder la cabeza. Una vez no se tiene cabeza, el resto del cuerpo es una herramienta del diablo. A veces el corazón te confiesa un pecado de juventud del que ni tú estás al tanto. Te dice: cuando tenías cuatro años cogiste un alfiler y la clavaste en la panza de una rana. Tenías cara de entusiasmo. La rana hizo cuatro cosas que te hicieron sonreír. El alfiler lo guardaste en una caja de cerillas. La tendrás por ahí. Todo lo olvidas. Lo bueno de que yo esté aquí es que puedo hacerte recordar cualquier cosa. El día en que tu prima Julita te metió unas hormigas dentro del bocadillo. Las ranas. Las hormigas. La prima Julita. Ni fuiste al entierro. Eres descastado sin proponértelo. Parece que haces las cosas sin mala idea, como para no molestar, pero en el fondo eres una mala persona, Hilario. Tu madre te fue apartando hasta que dejaste la casa. Tu padre estaba a lo suyo. Las máquinas tragaperras. Sus viajes al norte para vender el género. Ya no se venden máquinas de coser. No sé cómo mantuvo a la familia. En navidad era otra cosa. Siempre estaban ahí los dos. Lo mejor era bajar del trastero los apaños del portalito y la caja con el árbol. Un montón de bolitas rotas. Daba igual. Era todo tan pobre y hermoso. Si por ti fuera, no se habrían recogido nunca. Luego se va la cabeza. No de una vez. Lo hace con lentitud. Como a tirones. Un día notas que no tienes ganas de saludar a nadie. Otro te moleste que los demás te saluden. Te das a beber o a fumar. Vas con mujeres. No les dices nada. Ya te conocen. Alguna te elude sin disimulo. Se quita de en medio cuando apareces. Un día de estos te van a matar, Hilario. Cristina te aprecia. Quién sabe por qué. Tiene buen corazón. Sé lo mío de eso. No le cabe en el pecho. Es un pedazo de pan. Etcétera. Cristina es de las que si te dan la mano la tienes para siempre. Es mejor tener alguien a quien acudir cuando la cabeza no te deja ni dormir o cuando te duele el silencio. Es de hablar Cristina. No le hace feos a nada. El ayuntamiento. La primera comunión. Quién se acuerda de la primera comunión. La guerra de Ucrania. Los rusos no son de fiar. Tuve un cliente de Moscú. Olía a patata hervida. Ella te hace sentir como en casa. Tienes que ir a visitar a tu madre. Esa residencia es buena. La última vez que fuimos la vi más triste que nunca. De eso hará un año. Tenemos que ir antes de nochebuena, Hilario. Le llevamos una cajita de bombones. No les hará aprecio, ni los mirará, pero en cuanto nos vayamos, eso tenlo por seguro, abre la caja y se come cuatro. Compraremos de esos de la caja en forma de corazón. Hay unos que saben a fresa. A Luisito le encantan. Te echa de menos. Dice que cuándo vas a verle. Saca buenas notas. Dieces. En el cole me dicen que lo meta en una clase de inglés. Que no se descarríe, me dice el tutor. Se ve buena persona. Es viejo. Se jubilará pronto. Me da a veces que lo he visto por aquí. Qué podré yo reprenderle. Luisito echa de menos a su padre. Dónde andará. Cristina no sabe estar callada. Eso es lo que más te gusta. A la parte de tu cabeza que todavía no está dañada le encantan las palabras. Yo las entiendo bien. Un corazón es un albacea de algo que no comprende ni quién lo lleva en el pecho. Hace acopio de sangre y trabaja sin descanso, pero su oficio es otro. Lo sabré yo. El corazón de tu padre era de no estar quieto en un sitio. El de tu madre, de no moverse. El rato en que coincidieron se obró el milagro y viniste al mundo. Los dos, en realidad. Temo que un día te desquicies y me pares. No lo he pensado mucho, pero es algo que temo de verdad. La cabeza no entiende de sentimientos. Aprecio su trabajo, qué te voy a contar, pero no nos llevamos bien. Ha habido ocasiones en que hemos ido a una. Las menos, si he de serte sincero. Una vez casi intimamos. La navidad estaba cerca. Mamá canturreaba unos villancicos. No cantaba mal. Papá hacía cuentas en una libreta. Las máquinas de coser tuvieron su época de gloria. Mañana me voy a Santander. Estaré allí una semana. Vuelvo para nochebuena. Lo sorprendente es que lo hizo. Creo que tu madre lloró al verlo en la puerta. A la cabeza se le da mejor recordar. Esa noche el diablo anduvo lejos. Las mamás huelen bien cuando son felices. Huelen a pan recién hecho. El muerto huele a escombro. Tiene cara de buena persona. Tenemos que hacer algo con el cuerpo. Lo llevamos a la fábrica de siempre. Nadie va por allí. El día en que la terminen de echar abajo saldrán todos los muertos. Las ranas reventadas. Los perros desnucados. Ahora tienes que cambiar de cara. Te espera Cristina. Luisito está deseando que le lleves algo. Hay cajas de rotuladores muy baratos. Eso entretiene mucho. Tomaréis un turroncito. Brindaréis con champán. No eres de hablar, hasta ahí estamos, pero a Cristina lo que más le gusta es saber que la escuchas. Soy yo el que lo hace. Eso no lo sabe. Me encantan las palabras. Son la sangre que mueve la sangre que mueve tu cuerpo. Un día de estos harás bien en cambiar de vida. Por el bien de los dos, Hilario. Yo ya estoy cansado. Temo que hagas de lo que no podamos ni arrepentirnos. Te andan buscando. Vas dejando pisaditas. Por más que te advierto, no haces caso. Debí reprenderte cuando lo de la rana. Hay cosas que uno no ve. Todo regresa. Hoy ponte guapo. Tienes esa camisa de rayas. Está planchada. Huele a pan recién hecho. Ya pensaremos mañana qué hacemos con el muerto. Hay que buscar un sitio mejor. La fábrica es un centro comercial. Esta noche es la primera noche en el mundo. No olvides la caja de rotuladores. No es que sea el mejor regalo del mundo. Lo que importa es que te acuerdes. Cristina la dejará bajo el árbol. Cuando os levantéis mañana, Luisito será el niño más feliz de la tierra. Sonarán campanas a lo lejos.

LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE RIDÍCULO

Por Álex Herrera

Con infinito respeto por el maestro Bernando Bertolucci, a quien he robado el título de una de sus películas más prescindibles

ANTES DE LAS CAMPANADAS

No es mi intención aburrirles, por esa razón no voy a hacer mención a mi infancia. Bastará con que sepan que fue infeliz. Mi adolescencia no cambió demasiado las cosas, aquella época de granos, masturbaciones compulsivas, incomprensión y desprecio no fue más que una pérdida de tiempo. Mi objetivo tampoco es contarles mi juventud temprana ni la tardía, ese falso techo que no sirve para resguardarte de la intemperie. Lo que realmente quiero hacerles saber es lo que está a punto de ocurrir en mi vida. Tal vez así, comprendan mis decisiones.

Mi nombre es Octavio Centurión de las Casas. Sí, ese es mi nombre. Mi bautismo significó la primera toma de contacto con la crueldad de mis padres. Mi madre consideró que había dado a luz a un idiota, y así me lo hizo saber desde que tengo uso de razón. Según me contó mi hermana mayor, quien, por supuesto, no guarda ninguna estima hacia mí, su baraja de humillaciones mostró la primera carta cuando era un bebé. Al margen de referirse a mí como “el que no debería haber llegado”, se negó a darme el pecho, al contrario de lo que hizo con mi hermana, con la excusa de que estéticamente arruinaría la estilosa forma de copa de champán de sus pequeños senos. A cambio, contrató a una esforzada ama de cría africana a quien, me temo, tampoco le caí bien. A pesar de ello, fue lo suficientemente profesional como para no retirarme la teta hasta cumplidos los cinco años de edad. Me destetaron demasiado tarde porque, insisto, decidieron que era idiota y a los idiotas es mejor mantenerlos entretenidos en otras cosas. Mi idiotez congénita provocó que mi padre se burlase de mí cada vez que, a su juicio, cometía alguna falta: “No puedes evitarlo, te han criado con leche de negra del Congo”. Escuché aquella frase tan a menudo que me sentía africano en el plano emocional, aunque estoy seguro de que los africanos del Congo tampoco me habrían aceptado.

Había prometido no hacer referencia a mi pasado. Disculpen. El recuerdo de aquellos años es una pesada losa para mí que no consigo superar.

Pero es hora ya de comenzar mi historia real.

Mañana, día de año nuevo, cumpliré cincuenta años. Estoy divorciado y tengo una hija adolescente que, a falta de afecto hacia mí, siempre prefirió ignorarme respetuosamente. Pensarán que mi vida es miserable y que siempre lo fue. No se equivocan. Pero insisto, mañana cambiará todo.

Dada mi inutilidad congénita, conseguir un empleo no me resultó fácil. He probado cada trabajo reservado para aquellos con pocas luces. Y entre todos, el de vigilante de seguridad fue el que me proporcionó mejores momentos. Los clientes del centro comercial en el que trabajaba me miraban con cierto respeto, una sensación desconocida para mí que provocó que me viniese demasiado arriba con demasiada frecuencia. En varias ocasiones retuve a sospechosos que no habían delinquido aún, pero que lo hubiesen hecho sin ninguna duda. Mis dotes predictivas no fueron bien acogidas y fui despedido. Un contratiempo que acabó derivándome, tras ser portero de discoteca, arbitro de fútbol sala y hombre anuncio, hacia mi empleo definitivo: pocero.

Todos los padres desean que sus hijos lleguen muy alto en sus carreras profesionales. Los míos, al contrario, estaban seguros de que acabaría en el estrato más bajo. Y no se equivocaron.

Ser pocero está poco considerado socialmente, pero a mí me satisface por completo. Conozco cada rincón de esta ciudad, cada pasillo cubierto de mugre y cada rata que lo habita. Si lo deseara, podría irrumpir en el escenario del Palacio de Ópera durante la representación de cualquiera de esas obras presuntuosas que allí se representan. Clavaría mi farol en las tablas, me abrazaría a un tenor gordo y junto cantaríamos un aria que pondría en pie a los esnobs que pagan millonadas por asistir a esas bobadas. También podría hacer el mal. Podría vaciar los calabozos de cada comisaría; podría sorprender a las damas mientras toman una despreocupada ducha y vaciar las arcas del Banco de España sin que nadie se percatase de ello hasta que dilapidase el botín en las playas de Tahití, pero claro, eso es algo que jamás haré. No soy un pervertido ni un malvado. Lo que soy, desde hace un mes, es un hombre concienciado con mi planeta. Y eso se lo debo a Angie y Benito.

Al cumplir los trece años, mi padre me confió el único consejo que recibí de él. Me dijo: “Octavio, cuídate de los tontos que para tonto ya está tú”. Lo curioso del caso es que no me dolió que me dijera aquello. Lo consideré una potestad paterna más, como los azotes con vara de mimbre, los pescozones con el puño cerrado y las miradas de decepción que me dedicó durante toda su vida.

Insisto en que no quiero hablar sobre mi pasado lejano, pero una y otra vez caigo en la tentación de mostrarles cuan miserable fue. Una vez más, les pido disculpas.

Nunca fui bebedor ni fumador. Tampoco probé las drogas. A pesar de ello, durante un tiempo frecuenté las reuniones de alcohólicos anónimos, las de proyecto HOMBRE y todas aquellas que me acogiesen sin hacerme preguntas. Escuchaba los testimonios de todas aquellas almas rotas hasta que, al llegar mi turno, comenzaba a hablarles de mi triste infancia, lo cual desembocaba invariablemente en mi expulsión de aquellas reuniones por falta de contexto. Ni siquiera puedo asegurar el motivo de mi asistencia a aquellos akelarres de arrepentimiento. La soledad no me sirve de excusa, pues siempre me llevé bien con ella. Supongo que necesitaba que alguien me escuchara con gesto de comprensión. Algo que, en realidad, jamás hallé. Por esa razón, encontrar a Angie y Benito puede considerarse como la salvación de mi alma inútil.

Todo ocurrió por casualidad. Volvía a casa una noche más cuando me topé con una manifestación en favor del planeta liderada por un tipo de larga barba blanca que gritaba consignas tan inspiradoras como “No podemos comer dinero”, “aprende a cambiar o aprende a nadar” y “Nuestro futuro está en tus manos”. En mis manos. Nadie había depositado jamás tanta responsabilidad sobre mí. Por primera vez en mi vida me sentí bien rodeado de aquellos jóvenes vociferantes. El ambiente era asombroso. Algunos bailaban danzas tribales desconocidas para mí, otros lloraban por las belugas y otros, con el rostro desencajado, clamaban por una revolución ecológica y sostenible. A mi paso, todos ellos se apartaban, me ofrecían bebidas orgánicas y me daban palmaditas en la espalda. Así fue hasta que me situé frente a Angie y Benito, quienes me recibieron con un cálido “bienvenido” que cambió para siempre mi vida.

No crean que me entrego tan fácilmente. Llevo casi cincuenta años buscando mi lugar en el mundo con resultados habitualmente decepcionantes. Probé ser hincha radical de fútbol, colectivo que me acogió fraternalmente en un principio hasta que un policía me abrió la cabeza de un porrazo, momento en el que decidí que ese no era mi camino. Intenté ser vegano, pero no entendí del todo el propósito de serlo; quise ser surfero, pero el mar me caía lejos; quise ser mormón, pero eso de ir aporreando puertas en busca de creyentes extraviados terminó por ser extenuante para alguien sin fe religiosa como yo. Mi lugar no terminaba por materializarse hasta que los encontré a ellos: los activistas del clima.

Angie y Benito quisieron enseñarme a odiar al ser humano por el simple hecho de existir y encontraron terreno abonado en mí. Ellos mantenían una relación no tóxica en la que el género fluido de ambos podía manifestarse libremente en función de las circunstancias. En otras palabras, ambos eran libres de mantener relaciones sexuales con quién les diera la gana sin esperar consecuencias negativas por ello. De no ser por ellos, seguiría sin saber que la sociedad heteropatriarcal, apoyada en el sustrato que, como una semilla, la nociva religión católica había depositado en cada uno de nosotros, había impuesto criterios morales que encadenaban al espíritu humano. Pero su faceta que más me interesó fue la de activistas. Su lucha por el planeta, acosado permanentemente por fascistas, judíos malos y gente equidistante, les hizo realizar acciones tan llamativas como su encadenamiento en la puerta de la embajada china en Madrid. La acción fue brillante, pero no una buena idea. Resultó que los funcionarios abrieron las puertas introduciéndolos en territorio virtualmente chino. Acto seguido recibieron una soberana manta de palos, tal y como mi padre lo hubiese definido.

Durante los tres meses de convalecencia, Angie y Benito decidieron cambiar de objetivo por cuestiones de salud. Viajaron hasta París para realizar un acto transgresor en el museo del Louvre. Fue su acción más brillante. Tras saltarse todos los controles consiguieron acceder a la Venus de Milo. Angie, con las manos embadurnadas de pegamento del fuerte, se adhirió al pecho izquierdo de la diosa. Benito hizo lo propio con el derecho. El lugar elegido para “encadenarse” no fue casual. Fue una protesta incrustada en otras protesta: no solo denunciaban la pasividad humana ante la destrucción del planeta, sino que además señalaban la perniciosa genitalidad del arte clásico, impregnado de masculinidad tóxica. En esta ocasión, no fueron agredidos, pero sí imputados por destrucción de una obra de arte patrimonio de la humanidad. Al parecer, cuando la palma de sus manos fue separada de la escultura uno de los pezones de la diosa decidió participar de la performance quedándose junto a la epidermis irradiante de calor de Benito.

El coste de la restauración se cifró en 52.369 euros que mis amigos pudieron abonar gracias a un crowdfounding creado por la organización Save the Planet a la que, orgullosamente, también yo pertenezco.

Antes de dedicarse al activismo, las biografías de Angie y Benito podían resumirse en media cuartilla. Nacieron, crecieron, estudiaron y salieron al mundo hermosamente puros. Ojalá la mía hubiese sido equiparable en fulgor y brevedad. La de Julián, el siguiente miembro del equipo, fue dramática en forma y fondo, pero para hablarles de él necesitarán conocer en primer lugar cuál es nuestro objetivo: el reloj de la puerta del Sol de Madrid.

El día en que Julián fue nombrado relojero encargado del mantenimiento del reloj de la puerta del Sol le fue dado el don que siempre había perseguido: el de la invisibilidad. Julián quiso ser llano o agudo, pero nació esdrújulo. Ni grisáceo en su normalidad ni llamativo como el neón en su originalidad. Siempre fue el tipo que quería encajar en el grupo de amigos sin conseguirlo del todo. Se enamoró de una chica con ribetes azul neón, pero se casó con una mujer gris sin matices con la que tampoco supo encajar. Fue ella la que le regaló, a él que siempre se quejó de que nadie hizo nada por satisfacerlo, una inevitable infidelidad que Julián reinterpretó, abusando de las fuentes clásicas, como una osamenta del tamaño del Himalaya. Tampoco ayudó que sus compañeros de trabajo (que se enteraron porque al final todo se sabe) se burlasen de él llamándole Cornelio, nombre que incluso llegó a asumir como suyo durante algún tiempo. Así de baja era su autoestima. Julián no usó su recobrada libertad sentimental para tratar de buscar una nueva compañera sentimental, sino que se afanó, tras leer compulsivamente a Cioran, en aislarse por completo de un mundo que nunca le había aceptado. A tal fin, tras un infructuoso intento de convertirse en guardabosques de hayedos solitarios, decidió especializarse en la reparación y mantenimiento de relojes de campanarios. Un trabajo que, supuso acertadamente, lo mantendría alejado del mundanal ruido. La cuestión es que se afanó tanto que se convirtió en uno de los mejores mecánicos de reloj de campanario del mundo y como consecuencia recibió la custodia del reloj con más prestigio de España.

Atraer a un misántropo puede parecer una tarea casi imposible, y ciertamente lo fue. Rechazó el calor fraternal que le ofrecimos en un primer momento. Al ser un solitario era suspicaz, siempre sospecho de que nuestras intenciones ocultasen dobleces. Intentamos reclutarlo durante meses hasta que, al fin, dimos con la clave: ¿qué puede atraer a un misántropo? La respuesta era tan sencilla que nos costó dar con
ella: joder a la humanidad.

Le contamos nuestro plan, y desde ese momento fue el más entusiasta miembro del equipo.

El plan era sencillo: a las doce de la noche del 31 de diciembre, con la puerta del Sol completamente abarrotada de insensibles garrulos, el reloj de la plaza se detendría dejando a todo el país sin año nuevo y sin la consiguiente celebración. Al fin y al cabo, ¿qué habría que celebrar mientras el planeta agoniza?

Para llevarlo a cabo, Julián nos introduciría dentro de la torre del reloj durante la mañana del día 31. Escondidos en un cuarto de servicio, esperaríamos hasta cerca de la medianoche, momento en el que Julián nos conduciría hasta las entrañas del reloj para detenerlo un segundo antes de que las guirnaldas volasen y las botellas de champán vaciasen la mitad de su contenido sobre los adoquines de la plaza.

Había varios métodos para detener al reloj, por lo que el modo de hacerlo fue sometido a votación asamblearia y democrática. Julián abogaba por el método electrónico, sin embargo, Angie, Benito y yo nos inclinamos por un método dramático al considerarlo más apropiado para la ocasión. Así pues, la técnica elegida sería introducir una barra de acero en las ruedas del engranaje para provocar una avería morrocotuda que congelaría el tiempo durante días. ¿Qué podía salir mal?

TRAS LAS CAMPANADAS

¿Qué podía salir mal? Es obvio que todo y eso que el plan comenzó a desarrollarse de modo impecable. Primero, Julián nos introdujo en el interior de la torre disfrazados de personal de limpieza. Dada la impericia de Julián con cualquier tema relacionado con la logística, fuimos nosotros los que tuvimos que agenciarnos los disfraces, con tan mala fortuna que Angie y Benito vestían de color rojo mientras que yo vestía de morado. Eso sí, todos lucíamos pegatinas, suministradas por las tiendas de disfraces, que proclamaban nuestra pertenencia al gremio de la limpieza. Por cierto, Angie y Benito tuvieron más que palabras con el tipo pakistaní que les alquiló sus trajes, pues el muy insensible, al escuchar la palabra limpieza, se atrevió a sugerir a Angie que vistiese de doncella francesa, ataviada con su respectivo liguero y plumero a juego. Aquella afrenta machista, agravada por el hecho de no habérselo ofrecido a Benito también, se pasó por alto dada la condición de minoría oprimida de aquel dependiente que pedía a gritos una reeducación sexual y social.

Una vez dentro de la torre fuimos almacenados en un cuartucho diminuto hasta que al acercarse la medianoche, Julián nos rescató para conducirnos hacia las entrañas del reloj. Frente a nuestro objetivo, me sentí un demiurgo capaz de alterar el mundo que se desplegaba ante mí. Por primera vez en mi vida, y con aquella pequeña barra de acero macizo en mis manos, me sentí poderoso. Me visualicé a mí mismo siendo portada de los periódicos del día siguiente bajo el titular: el hombre que detuvo el tiempo.

Llegado el momento, Julián se situó frente a las enormes ruedas del monstruo. Debía contar hasta nueve antes de colocar la barra en un diente determinado de su engranaje. Conté hasta siete, ocho, nueve y lo arrojé, con tan mala suerte que la barra rebotó y salió disparada hacia el suelo. Angie la recogió con presteza y la arrojó a las ruedas nuevamente y nuevamente fue escupida por el monstruo. Finalmente, tuvo que ser Julián quien la colocase, con lágrimas en los ojos, en un diente que no nos permitía asegurar que el reloj se detuviese antes de la medianoche.

Todos aguardamos la resolución con ansiedad. Del exterior nos llegaba un griterío incesante que auguraba una memorable bacanal. Escuchamos cómo los cuartos que anuncian las campanadas comenzaron a sonar. Después, las campanadas. Los cuatro musitamos en voz baja el número de campanadas: tres, cinco, ocho. Al llegar la número once, la justicia poética se materializó ante nosotros. El reloj se detuvo. La multitud cesó su griterío. En la plaza se hizo un sepulcral silencio que rubricaba nuestro éxito. El reloj se había detenido y el mundo lo había hecho con él. En ese momento, debíamos ascender hasta el campanario para desplegar nuestras pancartas reivindicativas, pero algo nos detuvo. De modo inesperado, el griterío volvió paulatinamente hasta convertirse en la anunciada orgía. Desde el campanario fuimos testigos de cómo el mundo continuaba su marcha. Ni nuestra valerosa acción ni la fina lluvia pudo detener aquella deshonesta exhibición de felicidad sin cuento. La gente se besaba, se abrazaba, bebía y bailaba mientras nosotros tratábamos de desplegar una pancarta que solicitaba compasión para nuestro moribundo planeta. En ese instante fui consciente de que no seríamos portada de los diarios. Como mucho, nos reservarían una esquina perdida en la página dedicada a las noticias prescindibles que nadie lee.

La policía no tardó en llegar, pero para nuestra desgracia, no nos detuvieron. Optaron por no hacernos caso mientras nos dirigían miradas de lástima y burla. Únicamente nos entregaron una citación judicial antes de invitarnos a abandonar la torre del reloj, cosa que hicimos echando mano de la escasa dignidad que nos quedaba. Al menos así lo hicimos Julián y yo. Angie y Benito prefirieron arrojarse al suelo mientras gritaban “¡brutalidad policial!” mientras los policías los miraban desconcertados. Nunca volví a verlos. Al día siguiente, al despertar, decidí seguir siendo un idiota anónimo el resto de mi vida. Julián, por su parte, siguió sin importarle a nadie. Como el Grinch, fracasamos al intentar robar la Navidad. Ni siquiera pudimos joderla un poco. Hay guerras que no se pueden ganar y hay vidas que, se haga lo que se haga, siempre serán ridículas.

Netflix o el enemigo en casa…

El catálogo de Netflix es una mierda. Bueno, conviene matizar: el catálogo de Netflix es flojo. Muy flojo. Pero entre tanta medianía que sirve para medir la ansiedad por consumir cualquier cosa del espectador coyuntural (eso de haber incluído la posibilidad de ver las series o películas al doble de velocidad es sintomático del momento que vivímos) también se pueden encontrar pequeñas joyas mal talladas con frecuencia, pero cuya imperfección contiene momentos de genuína emoción. Una de esas rarezas es «Easy», obra dirigida por Joe Swamberg que obscila entre la sublime y lo inane a través de varias historias de continuidad irregular a lo largo de sus tres temporadas.

Una vez atraído por la propuesta impostadamente indie que plantea la serie, y eliminado las numerosas historias que solo aportan humo, queda un pequeño retablo de humanidades perdidas en busca de cualquier cosa que le dé sentido a todo esto. En palabras más simples, en busca del amor. Amores compartidos con entusiasmo inicial que degeneran en recelo y desazón; amores no tan platónicos que se cobran víctimas colaterales; amores que se gastan; amores imposibles por sus planes de vida incomplatibles que terminarán por provocar un insondable vacío interior. Esas pocas historias, perfectamente reconocibles, dan sentido al visionado de una serie que dignifica levemente a un gigante que en su día ni siquiera se digno a promocionar una de sus contadas muescas de calidad.

De entre esas pocas historias rescatables de los deliríos alternativos de Swamberg, hay dos que tienen luz propia, la dialogada en castellano que tiene por protagonista a una pareja hispana en busca de un hijo que no llega y la del tipo que trabaja como carnicero en lucha constante por mantener con vida su historia de amor (al tiempo que su dignidad) con una actriz televisiva emergente. Dos historias que me emocionaron sinceramente. La primera, por su crueldad soterrada que sus protagonistas tratan de disfrazar de amor puro e imposible al tiempo que propocionan un terrible daño a un tercero. La segunda, por la inevitable atracción que generan las historias de amor imposible siempre que estén contadas con honestidad.

A veces es necesario muy poco para justificar un vacío tan enorme.

La mirada de Michael Furey…

Ahora que todo comienza a oscurecer recuerdo a la joven esposa llorando frente a su marido por el amor de Michael Furey que nunca llegó a tener. En general, James Joyce me sobrepasa con sus arabescos caprichosos y sus hermetismos. Sin embargo, releo con regularidad «Los Muertos» y, en cada una de las lecturas, continúa emocionándome como la primera vez. ¿Qué lugar habré representado yo en la vida de los otros?

El cine murió (otra vez) cuando este blog comenzó a acumular polvo. Son ya tantas las muertes que ha sufrido que sorprende que siga respirando con tanto vigor. Personalmente prefiero matizar. El cine, tal y como se concebía, ha desaparecido, cierto, pero no ha muerto. Simplemente ha mutado como lo hizo en los setenta, en los ochenta, en los noventa y en el nuevo siglo. Yo, es decir, la mayor parte de mi juventud, esa época en la que somos capaces de derribar muros de hormigón de un solo empujón, pertenece al otro siglo. Fui joven en el siglo XXI, incluso alargué artificialmente esa juventud a base de capas de camuflaje que mi herencia genética me proporcionó. Fue así cómo me emparenté con Michael Furey en 2004, de madrugada, en la azotea de un cine (cómo no) con la lluvia atravesando mi precario chubasquero y un intercambio de frases y de miradas que se quedaron allí. Para siempre.

Voy a tratar de reflotar el barco hundido desde hoy mismo. No sé si será igual que era o será algo diferente. Veremos.

Que Pepe Nieto, ese genio demasiado pronto olvidado, me acompañe en este intento…

Ahora que ella no está…

Cuando fui niño había cuatro salas de cine en Cucumberland. Frecuenté tres de ellas, pues la cuarta quedaba lejos del radio de acción de un niño. De entre las tres en las que gasté un tercio de mi infancia había una que me gustaba especialmente: el Ideal.

El Ideal tenía una escalinata compuesta por cinco escalones de altura irregular que daban acceso a la pantalla de plata. Hoy me parece una estupidez, pero el hecho de escalar cada escalón proporcionaba un extraño encanto a una sala de cine que, por lo demás, era anticuada e incómoda. Cada una de las matinés de domingo en las que proyectaban invariablemente un western y una película de ciencia-ficción comenzaba con una peregrinación hacia las taquillas marcada por aquella escalada simbólica de cinco escalones. El ritual tenía continuación en cada salida, tras la proyección de los sueños semanales, momento en que saltaba los escalones en un indescifrable reto que siempre se incumplía. Saltaba tres, e incluso cuatro, pero no conseguía reunir el valor suficiente para saltar la pequeña cima de cinco escalones.

El día de mi noveno cumpleaños mi hermana mayor me hizo el mejor regalo que podía recibir por entonces. Me acompañaría a cualquier película de mi elección que estuviera en cartel. La opción lógica, debió pensar ella, era la película de Parchís. Por supuesto rechacé semejante bobada. Mi elección no admitía discusión alguna: Superman. Mi hermana aceptó de buena gana mi elección y me acompañó bajo un cielo plomizo hasta la escalinata que tantas veces llegaría a subir a lo largo de mi vida.

Lo que ocurrió dentro de la sala fue inabarcable. Mi mente y mi alma estallaron bajo un torrente de imagenes que ya tenía idealizadas. Tan desatado de la realidad me sentía que a la salida salté, sin dudarlo un instante y por primera vez en mi vida, los cinco escalones emulando el vuelo de Superman, el superhéroe solitario que para siempre se convirtió en mi favorito pese al desprecio que el tiempo depositó sobre él. Después, me volví a mirar una vez más el templo que acababa de visitar y visitaría cientos de veces más hasta que desapareció hará quince años. Entonces, una vez intuyó que ya estaba satisfecho, mi hermana me tendió su mano para emprender el regreso a casa. Y fue en aquella mano donde encontré el lugar cálido en el que aquellos sueños inabarcables pudieron reposar. Ahora, que no podré estrechar esa mano jamás, pienso en qué será de esos sueños que ella se encargaba de cuidar.

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Dos cuentos y una canción de Navidad

Cada año que pasa, al menos desde que hace casi ocho años mi vida cambió, me hago el firme propósito de resucitar este lugar que tanto significa para mí. Y un año tras otro, fracaso. Por eso necesito que el posteo navideño siga vertebrando lo que queda de este lugar con objeto de insuflarle nueva vida algún día. Cuando ese día llegue será otro es que escriba. Aquel Álex Herrera primigenio se marchó a las islas evanescentes. Pero los cuentos navideños siguen ahí y ahí seguirán mientras pueda teclear y no olvide la contraseña de este blog, como acaba de ocurrir hace unos minutos.

En esta ocasión seremos Emilio y yo los que contemos cuentos al calor de la hoguera mientras apuramos nuestras tazas horteras de reno rellenas de café, cacao o aguardiente. Virtualmente nos miraremos y comenzaremos a leer nuestras historias que darán paso a otras que espero retomar con él en unos días vía telefónica.

Hay dos obras fundacionales que dan sentido a este posteo anual: «Canción de Navidad» de Dickens y «Qué bello es vivir» de Capra. Alrededor de ellas han crecido los casi cincuenta cuentos que hemos contado Mycroft, Emilio, Angèline y yo durante trece años. Para acompañarlos, en esta ocasión, he elegido la canción «Frosty the snowman» en la fabulosa voz de Ella Fitzgerald.

Disfruten de nuestros cuentos y olviden sus problemas durante la noche mágica.

3 VODKAS

UN CUENTO NAVIDEÑO

Por Emilio Calvo de Mora

A Miguel Monteaguado de la Dehesa se le apareció el diablo una noche de farra y le comunicó que le quedaban tres vodkas bien servidos con un par de aceitunas. Se lo tomó a broma, no hizo caso al augur maléfico y cayó de bruces en la barra del bar con un rictus de perplejidad y de arrobo en el rostro. Los amigos a los que les confió la revelación diabólica no daban crédito o lo daban enteramente. Te la estabas buscando, dijo uno. No escarmientas, se veía venir, mira que te cuesta dejarte ayudar, terció otro. Siempre hay dos bandos, uno que acepta y otro que deniega, uno que asiente y otro que rechaza, el mismo viejo juego de siempre, el de acatar o el de desobedecer. A Dios, que bosquejó el bien y vio al mal salir de su costado, le agradó la llegada de Miguel Monteagudo de la Dehesa. Aparte de la afición a cerrar los bares, no tenía nada que recriminársele. Fue un hombre bueno, fue un amigo leal y fue un hijo cariñoso y atento. A falta de encontrar mujer con la que fundar un hogar y una familia, se esmeró en hacer el bien, y en no incurrir en malandanzas, aunque alguna le agradó. Cumplió, a decir de quienes le conocieron, los mandamientos de la iglesia lo más atinadamente que pudo y tenía ganados el afecto y la amistad de sus convecinos, a los que sólo les importunaba que empinara el codo, no porque les molestara o hiciese algo inconveniente, sino por el temor a que una de esas borracheras lo retirara de este perro mundo y Dios, en su infinita paciencia, en su clarividencia cósmica, no le invitase a sentarse junto a Él y lo arrumbase al infierno. Como nadie que haya subido ahí arriba ha bajado después para confiarnos lo que ha visto, no sabemos si el buen hombre vio a Dios o al Diablo, si alguno de ellos lo abrazó con entusiasmo o fue expulsado y vaga en infinita errancia por el arcano éter. Su sacerdote de guardia, al que le abría el corazón en el confesionario y en las últimas horas de la noche, antes de cerrar la barra, en un descuido etílico, refirió que en el fondo Miguel Monteagudo de la Dehesa no era el creyente que todos imaginaban. Tampoco un incrédulo. Nunca en sus muchos años de amistad le escuchó nada que tuviera que ver con santos y con pecadores, con dioses o con demonios. Tuvo, más por la costumbre que otra cosa, la ilusión de que por Navidad su modesta casa de soltero humildísimo se engalanara con los festejos de las fiestas y gastaba con alegría sus buenos cuartos en adornos, en luces, en un árbol que rivalizaba con él en altura y en el que amorosamente arrimaba campanitas, estrellas, lazos, esferas, muérdago y, arriba, como una epifanía gloriosa, la estrella rutilante, a la que miraba con la fruición del incrédulo cuando consiente que la fe lo invada y perturbe. Se esmeraba en el portal de Belén. Compraba la mula más hermosa, el buey más robusto. Le traía al fresco que una tertulia de la radio le envenenara con la noticia de que hasta el Papa Benedicto XVI hubiese afirmado que durante el nacimiento del Niño Jesús no había animales. Ni bueyes, ni mulas. Lo que más le emocionaba era elegir los ángeles. Con qué extasiamiento los alojaba en el tejado, con qué ternura los sacaba de su caja y emplazaba en sus vivíficas alturas, qué blanca la aureola, qué rumor de belleza. Decenas de pastorcillos ocupaban el camino que moría en el pesebre. Cabras, ovejas, patos y hasta algún desgarbado cerdo alegremente arremolinados alrededor de un pozo pequeñito en cuyo brocal se enseñoreaban un par de lustrosas gallinas. Palmeras, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco, piedras que parecían de verdad. Un papel de aluminio con su puente de madera arrugada y un papel satinado hacía de río y hasta parecía que fluyera agua. A la Virgen y a San José los miraba con distraído escepticismo y el Niño en el pesebre, la figura más tierna y también la más sencilla, semejaba sonreír, aunque no hubiera manera de que creyese que un pedazo de plástico (quién diría que fuese otra cosa) contuviese el milagro de la risa. De los Tres Reyes Magos en sus sacrificados camellos tenía la vaga sensación de que habían hecho eso antes, muchas veces, pero que aquella era la visita definitiva, la última. Esa idea lo dejaba fascinado. ¿Podría ser verdad? Hubiese jurado que las figuritas le hablaban. Le contaban la historia como de verdad pasó. Quizá no fuese el Diablo quien le visitó, al fin y al cabo.

Puede decirse, dijo Julio Bocanegra, el párroco que lo invitaba sin éxito a que visitara la casa de Dios y se dejara ir, sin prisa que lo urgiera, sin compromiso que lo atara, que no le hizo falta esa debilidad o esa fortaleza humana, la de la fe, ya me entienden. Hasta que acabó con el vodka del pueblo, fue ejemplar su vida, sin que intermediara la voz de Cristo, ni escuchase su llamada. Así que no tengo ni idea de lo que sucede con esas almas sin preocupaciones espirituales que de vez en cuando uno encuentra en el camino. Pensad la cantidad de veces en que tuve ocasión de sonsacarle o la de ocasiones en que una conversación suya o una en la que entrase resuelta y abiertamente incluyera algún detalle religioso o, en muchos casos, muchos juntamente. Sólo ando dándole vueltas estos días a lo último que dijo. No entra en cabeza que de verdad pronunciase esas dos palabras, las últimas, con las que se despedía de su existencia terrena. «Perro mundo. Mira que si la palmo en Navidad». Yo creo que, en boca ajena, no escandaliza, pero el bueno de Miguel no terciaba por ahí, créanme. A ver si, en el fondo, expresó una queja, una debilísima queja. Igual, a su secreta manera, le estaba hablando a Dios, a quién si no, requiriéndole explicaciones, pidiéndole cuentas, qué sé yo. Como si su desafecto a las cosas del espíritu no fuese cosa sola suya, sino que hubiera un defecto afuera. Una especie de indolencia de orden divino. Como si en el momento último de su vida, en ese instante de absoluta sinceridad con uno mismo, quisiera intimar con Él, hacer que le confesara qué habría más adelante, si su apatía religiosa (dejadme que lo exprese así) fuese un obstáculo y no sólo tuviese cerradas las puertas de la vida en la tierra sino que también estuviesen cerradas las del cielo. A lo que yo, en una de esas pruebas de fe que hasta los pastores del Señor tenemos de cuando en cuando, me pregunté si no llevaría razón y todo lo que he ido predicando no será poesía para iniciados, y no Palabra del Señor. Si llevaría Miguel su razón y le bastara vestir su pisito con la providencia de ese fasto estético. Dios, en su infinita dulzura, en su Gracia dulcísima, podría haber preservado a los buenos de corazón, no dejarles que los humanos defectos de la carne los lacerasen con la misma saña que a otros. Cuando pensó Dios cómo sería el mundo y tuvo esos seis días para montarlo todo, debió crear una especie a salvo de las enfermedades, que muriera de pura vejez, pero no forzados por las calamidades, no por tres vodkas que sienten mal, coño, que ya no se frena uno y dice lo que nunca ha dicho, joder. Y prometedme que estas palabras mías no saldrán de aquí. No sé qué pensarían de mí todos esos feligreses que me aprecian y escuchan con atención mis homilías cuando vienen trajeados y bonitos al oficio si supieran que blasfemo en privado, sin orden ni mesura. En fin, dejadme solo, no me encuentro bien. Me voy a meter otro de esos vodkas, a ver si hablo con Miguel en sueños. Mañana tendré que ir a su casa otra vez. No tenía a nadie. La parroquia se hará cargo de todo. Lo dejó escrito, señor comisario. Tengo el papel. Su puño y su letra, se dice así. Perro mundo que le dejó morirse anoche. Tan solo. Tan perdido. ¿Sabe una cosa? Había montones de cajas de Amazon tiradas por el suelo. Un árbol, el pesebre, San José, el Niño… Se hace usted cuenta. Lo curioso es que no había ningún portal de Belén. Le doy vueltas y no me aclaro. Será el vodka. Llevo tres. Es buena esta marca. Tenía varias botellas. Creo que las vaciaré por el desagüe.

EBENEZER

Por Álex Herrera

Necesitaba hablar con alguien, y todavía me parece increíble que durante una semana no pronunciara una palabra, ni siquiera cantada, ni siquiera a mí mismo”

W. J. Lewis

PRÓLOGO

Hubo un momento en el que sentí la necesidad de ser cruel con ella. Ni siquiera recuerdo qué lo motivó. Tal vez fuera una palabra, quizás un gesto. La cuestión es que comencé a verla como un ser vulgar, inane, prescindible. Mi desdén crecía cada vez que la humillaba en público y ella respondía aferrándose a mí, como un mastín apaleado por su dueño que busca cobijo en quien le ha desposeído de su dignidad. La situación se alargó durante tanto tiempo que tuve que ser yo quien pusiera fin a la relación ante su pasividad. Atrás dejé a una mujer que tal vez algún día amé y a nuestra hija de seis años. No los eché de menos. No sentía afinidad alguna por aquella fábrica de gritos y llantos descontrolados. Por entonces comenzó la época más feliz de mi vida. Felicidad efímera de la que apenas recuerdo nada.

Durante los siete años que siguieron a mi día de la liberación, me guié por instinto. Creé un pequeño negocio junto a un amigo publicista. Aunque no sabía nada sobre publicidad, aprendí deprisa. Poco a poco el negocio fue creciendo. Amparados en mi capacidad organizativa y en el encanto de mi socio, conseguimos atraer clientes que siempre se marchaban satisfechos aunque el servicio recibido fuese a menudo deficiente. De hecho, de todas aquellas campañas, de tantos artículos publicitarios escritos con desgana e insertados en diarios de considerable tirada, de aquellos redundantes anuncios televisivos que grabamos ninguno, absolutamente ninguno, valía el dinero que recibimos por ellos.

Con aquellos ingresos pagaba la manutención de una hija a la que nunca veía. Y no fue porque no intentase entablar relaciones con ella, pero fue imposible. La mirada inquisitiva de mi hija cada vez que nos veíamos amenazaba con desvelar quién era yo realmente. No lo podía permitir, por eso las visitas se fueron espaciando hasta desaparecer. El tiempo extra que aquella decisión me proporcionó lo empleé en disfrutar aún más de mis posibilidades recién adquiridas. Conocí a algunas mujeres. No tantas en realidad. Solo con una llegué a convivir durante dos años. En cuanto sentí que el aire me faltaba, repetí la operación que puse en marcha con mi ex mujer. Para mi sorpresa, esta vez sí recibí insultos e incluso algún bofetón. Lo consideré un error de cálculo y seguí adelante, aunque no sabía hacia dónde ir.

Pasados tres años más vendí mi parte de la empresa. Había conseguido reunir dinero suficiente para tomarme varios años sabáticos. Ya enfrentaría lo que viniese después. Mi socio quedó desolado cuando le comuniqué mi decisión. Esperaba recibir una batería de reproches por mi inmadurez que nunca llegaron. Primero, me aseguró que la empresa se iría a pique sin mí. Después, una vez asimilado que mi decisión era irreversible, tan solo se limitó a desearme suerte con un tono de voz lastimero. Eso fue todo. En cierto modo me sentí decepcionado.

Tres años más tarde volví a ver a mi ex socio y, supongo, ya ex amigo. Recibí su llamada a las cuatro de la madrugada de un miércoles. En un tono sosegado me citó para tomar un café a las diez de la mañana en el bar situado frente a nuestra antigua oficina. Acepté, claro. Ni siquiera me molestó la intempestiva llamada. Tampoco me intrigó. Hacía tiempo que mi ánimo caminaba parejo a mi ahora exhausta cuenta bancaria. Había cometido demasiados excesos no calculados desde que abandoné la empresa. Demasiados viajes, demasiados artilugios electrónicos que amontonaba en una habitación vacía. El dinero comenzó a menguar con tal rapidez que decidí no hacer nada por no agobiarme. Ya me ocuparía de ello más tarde.

Cuando le vi fue como ser testigo del paso de la santa compaña. Caminaba lentamente, como si flotase en el aire. Su pelo estaba descuidado, como lo estaban sus ropas. Su gesto, tan cansado como los días de invierno. Se sentó frente a mí tras mostrarme su mano derecha sin llegar a estrechar la mía.

“Cómo te va”, le pregunté. Esta vez sí me guiaba la curiosidad.

“¿Cómo crees que me va?”

“Supongo que no muy bien”

“Supones bien”

La llegada del camarero disolvió la escarcha que su llegada había disuelto en el ambiente. Pidió un café solo. Secundé su petición.

“¿Ahora te gusta el café”, pregunté.

“Sigue sin gustarme. Solo quiero ponerme a prueba”

No entendí sus palabras, pero no insistí. Hay ocasiones en las que es mejor dejar pasar las cosas. Le contemplé durante unos segundos mientras él trataba de sonreírme sin llegar a conseguirlo.

“¿Y bien, qué querías de mí?”

Tomó un sorbo de su café. Al hacerlo reparé en que de su taza no manaba humo.

“Solo quería verte”, contestó sin levantar la mirada de su café.

“Ya me has visto. Ojalá yo no te hubiese visto en este estado. ¿Qué te ha ocurrido?”

Al decirle esto último me miró fijamente como clavándome en el aire. Una mirada entre la furia y la lástima.

“Tú ex mujer quiere verte, pero no tenía tu nuevo número. Llámala, ella conserva el suyo”

“¿Ya está? ¿Eso es todo? Eres su mensajero”

Al escuchar ésto, se levantó con una velocidad felina que no le suponía en su estado. Volvió a intentar sonreírme, sin conseguirlo nuevamente, y finalizó con una frase hermética: “Ya se verá”.

Enfilo el camino a la salida con un su paso agónico. Al tomar el pomo de la puerta se giró hacia mí y pronunció en un tono patético: “Feliz Navidad”. No contesté.

Decidí quedarme en la mesa un rato más. Mi café también estaba frío. Estuve tentado de llamar al camarero para advertírselo, pero ni siquiera alcé la mano cuando le tuve a dos palmos. En su lugar saqué el teléfono de mi bolsillo y pulsé sobre su nombre.

EL PASADO

Como hago siempre, llegué demasiado pronto a la cita con mi ex mujer. Quedamos en el bar en el que hacíamos planes antes de cometer el error de casarnos. El bar había cambiado de propietario y de decoración. La antigua barra de acero inoxidable, tan incómoda, había sido intercambiada por una elegante barra de madera con las medidas tan proporcionadas que fuese cual fuese la estatura del cliente, siempre resultaba confortable. Las viejas mesas, siempre renqueantes de alguna de sus patas, eran ahora estilosas mesas color caoba con embellecedores de plata mate en sus bordes. Las paredes, antes desnudas, estaban ahora recubiertas de tablones de madera que a su vez mostraban mapas de islas evanescentes. Me sentía tan bien que, pese a lo temprano de la hora, pedí una ginebra con ralladura de limón y un golpe de angostura.

Ella tardó casi media hora en llegar, y cuando lo hizo el local se marchitó a su paso. Esperaba encontrarme con un enigma por descifrar; orgulloso de su misterio, esplendoroso en su complejidad. A cambio, compareció ante mí una mujer amortizada por la vida. Al contrario que mi ex socio, vestía bien. Era su rostro, cansado, las grandes bolsas bajo sus ojos, las arrugas que serpenteaban su frente, la atmósfera de derrota que acompañaba a sus pasos. Al verla me sentí bien. No era la mujer que buscara resarcirse de una humillación mostrando su triunfo ante el tiempo y los obstáculos que aparecieron en su camino. Más bien era la consecuencia del sufrimiento que le infringieron una vez. Me apunté el tanto como una pequeña victoria.

“Hola”, le dije con frialdad calculada.

No respondió.

Ni siquiera me levanté cuando ella llegó. Pensé que el espectáculo que se me ofrecía no merecía el gesto.

“Siento no haberte esperado. Ya he pedido”.

Hice un gesto al camarero que rápidamente se presentó en la mesa. Ella lo alejó con un gesto de sus manos antes de darle tiempo a abrir la boca.

“¿Qué quieres de mí?”, me preguntó.

Ya no recordaba su voz. La misma que una vez me hizo sentir algo que ya había olvidado.

“Me dijeron que me estabas buscando”

“¿Quién?”

“Mi ex socio”

“Tu sentido del humor sigue siendo tan negro como tu alma”

Me sentí confundido ante su respuesta. Víctima de alguna broma absurda.

“¿Eso es todo?”, repliqué. “¿Para eso querías verme?”

“¿Quién quería verte, cabrón? Yo, no”

Me levanté. No tenia porqué aguantar los reproches de una amargada.

“¿No preguntas por nuestra hija?”, me dijo casi con ira.

“Quedamos en que yo te enviaba dinero y tú te encargabas de ese tema”.

“¿Tu hija es un tema? ¡Qué hijo de puta!”

“¿Quieres que me la lleve unos días por Navidad?”, contesté en tono entre ofendido y resignado.

Encaró la puerta del local al escucharme.

“No quiero que te acerques a nosotras, no quiero que me llames y no quiero tu dinero, que por cierto, hace meses que no llega. ¿Sabes cuál sería el regalo perfecto de Navidad para mí? No volver a saber de ti. Te regalaría un billete para Australia si pudiera permitírmelo. Siempre quisiste vivir allí, ¿lo recuerdas?”

Después se marchó. Pagué una ginebra que no llegué a beber y salí afuera para respirar cristales de hielo. Aquella mañana, nevaba.

EL PRESENTE

Aquella noche tuve una pesadilla. Me desperté entre alterado y sorprendido. Hacía años que no tenía ninguna. En realidad, hacia años que no soñaba. Hice un esfuerzo por reunir mentalmente cada fragmento de la pesadilla que pude recordar. Fue un esfuerzo vano. Mi único recuerdo nítido era la imagen fantasmagórica de mi ex socio mirándome a través de una ventana. Su mirada cansada era como la de un padre superado por las travesuras de su hijo.

El ritual de mi desayuno era simple e inalterable. Preparaba una taza de café soluble, me sentaba junto a la ventana y observaba el devenir de la gente circulando por las aceras. No imaginaba sus probables historias ni suponía los motivos por los que caminaban despacio o aprisa. Simplemente los observaba. Solo he convivido con tres mujeres en mi vida, y a las tres les pareció irritante mi costumbre de desayunar solo, mirando a través de una ventana. Tampoco yo sé los motivos que me impulsan a hacerlo. Necesito hacerlo para vertebrar mis días, nada más. Aquella mañana el ritual se rompió. Unos nudillos golpearon la puerta de mi casa. Pensé que se trataría de un error. Al fin y al cabo nadie llama a tu puerta con los nudillos. Al menos nadie lo hace desde que existen los timbres. Los nudillos se estrellaron contra mi puerta una vez más.

Sin abrir, pregunté: ¿Quién es? ¿Qué desea?

Silencio.

Volví a preguntar de modo imperativo: ¿Quién es? ¿Por qué golpea mi puerta?

Una voz tenue, como una trémula flor que abandona la tierra antes de la primavera, contestó:

Debe abrir la puerta”

¿Por qué debo hacerlo?”

No tiene por qué abrirme a mí, pero sí a mi identificación”.

Abrí la puerta con la cadena puesta. Al verme, un tipo alto y grueso, vestido con un abrigo marrón que parecía gris, se encogió de hombros mientras me sonreía mostrándome un carnet blanco en el que destacaba la palabra: Hacienda.

Qué es lo que quiere”, fue mi pregunta.

¿Es usted el propietario de este local?”

Me mostró un documento en cuyo encabezado aparecía el nombre de mi antigua agencia.

Lo fui. ¿Hay algún problema?”

Ya lo creo que lo hay. ¿Me permite pasar?”

Le franqueé el paso con desgana. Una vez en el salón le contemplé en todo su esplendor. Alto, más gordo que grueso, mal vestido. A pesar de ello transmitía una cierta gracia innata al caminar. Era grácil a pesar de su tamaño. No esperó a que le invitarse a tomar asiento. Lo hizo sin quitarse siquiera el abrigo. Al instante, comenzó a desplegar una batería de papeles sobre la mesa. Después, me hizo un gesto con la cabeza para que me sentase frente a él, como si la casa fuese una de sus posesiones. Obedecí.

Empecemos”, me sonrió de modo burlón.

¿Quiere un café?”, le pregunté impelido por las normas básicas de la cortesía.

Por favor, no perdamos tiempo. Tengo una mañana muy atareada. Su empresa lleva sin declarar ningún tipo de impuesto desde hace once años”.

Escenificó un enfado propio del director de un colegio privado.

Mal. Muy mal”

Creo que se trata de un error. Debe hacer once años que abandoné la empresa. Busque a mi ex socio. Él sabrá contestarle”.

¿Cree que no lo estamos buscando? Lo crea o no somos muy eficientes, pero, de momento, se esconde bien.”

Hizo un chasquido con la lengua y me guiñó un ojo.

No se preocupe, lo cogeremos. Con un poco de suerte serán compañeros en el mismo penal. Puede que en la misma celda”. Soltó una carcajada idiota.

No entendía nada. Cinco minutos antes tomaba mi café mientras miraba por la ventana a una madre arrastrando de la mano a dos niños.

No lo entiende, yo no soy el propietario de la agencia. Renuncié a ella hace años.”

¿Se dio de baja? ¿Cumplimentó el modelo 036?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

No sé qué es eso”

Soltó una breve carcajada forzada.

Entonces ni hablemos del TA 0521. ¿No es cierto? Su empresa sigue en activo, señor, y usted es responsable del pago de los impuestos que genera.”

No sé de qué me habla”.

Sacó un papel más de su ajada cartera, escribió algo en un borde y me lo extendió.

Hablo de que debe pagar una cifra aproximada a la que está leyendo en un plazo inferior o igual a treinta días desde hoy. De lo contrario, tendremos que ser malos”. Volvió a sonreír. Odié esa sonrisa.

Al ver la cifra garabateada en el papel sentí un pequeño mareo. Todo se tambaleaba a mi alrededor a excepción del tipo grande y gordo que me miraba como un cazador satisfecho tras cobrar una pieza.

No puedo reunir este dinero en treinta días. Necesitaría veinte años”.

Guardo con asombrosa rapidez la batería de papeles que había desplegado sobre la mesa y echó un vistazo a su alrededor.

Viendo cómo vive necesitaría mucho más que eso”.

Me encontraba aturdido. Busqué una réplica adecuada para aliviar mi situación antes de que aquel tipo se marchara.

¿Por qué no se pusieron en contacto conmigo antes?”

Hasta ayer, su delito era fiscal. Le enviamos docenas de cartas que probablemente nunca abrió. Desde hace unas semanas, su delito es penal. Le hubiésemos visitado antes, pero se hubiese perdido el efecto dramático, ¿no cree?” . Hizo una serie de gestos mientras hablaba que a mi ojos le hicieron parecer aún más estúpido.

No, bromeo. Había otros muchos que visitar antes. Esta ciudad está llena de morosos irresponsables… como usted”. Volvió a guiñarme un ojo.

Al marcharse, cerró la puerta con tal delicadeza que pareció haberla dejado abierta. Me asomé a la ventana para ver cómo se marchaba acera arriba. A su paso los árboles se volvían del mismo color que su traje. Cogí mi taza y continué bebiendo mi café que ahora estaba frío.

EL FUTURO

Si hay algo peor que el que te traten como una mierda es que, el que lo hace, sienta que es justo tratarte así”.

Escuché esa frase en boca de mi ex socio durante un sueño. Nunca echo siestas, y hubiese sido mejor que no rompiera mi costumbre aquella tarde. Pensándolo bien, ni siquiera tenía sueño. Lo hice porque algo había que hacer.

Era el segundo sueño consecutivo en el que aparecía mi ex socio. No recuerdo el sueño con nitidez. Solo que me decía esa frase sin venir a cuento.

Tenía otras cosas en las que pensar. Por ejemplo, cómo reunir tan fabulosa cantidad de dinero en treinta días. No me llevó más que unos minutos resolver que era imposible hacerlo. Y si existía el modo, ya lo pensaría mañana. Aún tenía treinta días a mi disposición.

Al salir de casa, un tipo vestido de Santa Claus agitaba una campana con poco poder de convocatoria. Los niños lo miraban mientras los padres apretaban el paso arrastrando a sus hijos como fardos. Me situé frente a él y deposité en su plato de metal dorado los primeros cincuenta céntimos que recibía aquel día.

No es mucho lo que me das”, me dijo.

Aquello me confundió. No solo no era agradecido, además, para cualquier otra persona, hubiese resultado insolente.

Estoy arruinado. Con esa moneda pierdo una quinta parte de mi presupuesto para hoy. Deberías estar agradecido”.

Se carcajeó sonoramente.

Gracias, gracias, gracias por esta miserable moneda, señor.”

Su ironía no me hirió. Miré con lástima a alguien que seguramente se encontraba peor que yo, con el agravante de tener que vestir de mamarracho para salvar un día más.

Y feliz Navidad… señor”

¿Ya es Navidad?”, le pregunté.

Esta noche celebraremos el advenimiento de nuestro señor. Un día importante para muchos. Pero intuyo que no para usted”, contestó con solemnidad.

Después se carcajeó de nuevo. Y esta vez, no sé por qué, sí que fue hiriente.

Anocheció con tanta rapidez que algunas luces no tuvieron tiempo de encenderse. Antes de volver a casa decidí pasar por el local donde se situó mi agencia. Sentía curiosidad por saber qué sería ahora. ¿Un MacDonalds? ¿Una cafetería con ínfulas? ¿Una tienda de disfraces? Resultó que seguía siendo mi agencia, ahora adornada con grandes carteles que proclamaban su alquiler o venta disponible. Un local de grandes ventanales de alma gris. Uno de esos lugares que no invitan a franquear su puerta. Miraba mi imagen reflejada en sus cristales de modo autista cuando sonó mi teléfono.

Era mi ex socio.

Solo te queda una estación”, me dijo sombríamente.

Como no le entendí decidí guardar silencio.

De veras que lo siento por ti”, finalizó.

Me senté en un banco helado para devolver la llamada. Fue inútil. El teléfono estaba fuera de servicio. No tenía a quién llamar ni nada que hacer. Salvo mi hija, tal vez. Llamé a mi ex mujer con el mismo resultado: fuera de servicio. Comencé a caminar por las calles de modo cada vez más apresurado en dirección a la casa de mi ex mujer. Calles extrañamente vacías. El ambiente navideño, tan bullicioso, se había amortiguado hasta ser devorado por una neblina que se había levantado súbitamente. Tardé cuarenta minutos en llegar a su casa. El portal del edificio resaltaba como si hubiese sido cincelado en la niebla. Pulsé el timbre de portero automático sin obtener respuesta. Retrocedí para observar si su ventana estaba iluminada. Lo estaba, de modo que volví a llamar. Media docena de timbrazos después, me rendí.

Emprendí el retorno a casa por las calles de niebla como un explorador polar se enfrentaría al infinito de nieve. Apenas había comenzado a caminar cuando un taxi, que transitaba cansinamente, paso a mi lado. Alcé la mano. Un minuto más tarde estaba sentado frente a una mampara de plástico endurecido cubierta de pegatinas. Se puso en marcha sin preguntarme dónde quería ir.

¿Una mala noche?”, me preguntó el taxista.

No contesté.

Estos días deben vivirse en familia. Y si es con niños, mucho mejor. ¿No cree?”

Mantuve mi silencio.

¿Tiene hijos?”

Tengo una hija”, al fin decidí hablar. Aún no sé por qué lo hice.

¿Es un buen padre?”

No muy bueno”

Eso no está bien”, aseveró el taxista mientras gesticulaba ostentosamente con la cabeza.

¿Sabe que una vez tuve un millón de euros en el banco?”

No sé por qué dije eso. Posiblemente buscaba eludir el tema de mi funesta paternidad. El taxista, sin embargo, lo retomó.

El dinero no es lo que su hija quiere. Ella necesita su tiempo. Olvídese de juguetes caros. Usted es el mejor regalo de Navidad para ella”.

Mi ex mujer no piensa igual. Ya es demasiado tarde”, repliqué.

No lo creo. También tengo hijos a los que no veo todo lo que yo quisiera. Mi ex mujer es dominicana, ¿sabe? Nos separamos hace dos años. Cuando lo hicimos se llevó a mis tres hijos a su país. No fue algo ilegal. Yo lo permití. A cambio, los niños pasan el verano conmigo. Cuando llegan, durante tres meses, aparco el taxi y les dedico cada minuto de mi tiempo. Estoy presente. Entiende, ¿verdad?”

Supongo que su parrafada buscaba conmoverme, pero no lo consiguió. Incluso bostecé con cierto desprecio. Aquel gesto pareció molestarle. Tal vez pensó que había desnudado su alma para un público que prefería mirar a través de la ventanilla cómo la niebla devoraba el mobiliario urbano. El auto se detuvo.

Aún no le he dicho dónde voy”, dije.

¡No me importa dónde vaya. Bájese!”, contestó de modo vehemente.

Siento si le he molestado de algún modo”

¡Bájese!”, insistió.

Con un gesto de su cabeza señaló hacia su guantera insinuando que extraer su contenido no me convendría. No me resistí y bajé. De nada servía negarse a hacerlo. Cuando el taxi se marchó a toda prisa me detuve a observar dónde estaba, pero no pude localizarme. De modo que comencé a caminar en busca de un punto de referencia que me devolviese a un camino conocido. Caminé durante horas en medio de una noche que parecía no tener fin. Cerca de mi casa, en un contenedor de basura, un desvencijado abeto de plástico compartía espacio con cáscaras de plátano y latas de atún vaciadas. Me detuve para contemplarlo mejor. Le faltaban varias ramas. Las que aún conservaba parecían haber sido limadas para eliminar de ellas cualquier rastro navideño. De las cuatro patas de plástico que le servían como sujeción al desgraciado abeto faltaban dos, con la mala suerte añadida de que eran contiguas de modo que el abeto caía irremediablemente hacia un lado si se erguía y se le negaba un apoyo. Para completar el crimen, su asesino había arrancado el cable de alimentación eléctrica que podría haberle insuflado un hálito de vida. Lo cargué al hombro y le llevé a casa, no sé por qué. Cuando llegué, aún no había amanecido.

Sentado en el sofá, embadurnado aun por el frío de niebla, me negué a pensar en mi situación. No había solución, de modo que no servía de nada preocuparse por lo que ocurriría mañana. Agarré con fuerza la lata de cerveza que acababa de abrir con la intención de que me proporcionase la somnolencia que necesitaba para dormir. Pasaron las horas mientras se amontaban las latas de cerveza frente a mí. A la luz del día, el abeto parecía aún más desposeído de dignidad. Tras un nuevo sorbo me giré para ver cómo la luz trataba de penetrar los cristales de mi ventana. Al fondo, en la calle, los primeros murmullos de niños jugando con sus juguetes nuevos disiparon los últimos restos de niebla.

Tres cuentos y tres canciones de Navidad…

Trece años han pasado desde que comenzó esta tradición navideña de contarnos cuentos unos a otros. En esta ocasión, porque así son las cosas, el cuento de Mycroft faltará a una cita en la que siempre había estado presente. Faltarán únicamente sus letras porque él estará, por supuesto. Su lugar virtual se mantendrá a la izquierda de la chimenea que nos alumbrará esta noche mientras leemos una vez más nuestras historias de Navidad.

Hace seis años que este lugar se mantiene vivo gracias a esta tradición. Siempre a la espera de recuperar parte de lo que fue en cuanto los vientos sean favorables. Consciente, siempre, de que esa circunstancia puede no darse nunca. Pero no importa porque durante la noche mágica, además de la visita del gordo vestido de rojo, pueden ocurrir cosas que no imaginamos. En esta ocasión la maldita pandemia se ha adueñado de la Navidad y de nuestros cuentos. Si nos aceptan nuestra invitación serán testigos de como la soledad impuesta no nos hace necesariamente mejores ni peores. En realidad tan solo somos supervivientes. Habitantes de nuestra propia y fortificada isla.

Sean todo lo felices que puedan esta noche. Serlo no será fácil. Peleen por su derecho a la felicidad y a la infelicidad si es lo que desean. Rompamos, si bien sea virtualmente, la coraza que nos impide tocarnos.

En esta ocasión serán tres los villancicos que servirán como soporte a la lectura. Dos de ellos aparecen en los cuentos que componen este posteo. Regresa el gran Dino, que ya visitó este lugar en una ocasión, con un clásico navideño que al menos se debe escuchar una vez durante estos días para imaginar que el mundo sigue siendo de colores. La elegante presencia de un crooner como Jamie Cullum siempre es bien recibida, incluso en un lugar tan descastado como este. El tercero corre a cargo de M. Ward y Zooey Deschanel, los She & Him tan venerados por todo hipster que se precie de serlo. Confío en que entre todos hagamos que esta noche sea algo más cálida de lo que se prevee. Por aquí, en el norte, anuncian nevadas para esta madrugada. Así deberían ser todas las Navidades.

Sean felices.

DEAN MARTIN NOS HA VISITADO ESTA NOCHE

Por Emilio Calvo de Mora.

Llevo una hora sin mascarilla y nadie me ha llamado la atención. Un poli me ha saludado. Buenas noches. He levantado la mano. Por no comenzar una conversación que no es conveniente. El toque de queda de las diez es mi momento favorito del día. Salgo para pasear. Me enchufo los cascos. Ayer Beethoven. Ahora los Clash. Ando a ciegas. Calles que conozco. Calles que no. Un año en esta ciudad de mierda no me ha permitido conocerla y concederle una oportunidad. Luego llegó la pandemia. La pandemia. Qué chungo. A una tía mía se la llevaron y ni enterrarla pudimos. Olga la de los pezones de plomo está en la uci. Me lo acaba de decir Rafa por el whatsapp. La Olga está afectada, creo que está entubada a tope. Fue Rafa el que contó alegremente lo de los pezones. Se le marcan cantidad. Intimidan, dijo. Yo hace que no los veo. Ni a la Olga ni al Rafa. Es difícil hacer amigos. Charlas y te abres. Sonríes y todo eso, pero son tiempos duros. Aquí nadie es de fiar. Por eso salgo a dar un garbeo todas las noches cuando empieza el toque de queda. Es por el riesgo, por sentir que los días no son siempre iguales. Tres meses sin ver a papá. Uno desde que a mamá le hicieron el puto erte. Cristina es pequeña, no entiende. Le apago la luz de la lamparita cuando vuelvo. Buenas noches, tesorito. Buenas noches, hermano. Llévame tú al cole mañana otra vez. Luego me ducho y echo la ropa a la lavadora. La vuelvo del revés para que no pierda el color. Bueno, antes le miro los bolsillos. Una vez había uno de cincuenta. Una desgracia. He comprobado que si abuso del jabón salen unas pelusas desagradables a la vista. 60 grados. Programa largo. Un lavado a fondo. Hace muchos aclarados, me dijo mamá cuando empecé a soltarme. Acaba de pasar un anciano por la acera de enfrente. No me saluda. Parecemos fantasmas. A lo lejos se oyen ladrar a unos perros. Este barrio ha tenido siempre mala fama, pero los malos están en casa. Si me paran, diré que se ha roto la cuerda de la mascarilla. Eso es lo que pensé la primera vez que lo hice. No tengo de repuesto, agente. Voy a la farmacia de guardia. Mi madre está muy enferma. Si tardo, no podré administrarle el calmante. Pasará mala noche. No se preocupe, tarde poco. No es hora de estar por ahí. Las reglas son las reglas. Si volvemos a verte, te cae la multa. No tientes a la suerte. Compra mascarillas nada más llegar a la farmacia. Hay una a cien metros. A la vuelta de la esquina. Otras veces imagino otra escena. La compongo en mi cabeza y me entretiene a la vez que ando y suena el disco de los Sandinistas. Qué buenos eran los Clash. Buenas noches, ¿me permite su documento de identidad? No tengo, agente. Lo he dejado en casa. Tampoco lleva mascarillas. También la he dejado en casa. ¿Puede decirnos qué hace en la calle? Pasear ¿No sabe que a las diez se impone el toque de queda? No, no tenía ni idea, agente. ¿No está al tanto de las noticias? No, agente. Ni el fútbol me interesa. Leo a los clásicos. Quevedo. Shakespeare. Goethe. Pues nos va a acompañar al coche patrulla. Allí hará una llamada. Paso la noche en el calabozo, pero me sueltan por la mañana, nada más amanecer. Me da tiempo de llegar a casa y llevar a Cristina al cole. Mamá seguirá en la cama. Tienes cara de buena persona, me dice cuando le llevo el desayuno. Café cargado. Tostadas con crema de queso. Light. Por lo de la línea. Venga, no me hagas perder tiempo. La pastilla azul va primero. Luego las dos rojas y la verde. ¿Te dejo la tele puesta? No hagas mucho caso a los informativos. Lo de los muertos es exagerar para tener más audiencia. Hay una cadena en que ponen películas de amor. Te la busco. Una detrás de otra. ¿Quieres hoy pasta otra vez? Me sale estupenda. Ahora tengo que ir al súper. A ver si el billete de veinte da para leche y huevos. Fruta fresca queda todavía. El pescado está por las nubes. Además, no sé darle el punto. Papá hará un ingreso pronto. El viernes es fin de mes. Un coche acaba de pasar con cinco nenacos dentro. Irán a alguna de esas fiestas secretas. Se ponen hasta arriba de todo. Gritan, tosen, se besan. Locos. No se me va la Olga de la cabeza. Entubada. Cuando vea al Rafa pensamos en qué hacer cuando salga. Un regalo. Algo. Está haciendo frío. Me voy a poner malo. Mañana salgo con un abrigo bueno y con una buena bufanda. Todo bueno. Ah, y mascarilla, por favor, que no me pase de nuevo. Con llevar una de repuesto en el bolsillo es bastante, pero no caigo. Llevo muchas cosas hacia adelante. Lo que más me duele es que el jueves no haya mucho que ponerle a Cristina bajo el árbol. En otros tiempos, cuando papá estaba con nosotros, cuando no vivíamos en esta ciudad de mierda, cuando no teníamos pandemia, cuando no tenía que llevar tantas cosas en la cabeza, Cristina tenía sus cajas bajo el árbol. Nada caro. No hemos sido ricos, menos ahora. Unas muñecas. Un libro de cuento. Es suficiente, pero no sé qué haré para que cuando amanezca el viernes su carita se ilumine y se ponga como loca a romper el papel de las cajas. Qué bien, hermano. Lo que yo quería. Me dará besos. No hagas ruido, mamá todavía está durmiendo. ¿Quieres que le llevemos su regalo a la cama más tarde? Ha pasado otro coche patrulla. Hace una semana me topé con cuatro. Récord. Yo creo que ven que tengo cara de buena persona, eso dice mi madre. Anda, no te pares. Sigue. Se habrá quitado la mascarilla un momento. Cuando noto el cansancio o el frío se hace menos soportable, hago el camino de vuelta a casa. No tengo prisa, me dejo ir. Una noche me dio el amanecer. Creo que me voy a poner a mí mismo una cajita con uno de esos relojes que miden los pasos y el ritmo cardiaco y todo eso. El móvil es antiguo, el de papá. No vale nada más que para cuatro o cinco cosas. A mamá le regalaré una de esas colonias caras que le gustan. Se enfadará si hay más regalos de la cuenta. No está la casa para tirar cohetes. Eres un irresponsable. Cuando venga papá, haremos algún estipendio más frívolo, pero ahora debemos contener las ganas. Es hablar mucho y toser, así que tose. Le doy un vaso de agua. Ten, mamá, cálmate, duérmete. El maestro de Cristina me ha dicho que sea la última vez que no viene su madre ni su padre, que no debo ser yo el que acuda, que soy joven, pero me atiende y me cuenta. Yo me esfuerzo en ser incluso más agradable de lo que ya soy y el maestro me dice que así da gusto hacer una tutoría. No te doy la mano, no podemos, tampoco soy de hacer eso con el codo, pero encantado de haberte conocido. Cuida a tu hermana. Es muy lista. Se ha acabado el disco de los Clash. Era muy ruidoso. Me acabo de acordar de un villancico que ponía un profe mío del insti. El puto Dean Martin y la cantinela de que se ponga a nevar y las campanitas y los renos y la madre que parió a San Nicolás. Nunca he sido de celebrar estas fiestas. Ni cuando estaba papá y yo era de la edad de Cristina y Cristina no estaba en este mundo todavía. De pronto, estoy echando de menos a Dean Martin. Era un borracho agradable. Un amigo me ha contado que se ponía hasta los ojos con Sinatra. Una banda de alcohólicos con mucho arte. Vuelvo a casa. He paseado lo suficiente. Mamá estará dormida. Las pastillas. La dejan k.o. Cristina estará de siete sueños. Qué bonita es. Muchas veces pienso que me ha tocado ser padre. No me pesa. Tendré que ponerla al día cuando tenga unos años más. Afuera está todo muy feo. Me voy a dar una ducha. No doy abasto con las lavadoras. Este mes la factura del agua va a ser de aúpa, joder. Si todo va bien, podremos tirar un par de meses. Lo del desahucio se me ha pasado por la cabeza, pero vamos a ver si todo se enmienda. Mamá es optimista. Cuando está despierta y con la cabeza en su sitio, mamá es optimista. Qué dura está la cerradura. Tengo que cambiar el bombín. Cualquier día de éstos, me quedo en la calle. Cristina deja las luces del árbol encendidas. Dice que en las casas de sus amigas se hace eso. Dejar las luces del árbol encendidas. ¿Quién ese hombre? No puede ser Santa Claus. Aquí no creemos en los Reyes Magos, cosa de papá, que era ateo, eso recuerdo, pero el de la barba y el trineo es otra trola de la infancia. Hola, ¿qué tal estás, muchacho? No es la primera vez que me pillan. Debe ser la edad. Antes lo hacía todo con discreción. Entro, dejo los regalos, salgo. No me has visto. Tú di que no me has visto. Si se enteran en la intendencia me retiran la confianza. Nos estamos haciendo viejos. Lo de la mascarilla molesta una barbaridad. A ver si dan pronto con la vacuna. A ti te he dejado un móvil. No sé si mejor o peor que el que tenías, pero me da que te hace falta uno nuevo. Tiene 5G. Creo que suena bien si le pones unos auriculares buenos. De los Clash no soy. La edad. Soy más de Dean Martin.

CRÓNICAS DESDE UN ENCIERRO NAVIDEÑO

Por Marisa López Mosquera

Mi querido amigo y perro Strass nunca sabe si esas frases biensonantes que atribuyen a distintos autores son realmente suyas. Le resulta sencillo creer que sí, que sus brillantes mentes han podido satisfacer entre todos a un mercado ávido de consejos de autoayuda como uno que decía «Si tienes la habilidad de amar, quiérete primero a ti mismo». Pero algunas, sin ánimo de quitar méritos a ningún autor, solo le suenan a la música de la calle o la letanía de otros maestros: psicólogos, psiquiatras, estudiosos del complejo mecanismo de nuestro cerebro y demás científicos. En la conferencia de Skype con Sean esta mañana lo comentamos. Regina, su ayudante, se replegó un poco más a su espalda. Es una chica tímida que no interviene a menudo en nuestras charlas, pero parecía hipnotizada con la conclusión de Sean. «Quien no se quiera a sí mismo—le comentaba a Strass— llevará su vida a remolque de la de otros. Si no te lo ha dicho nunca tu madre, tu profesor, tu psicólogo o tu pareja, hazle caso a Bukowski y no esperes a subirte al tranvía de la vida, porque puede que ni siquiera quede libre una pequeña parte del estribo». Los leños chisporrotean cerca del árbol, la tribu de pequeños muñecos de nieve, elfos y hadas que adornan la base parecen esperar a que me gire para cobrar vida y dársela a las estrellas, palitos de caramelo y demás adornos que cuelgan de las ramas. Me ha parecido que una de las luces las recorría de lado a lado como una estrella fugaz, mientras las otras latían, sincronizadas, como un corazón satisfecho. Coloco mejor una estrella mientras pienso en el sufrimiento de quienes viven sin compañía y esta Navidad sufren esa soledad en su confinamiento, sin la ayuda de nadie. Gente que se autoataca sin tregua, que imagina toda clase de futuras enfermedades en su cuerpo. Gente a la que vence el cansancio del insomnio, la angustia de la cuenta atrás y que vuelve loco al radar de su supervivencia sin pensar que su mayor aliado es en el presente, la parte de sí mismo que más castiga.

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Caminar por la casa con energía ha dado paso a un deambular reflexivo. De una habitación a otra me detengo a colgar un adorno, a menudo con un recuerdo, una nueva idea para un relato, el rostro de alguien en mi mente que tuvo un papel importante en mi vida y ahora flota en el vacío de ese olvido «boomerang» que nunca termina de irse y reaparece cuando menos se le necesita. Strass, mi fiel perroamigo, pasa por el pasillo con su ejemplar de «La tempestad» de Shakespeare y se detiene un momento para confirmar que la estatua que soy con un Papá Noel de fieltro en las manos no se caerá en cualquier momento, petrificada. Conozco esa mirada sobre las gafas, ese balanceo suave de patas, su voz templada cuando pregunta «¿otra vez?». Otra vez. Es lo que tiene la nostalgia, no acaba rematándote a la primera sino que vuelve en oleadas. Hace frío y una ráfaga de viento zapatea contra el cristal de la puerta de la calle la corona luminosa que cuelga de la fachada. Nada invita a aventurarse fuera pero la primera carcajada llega puntual, el reloj del pasillo da las nueve. Salgo a la ventana sin abrigarme, suelto el cabello que apreté en un moño por la tarde y creo que hoy no podré hacerlo. Los serios rostros de mis vecinos en sus puestos empiezan a aflojar, se aprecian unas tenues sonrisas, el señor del quince es el que da el pistoletazo de salida y con una especie de rebuzno humano comienza la catarsis. De tan absurdo como es acaba resultando divertido, nunca había escuchado nada semejante y por otra parte, tiene razón Strass: el pasado que no ha luchado para reconstruirse no debería tener cabida en ningún proyecto de futuro. Pruebo a reír, pero solo articulo un patético sonido, como de enjuague bucal. La gente se anima en los balcones, esto es por nosotros, por nuestro aislamiento. Lo más parecido a un abrazo colectivo que podemos darnos. El viejo del cuatro, tan reservado otros días, tan contenido en sus discretas muestras de alegría, se abre la gabardina en la terraza y me muestra la desnudez de su cuerpo enjuto. Desde esa perspectiva nadie más que yo puede verlo. Aprecio su esfuerzo en lo que vale, mis risas ayer fueron todavía más fugaces que las suyas, saber que estas Navidades no podrás venir me hiere en lo más vivo, pero me reconforta saber que estás seguro en tu país, a salvo de esta loca histeria. Contemplo a mi vecino con gentileza, mi mirada resbala por sus costillas prominentes, su vientre hundido, el colgajo que le cuelga entre las piernas, oscuro y flácido. Nuestro pulso de miradas termina cuando mi lengua recorre mis labios con sensualidad, su risa explota, sincera, y me suelto como en caída libre, uniéndome de corazón a la carcajada desquiciada del barrio junto a mi perro que ladra feliz, desde las entrañas, sus ojos cubiertos con una pata.

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La lluvia ha dado paso a la nieve, en el grifo de la terraza han quedado prendidas dos gotas en el trance eterno de arrojarse al vacío. Petrificadas, sin haber contado de antemano con la posibilidad de esa vida extra a la que se han unido otras para componer su precario equilibrio, brillan desde la entrada de la terraza como un diamante salvaje que se hubiese quedado atascado en una huida desesperada. Me acerco para ver su forma ordinaria, ya lejos de la poesía del momento y me sorprende la belleza de las aristas de la gota única. Incluso ha quedado atrapada en su interior una minúscula hoja de uno de los lirios que adornaban la pared antes de esta ola de frío polar. Corro a la casa a por el móvil, ilusionada, para inmortalizar los brillos estriados de la gota de hielo, la gama de colores de la hoja, el contraste con la tela de araña que le rodea en la que han prendido otras pequeñas gotas dando al hilo la apariencia de un collar de perlas de la Naturaleza. Pienso en otros años, otras tardes de diciembre en las que tú saldrías a ofrecerme un café y hablaríamos de tu novela, la cubierta casi terminada, el final con un quiebro inquietante pero efectivo. Por un momento no recuerdo qué he venido a buscar y solo puedo verte en mangas de camisa, bailando conmigo bajo el muérdago el It’s Christmas que canta Jamie Cullum. Pienso en la precariedad, mientras revuelvo todo buscando el teléfono por la casa. En los momentos especiales, en ese tiempo de descuento antes de que un segundo de excelencia se transforme en un vulgar espacio de tiempo. Siento la felicidad que he atesorado para estos momentos de nostalgia mientras salgo de la casa al fin con el móvil, acalorada, como si hubiera encontrado el resorte que abre una puerta mágica. Strass coloca unas macetas que la nieve derribó la pasada noche, y retira con la escoba unos cuantos guijarros que han llegado con la ventisca. Sin tiempo para contarle mi feliz descubrimiento, se pasea con rapidez por la terraza con mirada crítica antes de sacudir su pelaje con energía, pegarle un lametazo de medio lado a la gota de hielo del grifo y soltar un par de estornudos tras los que me contempla, posando agradecido para la foto, con una sonrisa de camaradería.

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Esta tarde, tras la película navideña, mientras hacíamos galletas de jengibre escuchamos un grito en la casa de enfrente. Strass salió a la ventana del baño y ladró en abstracto, preguntando qué sucedía. A mí me cayó la jarra de la crema y me asomé a la de la cocina, asombrada con la potencia de aquella mujer. No era un grito de miedo, sino de hastío. Un «basta» trastornado, un «no puedo más» de angustia. Un sordo gorjeo que rasgó el silencio de la calle. Conozco a esa anciana, fue la que me dio la bienvenida al barrio cuando elegí la casa. Una señora de unos ochenta años, tan dulce como el pastel que nos obsequió el primer día. En cuanto escuchó a Strass, salió al balcón como en trance. Despeinada, en camisón, su mirada remota nos enfiló, confusa. Por un momento imaginé que nunca más pudiese desafiarte a una carrera por la nieve, rodar desnudos cerca del fuego, agotar el ardor de la pasión sin límites, perderme en la sonrisa que trepa a tu mirada. Brindar con calor por el Nuevo Año después de un beso infinito. Tuve que gritarle que entrase en la casa. Que estaba nevando, que no podíamos salir todavía. Que entendía su soledad, pero debía cuidarse, su salud era importante. «¿Para quién?», gritó, devastada. «¿Pa-ra quién?» silabeó con voz desgarrada. Me sobrecogió escuchar el llanto implícito en aquellas dos palabras desnudas. Strass aulló, estremecido. «¡Para mí!», gritó el jardinero poco después, desde el garaje. «¡Para nosotros!», levantó la mano una chica en el chalet de al lado. Distintas voces solidarias se fueron alzando por toda la calle. En la casita del fondo, el músico que todas las tardes toca una canción a la trompeta, interpretó para ella Embraceable you, conmovido. No estamos solos, pensé, mientras la contemplaba bailando con suavidad, abrazada al almohadón de la silla del balcón. Solo necesitamos mucho amor.

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Supe que el día de hoy sería diferente cuando salí a la pequeña terraza de atrás y recuperé las zapatillas que hace un par de días embarré al sacar la basura. Calientes por el sol de mediodía, cualquiera diría que hace nada estaba nevando en el barrio. La propuesta de las chicas del once llegó al chat de la comunidad de vecinos sobre la una, cuando terminaba el café. Más tarde, al retirar el sudor de mi frente tras el lanzamiento, no pude dejar de admirar en la noche las diminutas luces de las fachadas, los árboles luminosos tras las ventanas, la sensación de felicidad navideña que en mi interior flotaba a media asta. La distancia entre casas, más que prudencial, hacía poco menos que imposible un contagio, la pelota todavía olía a la lejía del primer instante. Los perros se afanaban corrigiendo las trayectorias, cuando les jaleábamos para que nos la acercasen. Parecíamos centinelas, ante la puerta de cada casa, los pies cubiertos con bolsas plásticas, las manos enguantadas, haciendo pases largos que celebrábamos con gritos de ánimo. En cuanto empezó a sonar Have Yourself a Merry Little Christmas en mi playlist pude vernos a cámara lenta. Pases de aficionado que parecían profesionales, sonrisas radiantes que terminaban en carcajada, banderas invisibles ondeadas por brazos eufóricos, la pelota rebotando sin piedad de unos pies a otros. Cuando llegó hasta mí la lancé con todas mis fuerzas al tipo del trece, que parecía distraído, hasta el último segundo pensé que recibiría el golpe en la pantorrilla. Su giro repentino chutando de tacón al músico del fondo nos pilló desprevenidos y atronó la calle con los aplausos. Ella Fitzgerald sonó de madrugada otra vez mientras corregía un relato en mi sillón y me llevó al escenario feliz del final de la tarde. A la mirada de halcón del tipo que me hizo una reverencia, tras coronarse con su agilidad. A la dulzura de la señora de enfrente, ya recuperada, saludando antes de entrar en la casa. A la forma en que el barrio volvió a sumirse en un silencio implacable. A tu mirada, cuando te encuentro cada año entre los pasajeros de tu vuelo en Navidades. Al abrazo en el que nos fundimos, porque ya nada importa más.

ATLÁS DE LA NAVIDAD

Por Álex Herrera.

I

BARES

Nací un veinticuatro de diciembre, pero ese dato es irrelevante, de momento, para la historia que os voy a contar.

Durante mi infancia la Navidad comenzaba cuando mi padre abría el viejo atlas desconchado heredado de mis abuelos. Mi madre, mis tres hermanos y yo nos reuníamos en torno a él deseando ansiosamente que alcanzase la página treinta y dos. Entonces el polo norte se desplegaba ante nuestros ojos. El siguiente paso consistía en trazar rutas imaginarias que condujesen a Santa hasta el balcón de nuestra casa algo que se convirtió en una competición para nosotros. Durante el año estudiábamos posibilidades viables de trayecto. Incluso debíamos demostrar que nuestra ruta elegida fuese factible si alguno de los participantes lo solicitaba. Llegados a ese punto la imaginación era el único límite. Algunas rutas, las más convencionales, atravesaban los países nórdicos, Alemania y Francia antes de alcanzar su destino. Otras, más arriesgadas, se desviaban intencionadamente hasta las Fiji, Japón o Nigeria. El trayecto no era importante pues siempre acababa bajo el pírrico árbol de Navidad que reinaba aquellos días sobre nuestras vidas. No recuerdo haber sido tan feliz en ningún otro momento de mi vida.

Aquella costumbre duró demasiado poco tiempo. Trece años, exactamente. Comenzó dos años antes de mi nacimiento y termino bajo los ruedas de un Peugeot conducido por un borracho once años después. La muerte de mi padre me hizo temer que la realidad siempre ganaría las batallas que disputase a la fantasía. Como así fue. Tan solo quedó un reducto de fe en mí, el convencimiento de que toda aquella parafernalia debía tener sentido.

Desde entonces las cenas navideñas entraron en declive. Primero dejaron de ser divertidas. Después, cuando nos convertimos en adolescentes, encontramos el modo de zafarnos de la incomodidad de aquellos días con cualquier excusa: quedadas con amigos para dormir, viajes a casas de familiares lejanos, encierros voluntarios en nuestros cuartos con la excusa de inoportunos dolores de cabeza. Lo cierto es que mis dos hermanos mayores tomaron un rumbo mientras Ana y yo tomábamos otro divergente en cuanto las cuerdas de tiempo que nos contenían se aligeraron. Mis hermanos mayores se convirtieron en personas consecuentes y responsables padres de familia. Mi hermana y yo, reductos de fe en imposibles nos convertimos en líneas temporales que añoraban el pasado renunciando a vivir el presente. Nos envolvimos sobre nosotros mismos sin dejar que nadie traspasase nuestras costuras. Ana se volcó en el estudio. La primera de su promoción en la facultad de arqueología. Comenzó desde aquel día una interminable diáspora de un país a otro, siempre que el siguiente destino fuese más lejano que el anterior. Yo, por mi parte, me convertí en el asesino de mi padre, un borracho que coleccionaba empleos basura sin horizonte. Tuve una veintena de trabajos de los cuales de al menos seis no recuerdo nada. Siempre en fábricas localizadas en el extrarradio. El más duradero de ellos duró seis meses. Una factoría de tornillos que cumplía su promesa de alienar a quien traspasase sus puertas gracias a un trabajo mecánico que consistía en colocar piezas metálicas en los orificios de una máquina modeladora. Después, retirabas el resultado, lo pulías y otra vez comenzaba la misma rutina. Así ocho horas en las que el ruido impedía que te comunicases con nadie más. Fue mi mejor trabajo y fue en aquella época cuando recibí la llamada de Ana. Mi amada fugitiva.

Hace ocho años, la última vez que se reunió la familia con motivo del regreso de mi hermana tras diez años de viajes sin pausa, la esperamos para ofrecerle una fiesta en casa de mi madre. Anunció su llegada para mediodía de modo que nos reunimos muy temprano para adornar el salón con guirnaldas, preparar comida y bebida para alimentar una región entera y apostarnos en las ventanas aguardando un regreso que nunca se dio. A las ocho de la noche mi madre nos despidió y se fue a su cama. Nos fuimos de allí sin que los hijos de mis hermanos mayores pudiesen conocer a su tía viajera. Las bombas de confeti se quedaron sin descorchar.

Supe de ella cinco años más tarde, cuando recibí una carta sin ninguna nota que contenía una fotografía suya acompañada de un niño negro. Tras la fotografía, garabateado con prisas, un breve texto: tu sobrino Samuel. No sentí ninguna emoción cuando tuve la foto en mis manos. Mi corazón había dejado de bombear sangre y no estaba dispuesto a que nadie lo distrajera de su labor autodestructiva.

A las cuatro de la mañana de un sábado mi teléfono se iluminó. Vi su nombre brillar en la oscuridad y no lo quise coger. Estaba borracho y seguramente enfadado. Las emociones se mezclan cuando tu cabeza se envuelve en vapores etílicos. A la tarde siguiente, en cuanto estuve sobrio, me arrepentí de no haber contestado. Marqué aquel número dos, cuatro, quince veces. No respondió, tan solo recibí un mensaje de texto al vigésimo intento: Ven a verme. Seguido de una dirección.

II

LIMONES

Es la casa de un amigo”

Samuel pasará la Navidad con su padre”

¿No me vas a abrazar?”

Las frases que emitía su garganta procedían de un largo tubo metálico. Antes de salir de casa, no lo pude evitar, bebí unos tragos de tequila. La torpeza de mis movimientos me delató.

Siéntate”

Tengo algo que contarte”

¿Me abrazarás o no?”

No la abracé. Estaba borracho y seguramente enfadado. Me senté.

Pensaba que no volvería a verte”, le dije.

Yo tampoco tenía ganas de volver a veros, salvo a ti”, respondió.

Su indiferencia hacia nuestra familia me dolió para mi propia sorpresa pues yo mismo seguía la misma política de tierra quemada. Hacía años que no veía a Saúl y Joel, mis hermanos mayores. Por Navidad tenía noticias de ellos en mi buzón en forma de felicitación navideña. Les veía vestidos de renos, de pingüinos o de Santa Claus, siempre sonrientes junto a sus mujeres e hijos cada vez mayores, satisfechos de hacer el ridículo por una buena causa. Porque hacer felices a tus hijos en Navidad sigue siendo una buena causa, supongo. Antes abríamos un atlas. Hoy posas vestido de mamarracho frente a una cámara.

¿Quieres saber cómo están Saúl y Joel?

No”, respondió secamente.

Yo tampoco necesitaba suministrarle aquella información.

¿Y mamá? ¿Quieres saber algo de ella?”.

Sé cómo está. La visito con frecuencia”.

He de admitir que aquella revelación me sorprendió. Más por el silencio de mi madre que por el hecho de las visitas furtivas.

¿Para qué querías verme?, le dije en tono directo. No estaba dispuesto a perder más tiempo en vaguedades.

¿Quería saber si aún no has perdido la cabeza?”.

He estado cerca”.

¿Qué quieres beber?”

Su pregunta tenía fácil respuesta. Cualquier cosa con alcohol. Mientras llenaba un vaso de whisky expresó un impostado interés por mi vida.

“¿Alguna vez has dejado de beber desde que me fui?”

Hace años conocí a alguien. Me obligó a elegir entre ella o la botella”

Ana se sentó frente a mí.

Tomaste la decisión equivocada”

Hice un leve gesto de asunción con la cabeza. No hubo más preguntas sobre mi vida. Al fin comenzaba el combate.

Quiero contarte una cosa”

Aquí estoy”

Lo encontramos, Alex”

¿El qué?”

Aún no estoy seguro de que lo que me contó fuese real o producto del alcohol. Me habló de becas, de excavaciones que abarcaban centenares de metros bajo la tierra congelada, de hallazgos incomprensibles en Finlandia. Recuerdo que una de las rutas que tracé de niño seguía la ruta del país de los mil lagos. Me gusta tanto esa definición: país de los mil lagos. Mi mente se centró nuevamente al ver cómo su cara radiante se disponía a ejercitar el tachán final. Vi cómo una luz inundaba sus rostro como cuando la página treinta y dos del atlas de mi padre se desplegaba.

Existió”

¿Quién y en qué me afecta a mí?”

Santa… Bueno, algo parecido a Santa”.

Hizo una pausa, quiero creer que no fue dramática, para beber un sorbo de chocolate caliente. Tras un primer sorbo, prosiguió la puesta en escena.

Primero encontramos ruinas de edificaciones donde nunca antes se habían documentado asentamientos humanos. Después documentos redactados sobre piel de caribú en un extraño idioma que incluía refinados mapas de regiones lejanas al polo. Todo ellos con apariencia de haber sido producido hace al menos diez siglos. Una locura. Hasta que finalmente, lo encontramos.”

No me gustan los juegos mentales. Dímelo de una vez”.

Ana se levanto guiada por su entusiasmo en busca de unas fotografías que me entregó como si se tratase del oro que los reyes magos entregaron al hijo de un carpintero. Incluso inclinó la cabeza al hacerlo. En las fotografías pude ver un extraño artefacto de madera de tamaño descomunal.

¿Qué es?”, pregunté.

Al principio dudábamos sobre su función. Pensamos que podría tratarse de restos de alguna edificación o algún vehículo para desplazarse sobre el hielo. Hicimos reconstrucciones por ordenador de lo que podría haber sido aquello. Los resultados fueron inconcluyentes hasta que apareció la silueta de un trineo en la pantalla”.

Me enseñó una fotografía de la reconstrucción infográfica. Ciertamente, aquel artefacto se parecía a la concepción que tenemos de un trineo. Un trineo de un tamaño monstruoso. Tan grande como un barco.

¿Cómo se movía este trasto?”

Eso es lo mejor”, contestó Ana.

Ana se puso en cuclillas frente a mí y me miró intensamente con sus enormes ojos azules.

“El viento polar es muy fuerte. Corre sin obstáculos que le frenen de norte a sur y de este a oeste. Pero esa cosa no tenía nada parecido a un mástil. Sin velas ni hay forma de mover eso salvo que dispusieras de animales del tamaño de un edificio de cuatro pisos o… de una fuente de energía interna”.

El entusiasmo de Ana crecía conforme avanzaba su exposición. Superada la euforia su actitud se convirtió en éxtasis con la siguiente revelación.

Aquello no era humano, Álex.”

Se volvió para rebuscar de nuevo en la montaña de carpetas que cubrían su mesa. Sus manos temblaban de emoción cuando tomó una de ellas, de color encarnado con ribetes plateados. Aquella distinción me hizo suponer que su contenido debía ser extraordinario.

Tras dos años de excavaciones encontramos todo tipo de utensilios y multitud de objetos que no supimos catalogar”

Como el trineo gigante”, apunté.

El trineo es algo insignificante comparado con lo que te voy a mostrar”.

Abrió la carpeta. La visión de miles de huesos revueltos en una fosa me revolvió el estómago.

¿Restos humanos? ¿Encontrasteis a los moradores de aquel lugar?”, musité.

“No”, respondió secamente Ana.

Barajó las fotografías que se presentaban ante mis ojos de modo ametrallado.

El ADN de los huesos muestran que se trata de seres humanos de diversas procedencias y épocas. Había polinesios, europeos, africanos, americanos. Personas que vivieron en el siglo V, en el XI y en el XIII. La datación cifra que los restos fueron depositados allí a lo largo de mil años”.

Quedé anonadado. Hacía tiempo que había perdido el interés por cualquier otra cosa que no fuese mi propia miseria y ahora todas aquellas revelaciones se presentaban ante mí.

Santa existió, Alex. Al menos algo parecido a él solo que no repartía regalos… salía de cacería”.

III

ESTRELLAS

Abracé a Ana antes de marcharme de aquella casa. Abrace los restos de la niña que fue. La mujer resultó ser una desconocida propietaria de fulgor negro que me asustó. Su felicidad por aquel infausto hallazgo excedía el interés arqueológico. Aquello era algo personal para ella. Había conseguido vengarse de la Navidad. Desposeerla de su mágia. Por esa razón me mostró su descubrimiento, quería que fuese su cómplice. El círculo se había cerrado. La Navidad mató a nuestra infancia y nosotros decidimos matarla a ella. Cuando aquella revelación se hiciera pública supondría un golpe definitivo para una celebración que hacia décadas estaba trastabillada. Al tiempo, supondría la consagración de las navidades desprovistas de cualquier símbolo más allá de un abeto nevado. Navidades asépticas en las que se celebraría cualquier cosa. Por ejemplo, la clarividencia y santidad que proporciona el whisky irlandés.

“Mañana todo habrá acabado”, dijo. El estudio se daría a conocer la semana siguiente a través de medios especializados. La última navidad tal y cómo la entendemos estaba en proceso. Una época del año que había dejado de interesarme hacía treinta años. Paseé de vuelta a casa cruzándome con cientos de personas. Unos de compras, otros embriagados no necesariamente de alcohol. La contemplación de aquella farsa reafirmó mi ánimo vengador. Algunos niños lloraban pidiendo a gritos dulces. Otros reclamaban atención. Nadie ofrecía nada. Me detuve en un bar atestado del que brotaban gritos de euforia y rabia.

De vuelta en casa, arranqué la hoja del calendario que daba paso al veinticuatro de diciembre. Mi cumpleaños y la última nochebuena tal y cómo la entendíamos. Merecía una celebración adecuada. Busque entre los libros el atlas de mi padre para contemplar el polo norte una vez más, pero el libro no apareció. En cierto modo fue una liberación. Ya no dependía de viejos ritos. Después busqué un cuaderno que inmediatamente, como poseído por los cristales de hielo que flotaban por las calles, comencé a garabatear. Quince minutos más tarde arranqué la hoja y la fijé en una pared con unas tiras de celofán. Contemplé entonces mi obra. El primer árbol de Navidad que tuve desde que era niño.

BREVE EPÍLOGO

Siete años después de mi encuentro con mi hermana el estudio que demostraba la presunta naturaleza caníbal de Santa seguía sin ser publicado. Imaginé que se estaría apolillando en algún archivador al que nunca roza el sol. Mejor así.

Hoy es veinticuatro de diciembre de 2027. Hoy mi hija cumple 5 años. Quién podía imaginar que algún día sería padre. Miranda nació el día en que cumplí cuarenta y cuatro años. Dicen que es algo infrecuente que el día de nacimiento de un padre y su hija sea el mismo. Que además sea el día de nochebuena es sencillamente asombroso. Eso dicen. Si además nevase sería un combo difícil de igualar, y para esta noche anuncian nevadas. El azar.

He salido temprano con ella para comprar un atlas. El más detallado que pueda encontrar. Quiero reiniciar con ella la tradición de mi padre por varias razones. La principal es que quiero intentar volver a ser plenamente feliz y compartir esa felicidad con ella. Lo que no comprenden los que odian la navidad, entre los que me encuentro a mi pesar, es que no les pertenece a ellos. Le pertenece a los que observan figuras navideñas con la mirada aún pura. A los inocentes. A los que saben ser felices sin reclamar que otro ejerza esa tarea. Le pertenece a mi hija y, de algún modo, al recuerdo de los que Ana y yo fuimos alguna vez.

El Soldado…

Antes de abandonar este lugar a su suerte sucedieron muchas cosas. Una de las más relevantes duerme en este momento a escasos tres metros de mí. Además publiqué un libro del que me siento muy orgulloso pese a ser consciente de sus limitaciones. De vez en cuando presento una película en la Filmoteca de Navarra. No soy un orador brillante, sin embargo al menos en media docena de ocasiones quedé contento de mi trabajo. Incluso escribí durante un par de años en una revista digital y fui entrevistado en un par de programas de radio. Así, leído de modo aséptico, podría parecer que han sido años fructíferos profesionalmente hablando. No lo han sido. Muy al contrario, han sido frustrantes en parte porque abandoné a su suerte este lugar en el que fui feliz.

En una escena de la extraordinaria «Tierras de Penumbra» un profesor le cuenta a su alumno el motivo por el que ama los libros: «Leemos para saber que no estamos solos». Subo la apuesta metiendo en el saco a las películas. Cuando en 2004 comencé a leer blogs de cinéfilos se amplió mi horizonte mental de modo inimaginable. Compartir tus filias y fobias con otros, siempre con respeto y empatía, te hace mejor y aleja el complejo de endogamia y ombliguismo que acecha a todo cinéfilo. Llegar a conocer personalmente a algunas de las personas que conocí a través de este lugar fue aún mejor. Después llegó el apagón (en cierto modo, el sacrificio) forzado por la mejor de las causas: mis hijos. El amor que siento hacia ellos va más allá de todo lógica, sin embargo este lugar, de vez en cuando, se abría camino entre pensamientos de horarios de comidas, paseos y pañales.

Durante el apagón he recordado a menudo a ese genio de la magia argentino llamado René Lavand. Un mago propio de ser representado por Danny Rose: demasiado viejo, manco y contador de historias. Tengo grabada en mi memoria una de aquellas historias que convertían sus trucos en actos de fe poéticos. La historia del soldado que tras la batalla quiso volver al frente para encontrar a su mejor amigo. «Está muerto. ¿Para qué quieres volver?», le dijo su superior. «Debo volver», contestó el soldado. Su superior le repitió varias veces que su viaje era inútil y peligroso. «Está muerto», decía uno, «Debo volver», contestaba el otro. Y el soldado se marchó. Varias horas más tarde regresó con el cuerpo de su amigo cargado sobre sus hombros. «Te lo dije, está muerto», señaló su ufano superior. «No lo estaba cuando llegué», contestó el soldado. «Llegué a tiempo de escuchar sus últimas palabras». «¿Qué dijo?», preguntó su superior. El soldado enjugó sus lágrimas y con voz quebrada contestó: «Sabía que vendrías».

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Cuatro cuentos y una canción de Navidad…

Han pasado doce años desde que en este blog se celebra la navidad con una reunión de amigos contando historias alrededor de una hoguera virtual. Nunca pensé que fuese a durar tanto, y este año (tortuoso) está suponiendo una prueba esa convicción. De hecho, en esta ocasión la logística ha sido tan compleja que la publicación de los cuentos se ha desplazado del día de nochebuena a la noche de reyes, día con menos pedigrí pero suficientemente evocador.

Lo cierto es que ya no somos los mismos. Envejecemos y mostramos los cambios que experimenta nuestra alma a través de cuentos que deben leerse entre líneas. Las huellas de nuestra trayectoria vital se encuentran en nuestros cuentos. Nuestros momentos vitales están ahí, ocultos entre las letras. La navidad es el pretexto perfecto para vaciarnos un año más.

Pero antes de leer, escuchemos una canción. Desencantada y melancólica como lo es la navidad, como lo son los cuentos de este año. Una canción tan hermosa que no parece carcomer por dentro cada vez que  Tom Waits lanza una andanada de su voz cavernosa directa a nuestro flanco más vulnerable.

Sean felices. Feliz Navidad a todos…

UN LUGAR EN EL MUNDO

Por Mycroft.

El mundo nos rompe a todos, más después, algunos se vuelven fuertes en los lugares rotos.”

(Hemingway)

«Cuando comparas los dolores de la vida real con los placeres de la vida de la imaginación, nunca querrás volver a vivir, solo soñar para siempre».

(Alexandre Dumas, El conde de Montecristo)

No se puede simplemente idear una buena historia; tiene que ser destilada».

(Raymond Chandler)

*

Crujía la habitación con el frío, crujían los azulejos de mosaico de las paredes, crujía el cabezal de la cama de madera carcomida, crujían las ventanas con barrotes y cristales rotos, crujían hasta las magras sábanas

En ocasiones ella se despertaba y no sabía donde estaba, o más bien creía estar en otro lugar. Creía sentir el peso de las mantas lejanas de la habitación de su infancia, sentir el calor confortable del viejo cubil, cuando todos no estaban todavía muertos o perdidos por el mundo. Era una sensación espectral, como un miembro fantasma que le pica a un tullido, un cálido espejismo que se desvanecía para dejarle con el frío crujiente de la calle o del sanatorio.

Era más piadoso llamarlo sanatorio que manicomio. Sus muñecas despellejadas por las correas palpitaban a la luz de la luna, un dolor sordo, pulseras ceñidas teñidas de sangre seca, sangre vieja, sangre antigua, de horas, días, ¿meses? Pasados,

Soy un peligro para otros y para mi misma. Soy un peligro para otros y para mi misma. Un ejercicio de cambio de conducta prescrito por los sabios de bata blanca. Escríbelo mil veces en tu cuaderno. Al finalizar, escríbelo mil veces más, hasta que dos mil veces se vuelven diez mil veces, y cúantas diez mil veces hacen una vida entera, con los lápices de punta roma, nunca afilada, requisados cada noche, porque la pluma es a la vez una espada, y los renglones pueden torcerse en versos por los márgenes del papel pautado en líneas azules e infantiles, líneas que la definen. Un peligro.

En ocasiones ella despertaba y pensaba que seguía en la calle, un fardo en el suelo cuyo pecho rítmicamente se movía como un fuelle, mientras soñaba con una libertad basada en la falta total de expectativas. En una brújula rota, en un reloj parado que había sido toda su herencia. La calle significaba precaución, especialmente en los últimos meses que veían la década de los sesenta morir.

Despertar de pronto y notar una mano encallecida, marrón, de largas unas ennegrecidas taparle la boca mientras su par le subía la falda, sabedora de la impunidad de joder a una paria, a alguien que es nadie para todos. Los grupos de idealistas y buscadores de una vida auténtica de unos años antes habían aumentado en manadas de gentes desconcertadas, famélicas, y desesperadas, adictos a las drogas, y con ellos habían venido los proxenetas, los dealers, los salvajes, rompiendo el sueño, rompiedo a la gente.

Negarse a moverse de un parque cuando un policía le había zarandeado como a un muñeco en el aire, como quien lanza piedras a un perro para que se aleje. Resistir, reivindicar su derecho a vagar libre, sin rumbo, a no ser un objeto útil de la sociedad, un ama de casa, una secretaria, una madre, un papel en una película que no hubiera escrito, se tradujo en un golpe que le saltó cuatro dientes, se tradujo en el internamiento. Histeria primero. Sociopatía después. Etiquetas que colocar a un abrigo viejo que se entierra en el desván.

-Tengo frío- se escuchó decir.

-Yo también- dijó habitación 36. Habitación 36 era la chica del habitáculo contiguo.

**

-Dos chicas de Las Hermana Caritativas de San Francisco han desparecido. Una de ellas, pobre saco de huesos, una vagabunda. La otra la heredera del imperio de ketchup Heiss. Psicótica. Como una cabra.

Phillipp Chandler escuchaba al policía recitar con voz monótona la historia, mientras liaba un cigarrillo. Como todas las historias, uno no puede fiarse del narrador. Especialmente de un narrador desganado. Smith Jones había decidido subcontratar el caso, porque exigía demasiada imaginación.

-No me gusta, Chandler. Dos habitaciones cerradas con llave, ventanas con barrotes. No me gusta. Y no quiero ser el que señale con el dedo a nadie.

-Eso me lo dejas a mi, claro.- Acabó de cerrar el cigarrillo lamiendo el papel y lo dejó junto a otros tres en su escritorio. Tal vez más que un vicio era un hobby basado en las manualidades.

-Por un precio- ¿Por qué tenía la bofia que ser siempre tan despectivos? Como si ellos no tuvieran cada mes un cheque.

-Por un precio- Repitió Chandler entornando los ojos, levantando el mentón y señalando con la cabeza el mueble bar con botellas a sólo dos tragos de ser vaciadas- Sé que soy un cliché de las películas de RKO, pero ese mueble bar no se llena con sonrisas y buena voluntad.

-Ponte en marcha. – Smith hizo un vago ademán con la mano- Puede que hallan enterrado en ese antro a la loca del ketchup, pero es malo para los negocios que además de tener una tarada por hija, se sepa que la has abandonado. Heiss nos anda jodiendo todo el día.

-Y eso fastidia tu fabuloso ritmo de trabajo, tu rédord de cero casos resueltos por hora.- Phil esbozó una sonrisa mordaz

-Jódete Chandler- escupió Smith.

-El aprecio es mutuo- dijo el sabueso mientras se ponía el sombrero fedora cubriendo su grasiento y escaso pelo.

***

Ellas pasaron la noche calentándose en el fuego de la esperanza en el que tantos han ardido y perecido, Habitación 35 y Habitación 36 susuraban secretos hendiendo el silencio con palabras como dagas. Habitación 36 creía todavía que era posible salir de allí, creía que su abuela materna no permitiría que aquello durara más. Aunque en su fuero interno dudaba de que la voluntad de aquella mujer que le acarició el pelo en noches de historias familiares, de cuentos de la guerra civil, de canciones navideñas, fuera tan firme, y que su decrépito estado le permitiera un rescate. Sin embargo intentando convencer a Habitación 35, casi conseguía convencerse a si misma.

-Ha estado enviándome mensajes en postales.-su voz temblaba- Vendrá.

-¿Y cómo han pasado la censura?- Objetó 35.

-Estaban en clave.- 36 parecía segura- Sólo yo podía entenderlos.

-Claro, estaban en clave- Habitación 35 casi sonrió.

-Vendrá. Aprovechará que es temporada de visitas. Tiene un plan.

-Tiene un plan- 35 hizo esfuerzos por no sonar burlona- Bueno, es más de lo que tenemos nosotras. ¿Tu también estás atada?

-Si- dijo escuetamente 36- Duele.

-¡Silencio!- El guardia entró violentamente en la habitación 35, con sus grandes zancadas, con sus brazos gigantes- ¡Calláos!- Apretó las correas de 35, hundiendo la carne de sus muñecas surcadas de marcas como lechos de ríos secos de tiempos antiguos.- Jugáis con fuego, niñas, jugáis con fuego.- dijo de forma cruelmente condescendiente, en su mente paternal- Estáis a una frase para que os apunte a la excursión al doctor Lobotomía.

Las palabras de pronto se secaron en las gargantas de ambas, y la llama de la esperanza se volvió azul como una vela en una habitación cerrada cuyo oxígeno menguante parece sofocarlo todo. Porque sabían que era una excursión de la que no volvía nadie.

Hicieron patéticas promesas de sumisión, ruegos, muestras de contricción que provocaron una sardónica sonrisa satisfecha del enfermero.

-De todos modos, tengo que informar a las Hermanas. Sabéis, Caritativas sólo lo son en el nombre que cuelga de ese muro de ahí fuera. Todas vosotras necesitáis mano dura- concluyó, satisfecho de su lección- mano dura es el único lenguaje que entendéis.

****

Smith y Chandler examinaron las habitaciones. Los celadores aseguraron que estaban cerradas con llave. Las ventanas, aunque rotas, algo que dejaba poco a la imaginacióan acerca de la calidad del lugar, tenían los barrotes intactos. Era el clásico enigma de la habitación cerrada. Pero la calle Morgue quedaba a miles de kilómetros de distancia.

-Bonita pulsera- Chandler tocó el cuero de las correas. Smith miró a uno de los dos celadores e hizo un gesto vago con la cabeza. Desaparezcan, pareció indicar. Lo hicieron.

-¿Qué opinas?- Smith masticó despacio las palabras dando a entender que tenía su propia opinión.

-Alguien miente. No es que me sorprenda. Pero o bien salieron por la puerta con ayuda y la negligencia está siendo tapada. O bien salieron por la puerta, con otro tipo de ayuda. O son las hijas secretas de Houdini.- Chandler hizo una pausa- No es exactamente el Ritz, y cuando entramos por la puerta, no me pareció que nadie estuviera recuperando el juicio aquí. Especialmente los loqueros- Smith se acariciaba la barbilla pensativo.

-No voy a decirte cómo hacer tu trabajo- Dijo despacio Smith- Pero te voy a decir algo. No voy a golpear un panal de abejas con un bate. Tú estás en el caso. Me ocuparé de que tanto si descubres algo, como si no, sea tu nombre en negrita en los diarios el que tenga la culpa.- Smith suspiró- Tienen un bonito negocio aquí montado.

-Ya pensaba yo que un caso como este la policía no me lo mete en el bolsillo por solidaridad profesional- Chandler chasqueó la lengua- me rompes el corazón.

-Si tuvieras uno que romper…- Smith hizo una mueca- eres mayorcito, ya sabes sobre Papa Noel.

-Ahora si no las encuentro…

-Cuando no las encuentres quieres decir- aclaró Smith

-Cuando no las encuentre, los Heiss tienen mi nombre en una diana de dardos y la policía de San Francisco puede quejarse amargamente de los amateurs…

Smith se encogió de hombros- Viene con el trabajo.

Chandler concedió con un ademán de la mano derecha, mientras con la izquierda acariciaba todavía el áspero cuero de la correa de contención.- Me he fijado en que las camas estaban hechas. ¿Te importa ir tirando, y, a la salida, firmar por mi?

-Claro, te has ido antes que yo. De hecho, ya no te veo. Buen truco.- Smith se dirigió a la puerta.

-Voy a velar a un par de fantasmas.- Smith se paró en el humbral. Iba a decir algo, pero simplemente se fue.

*****

El círculo de sillas era un quién es quién de juguetes rotos y lo que una aprendía la primera semana era en que aquella era la herramienta más eficaz para hacerles daño. Todos los secretos que pudieras soltar con la guardia baja en un momento de hipotética catarsis terapéutica serían utilizados en tu contra, figurarían en tu expediente, serían diseccionados, delicadamente fundidos para fabricar balas de plata para derribar al monstruo que habían etiquetado con tu rostro.

Sin embargo, había que dar la apariencia de estar abriéndose, y proporcionar material falso al Dr. Lobotomía, que era quien últimamente presidía el tribunal, quién utilizaba todos los trucos de psicología de programación de las sectas y cultos destructivos. Y se le daba muy bien. La clave era mezclar la metira con trazas de verdad, agazapar las esperanzas con las que llegó a Calfornia huyendo de la violencia del hogar, con su guitarra y un puñado de canciones folk, y hablar eso sí como la esperanza puede romprese cono la madera de un instrumento de músico callejero, hacer crac, y no recuperarse nunca.

Lo que era más inquietante era que últimamente, los viejos rostros iban desapareciendo, la rotación de rostros era mayor, y poco a poco las figuras conocidas se iban desvaneciendo en el horizonte del ayer como un sol de atardecer que no es nunca dos veces la misma estrella.

Nadie comentaba si habían sido dadas de alta. Lo cual significaba que con toda seguridad no había sido el caso. El momento se hacía cada vez más desesperado para 35 y 36.

-A veces pienso que si soy como ellos dicen, que este es mi lugar- susurraba 35.

-¿Cómo te ingresaron aquí?- Preguntó 36 con suavidad. Sabía que en ocasiones, las preguntas como esa son dedos hundiéndose en las llagas más dolorosas.- ¿Fue tu familia?

-Un policía- 35 siseó- Una noche en que me atacaron unos niños ricos. Se divirtieron un poco conmigo.- Cogió aliento- Por turnos. Conseguí agarrar una piedra. El último de ellos no volverá a comer otra cosa que sopa de pollo.- sonrió en la oscuridad- Pero la poli no me creyó. Yo no era nadie.

36, la heredera de los Heiss, suicida, depresiva, delirante, había deseado no ser nadie desde que era niña. Estar fuera de los focos, y tal vez, sólo tal vez, sin los focos sobre ellos, recibir algún tipo de afecto de su padre y su madrastra. Tras su segundo intento de suicidio, seguía siendo una Heiss, pero aparacada en donde no pudiera estorbar, estaba definitivamente fuera de los focos. Estaba comenzando a ser una nadie. Excepto para la abuela.

-Nuestro momento llegará. Ella vendrá- dijo con voz queda.

-Eso espero- replicó 35.

******

El abrecartas, una daga estilo cimitarra con rubíes de imitación en el puño dorado, serviría. Chandler se había quedado en el cuarto de baño, subido a la taza, tratando de no estropear sus zapatos buenos (no nos engañemos, su único par de zapatos en realidad) y había esperado al cierre del sanatorio. Sólo quedaban los celadores de guardia. Ahora estaba en el despacho del director, el doctor Bob Ritter. Llamado por los internos dr. Lobotomía.

El cajón cerrado con llave del escritorio tenía un escueto contenido. Una lista de nombres de pacientes tipografiada con unos símbolos manuscritos adjuntos, un manojo de llaves y una pistola Luger.

La puerta del despacho se abrió de pronto y entró un tipo con una pistola. Chandler silbó admirado.

– Una Sig Sauer P226.- exclamó- Se la he pedido a Papá Noel pero creo que he sido un chico malo este año.

– Cállese. Silencio- dijo de forma alarmantemente calmada el tipo, que llevaba una bata médica.

– El doctor Livingston, supongo- Chandler bromeó, aparentando una calma que le faltaba.

– Ni se le ocurrrra cogerrr la Lugerrrr- Dijo Ritter con un fuerte acento alemán.

– Déjeme adivinar- Chandler trataba de ganar tiempo para ver si se le ocurría una genial idea. Las geniales ideas parecían eludirle, sin embargo. Además del arma, el buen doctor tenía la complexión de un jugador de fútbol americano- ¿Operación Paperclip?- soltó sólo para mofarse del acento alemán.

Sin embargo, toda la sangre de la cara de Ritter pareció coger un billete de vuelta a Baviera. Por edad, no era imposible. La Agencia se había traído a cuántos científicos chiflados habían podido echar el lazo. Habían pasado muchos años, y algunos pecados habían sido lavados con años de buena vecindad americana, cohetes de Von Braun, y un nuevo puñado de pecados para una nueva patria.

-¿Dónde están la señorita Heiss y la señorita Rutledge, Fritz? – Era una pregunta casi retórica, existencial, lanzada para ver la expresión facial del doctor, que era como un folio en blanco tallado en una hoja de granito.

– ¿Que parrrte de “Silencio” no entiende, picapleitos? -dijo el médico- Y no soy alemán, soy amerrrricano.

– Por supuesto. No lo dudo. Apuesto a que sus antepasados recogían algodón en Alabama y en su casa aún tienen un retrato del buen señor Abraham Lincoln- Un simple paso que pareció abarcar toda la habitación puso al gigante alemán a esasos centímetros de Chandler y un certero, rápido y seco golpe con la culata de la pistola lo dejó sin sentido.

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Una no piensa en un flamante Camaro Z/28 del 68, blanco como la nieve, como el coche que conduciría tu abuela, con la radio a tope y “Everybody’s Been Burned” de los Byrds atronando por la radio a la autopista de la noche, con destino a los desiertos de Palm Springs. Era un coche del demonio, comía millas rápidamente con la elegancia y la poca discreción con que un misil atraviesa territorio enemigo.

Habitación 36 había escuchado la cerradura de su habitació abrirse y había visto a una mujer vestida como una de las monjas que hacían las veces de enfermeras y ayudantes del demonio, pero que normalmente por la noche fiaban su misión a las correas, los celadores, y al Dios vengativo del viejo testamento.

Si parecía una enfermera, se movía con el sigilo de un ninja. Se llevó un dedo índice a los labios, y comenzó a liberarla, primero una muñeca, luego la otra, y entonces los problemas empezaron. Hacía muchas lunas que no había visto su rostro y no estaba segura de poder recordarlo, pero había algo peor.

No había modo de saber si aquello estaba ocurriendo de verdad, o seguía atada a la cama y su mente había decidido que ya había tenido demasiada realidad que digerir. No había modo de saber si seguía en el infierno en la tierra, o se abría una pequeña rendija por la cual escaparía no del fuego y del azufre, sino de aquello que los hombres están dispuestos a hacerse a ellos mismos.

No había objecto en preguntárselo- Mi amiga, tenemos que llevarnos a mi amiga- Habitación 36 habló con urgencia en voz baja, pero que no daba pie a ninguna negociación. Hizo una pausa- Gracias- Dijo cansada, enormemente cansada, pero con esperanza.

Abuela hizo una seña hacia la llave como diciendo, y a mi qué me cuentas, bastante difícil ha sido conseguir esta a cambio de un buen fajo de pasta. Desde la habitación contigua sonó una voz- ¿Hola? ¿36?

Abuela cerró los ojos, contó hasta diez, y decidió improvisar.- Toma- le dijo a su nieta, que seguía sin saber si estaba alucinando o no. Le alargó un hábito de monja.- Cámbiate en el cuarto de baño del personal. Al final del pasillo la puerta de la derecha- susurró- Y trata de no cruzarte con nadie. Ve rápido, y ve con cuidado. Como un conejo en temporada de caza.

Habitación 36 se dirigió a la puerta con el corazó latiéndole a mil, se volvió, y vió a su abuela haciéndole la cama, como cuando era niña y pasaba un fin de semana en su casa. Le hizo un gesto con la mano apremiándola.

Era el momento de saltar al vació sin mirar si había red debajo. Y si no era real, al menos podría escapar en sus sueños.

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Aquello era un zulo. Algún tipo de fábrica abandonada, llena de hierros oxidados, antiguas máquinas echadas a perder, y al parecer, ahora era un trastero donde poner seres antiguos humanos oxidados, echados a perder.

El dr. Lobotomía hacía honor a su nombre. Habrían allí unos 25 individuos. En distintos estados. Ninguno en buena forma. No había rastro de Ritter, pero si de su material médico, y en un apartado del hangar, una pequeña e insalubre parodia de quirófano donde el alemán hacía su magia buscando al paciente perfecto. Una pista, no lo había encontrado todavía.

Chandler tardó un rato en descartar la presencia de las desaparecidas allí. Las sucias caras y los ojos sin vida hacian difícil la tarea. No habían correas, ataduras, salas de contención. No tenían objeto. Los pobres diablos parecían sufrir el encantamiento de una bruja mala. Descansaban en futones, o sentados en el suelo en posición fetal. Otros simplemente vagaban con pasos tambaleantes como alguien que ha olvidado de dónde viene y hacia dónde va.

Él esta atado a una tubería, y estaba preparado para hacer un ejercicio de contorsión hasta la navaja automática que guardaba en el calcetín. Todo el mundo buscaba una pistola de repuesto en la tobillera, porque han visto demasiadas películas de detectives, pero nadie se pone a registrar los pies. Hay que apuntar que no es una idea estupenda, una vez la navaja se abrió por si sola cuando corría tras un objeto de interés. En el hospital aún le conocen como el tipo que se apuñaló a si mismo.

Así que trató de pensar. Ritter hacía experimentos con los pacientes de los que nadie iba a acordarse. Los viejos hábitos de la vieja patria. El complejo de Dios. O el simple hecho de ser un nazi hijo de perra y un sádico. O bien aquellas dos desdichadas habían escapado de veras, o, más probablemente, habían servido de conejillos de indias a Ritter por un tiempo y ahora descansaban bajo el sol del desierto esperando a los coyotes.

Ahora iba a ser su turno de perder absolutamente toda consciencia. Aquello que hacía que Chandler fuera Chandler. Y no había estado toda su vida cultivando sus malos modales, y labrándose una carrera a pase decibir culatazos de pistola y acumular deudas, para simplemente desvanecerse.

Pero lo que realmente hacía que Chandler se afanase desesperadamente por hacerse con la navaja no era los rostros tristes, silenciosos y mortecinos, ni el dolor en la cabeza, ni el ansia de venganza, ni las dos chicas posiblemente muertas, ni la copa de zumo de malta fermentado de su apartamento para uno con gato y refrigerador vacío.

Era el pánico sordo de la conclusión a la que había llegado estando entre la espada y la pared. Si desapareciese por completo, si Ritter llegase esa noche y le abriese un hoyo en la cabeza, nadie iba a echarle de menos.

Chandler consiguió cortar sus cuerdas, y se dirigió a buscar una salida. La encontró, ni siquiera estaba atrancada.

– Chicos, Chicas, podéis salir- gritó. Le miraron sin comprender. Dejó la puerta abierta, pero la verdadera prisión seguía cerrándoles el paso hacía el aire fresco de la noche, hacia la libertad.

– ¿Y dónde coño estoy?- Preguntó al viento. Y comenzó a andar.

*********

Una monja anciana abrió la puerta. Parecía haber estado luchando con la cerradura con una llave que no acababa de encajar. Cerró tras de si y dijo en voz muy baja- Cállate. Vamos a sacarte de aquí.- Soltó sus correas y le dijo:

– Desnúdate- Mientras comenzaba a quitarse la ropa. Parecía cansada y triste. Así que la cosa por sorprendente que fuera, no iba con la proverbial pasión de la Iglesia Católica por la carne y el sexo no consentido. Habitación 35 comprendió: Era la abuela de 36.

Cuando se reunieron en el baño, la escena comenzó a ser demasiado surreal para 35. Ahora su abuela vestía como una interna y venía acompañada de una monja. Le costó todavía un momento reconocer a Habitación 35, a quién sólo veía en la Terapia compartida del círculo de sillas. No estaba todavía muy segura de que aquello no fuera un escapismo onírico de una mente que ha sufrido demasiado.

– ¿Qué significa esto?-susurró.

– Siento no haber venido antes, cariño. Yo tampoco era libre del todo, ¿sabes? No estaba en un sitio tan malo como este pero tampoco estaba en casa- La abuela abrazó a 36.

– Gracias, gracias, gracias…- 36 estaba al borde del llanto- ¿Qué vamos a hacer?

– Sólo podéis salir por un sito querida.- sonrió la anciana- Por la puerta, mañana por la mañana. Vestidas como esas brujas que gobiernan esto con mano de hierro…

– Pero abu, sólo tenemos dos hábitos…- imploró 36, que sospechaba la respuesta que iba a recibir.

– Vais a esperar aquí hasta que llegue el personal, vais a caminar con la cabeza gacha, vais a salir por la puerta principal, y vais a iros con esto- le alargó a la joven las llaves de un coche- Es un coche blanco, aparcado justo en frente. Mi tiempo ha pasado, mientras yo espero en la zona común que reparen en mí lo menos posible, aguardaré lo suficiente para que pongáis millas de por medio y cuando crea que es seguro, diré quién soy… Aunque no espero que lo crean…

– Abu, este es un lugar…- 36 comenzó a llorar, su cuerpo guardaba memoria, sus muñecas palpitaban, su boca se secó de pronto, y pensó en todas las personas que desaparecían en el aire sin que nadie hiciera preguntas… las lágrimas corrían gruesas por sus mejillas.

– Por eso mismo. Perdóname por no haber sido lo suficientemente fuerte antes- la anciana parecía avergonzada- Pero ahora tienes una oportunidad de vivir. Útilizala.

Como en sueños, como en paisajes surreales, a la mañana siguiente dos monjas salieron quemando neumático con un hermoso Camaro blanco, en dirección Palm Springs, sin mirar atrás.

La noche había sido larga, y ninguna de ellas estaba demasiado segura de qué hacer a continuación. El miedo a ser libres era, sin embargo, menor al terror de estar viviendo en un sueño dentro de un sueño, de ser un par de mariposas que sueñan ser personas que a su vez sueñan ser mariposas.

**********

– Sabes, es una historia divertida- dijo Smith con una cara muy seria- Condenadamente divertida. Criminales nazis y lobotomías. Estás desperdiciando tu talento, deberían meterte en el negocio del cine.

Chandler se encogió de hombros- Es la verdad.

– Tu verdad tiene un incovenciente, Chandler- Smith se sirvió un buen vaso de Whiskey en un vaso que en algún momento fue transparente, pero que no había conocido una rutina de higiene y mantenimiento demasiado estricta en los últimos años. Estaban en el espartano y sorprendentemente luminoso estudio de Chandler. Cálido en verano, fresco en invierno. Con estupendas vistas a un descampado.

– Ya.- Chandler sabía que más que tener un inconveniente, su verdad era un inconveniente en si misma. No había rastro de pacientes o material quirúrjico cuando alertó a la policía y consiguió ubicar el almacén. Había caminado toda la noche, hasta que un camionero le recogió y le acercó al centro. Un camionero que se sintió algo decepcionado por la falta de interés de Chandler. La soledad en los caminos convierte a los tipos más duros en almas en busca de ternura en los cruces más inesperados.

Chandler meneó la cabeza- Creó que Ritter mató a esas dos chicas y las enterró en el desierto.

– No has podido demostrarlo. Y aunque se lo has dicho a la familia Hess, no parece que tu verdad vaya a convertirse en su verdad. Subir la apuesta de una desaparición a un asesinato… No va a pasar Chandler. No creo que vayan a pagarte las minutas- añadió con solidaria tristeza Smith.

– Lo supongo- suspiró Chandler.

– Sabes, esta no es una visita de cortesía- Smith bajó el tono, se mesó la barbilla, caminó por el diminuto estudio dando la espalda a Chandler- De tu denuncia han pasado un par de semanas. Pero… hace unos días que el doctor Ritter ha desaparecido. ¿No sabrás nada?

– Ya no trabajo en el caso, si es lo que preguntas. No he estado siguiéndole.- Chandler acarició al gato, que estaba subido al tocadiscos, echando a perder un vinilo de Chet Baker. Era un espíritu rebelde.

– No estoy preguntando eso- dijo Smith- Alguién como tú, alguién como yo, no tenemos muchos amigos. Pregunto: si encontráramos a Ritter en un hoyo en el Valle de la Muerte… ¿No encontraríamos huellas verdad?

Chandler se encogió de hombros- Si Ritter era de verdad un nazi, y algún familiar, o algún idiota con espíritu justiciero le hubiera dado un paseo sólo de ida, imagino que no sería tan idiota como para usar su propia arma o dejar una tarjeta de visita- Chandler hizo una mueca- Pero… ¿Qué sabré yo? Soy el detective del que se ríen todos los periódicos de San Francisco, ¿Recuerdas?

Smith asintió, se metió la mano en el bolsillo interior de su americana, y le lanzó unos billetes de diez a Chandler- Cómprate un par de zapatos ¿quieres? Los tuyos están manchados de tierra- se dirigió a la puerta con su ademán cansado.

– Smith, ¿Cómo lo habrías hecho tú? ¿Como matarías a un nazi?- Smith se detuvo en el umbral de la puerta.

– Con mucho placer- replicó, y salió del estudio.

***********

Existen varios finales a esta historia. Si uno a de creer al detective Smith, cuando está más que achispado e intenta meter miedo a algún novato, en algún lugar de San Francisco, Habitación 35 y Habitación 36 están atadas a sus camas, babeando, y soñando tal vez con un rescate milagroso que es parte de su delirio, que no ha existido sino en sus mentes, que se han contado noche tras noche para embriagarse del veneno de la esperanza hasta que un científico loco les ha sacado la esperanza y el alma a golpe de sacacorchos.

Si uno ha de creer en un final mejor, habría que buscar un Camaro blanco con dos chicas riendo, charlando, haciendo planes, por las carreteras de Palms Springs, pensando tal vez en viajar a México, en desaparecer, en construir una vida, en vivir sin la sorda rabia de los animales enjaulados, sin buscar venganza, hablando de lo tremendamente valiente que fue la Abuela, de si estará bien, de si podrían avisar a la familia de Heiss de su paradero sin delatarse. De si a los Heiss les importaría en algo lo que le pasara a la vieja dama. Poniendo millas entre su infierno personal y su futuro en algún lugar del horizonte. Buscando un lugar en el mundo. Si es que había tal cosa para ellas.

Tal vez uno puede creer que ese Camaro blanco se cruzó en cierto momento con un desvencijado Ford Lincoln de algún color mate indeterminado cubierto de suciedad, con una pala en el maletero, circulando en dirección contraria, conducido por un tal Chandler, detective privado, para quién las dos chicas, con toda certeza, tienen un par de tumbas sin nombre en el desierto. Un tal Chandler con pose descreída de estar de vuelta de todo, pero a quién este tipo de cosas le importan más de lo que le gustaría, lo suficiente como para cavar una tercera tumba.

Existen varios finales a esta historia y ninguno es ciertamente un final, y tal vez, sólo tal vez, mientras el Ford de Chandler se cruza con el Camaro de las dos chicas, a él le guste fingir que ellas son las dos pacientes que han escapado, y a ellas les guste soñar que a alguien les importa lo suficiente como para hacer justicia con todos aquellos a los que Ritter arruinó la vida, ambos coches se cruzarían sólo por un segundo, mientras en el Camaro suena por la radio una canción de Love, y entonces, la historía no acabaría, seguiría para todos ellos, pero simplemente el sol en Palms Springs está a punto de ponerse, y Chandler está mortalmente cansado, y las chicas sólo buscan un motel para pasar la noche e imaginar un futuro, y de fondo suena “Alone Again Or”.

Y eso es todo.

Yeah, said it’s all right

I won’t forget

All the times I’ve waited patiently for you

And you’ll do just what you choose to do

And I will be alone again tonight my dear

Yeah, I heard a funny thing

Somebody said to me

You know that I could be in love with almost everyone

I think that people are

The greatest fun

And I will be alone again tonight my dear

UN BUEN HOMBRE

Por Emilio Calvo de Mora

Hace años que no monto el portal de Belén. Lo hacía Sandra cuando recién casados y los niños eran pequeños, entusiasmada en la idea de que éramos una familia y la familia monta el portal de Belén. He buscado un tutorial en YouTube y hay cientos. Decidirme por uno ha sido más costoso que hacerlo. De hecho no estoy satisfecho. Una vez acabado, por más que lo miro, no termino de convencerme. Si se observa con detalle, no hay nada que le falte. Están los personajes y está el decorado. Qué más podría pedirse. Como soy electricista, las luces han quedado espectaculares. Al darle al pequeño interruptor disimulado detrás de una vaca (se encaprichó de ella Óscar cuando no tenía tamaño ni para llegar al escaparate de la tienda)  suena una playlist del Spotify. Va en bucle, hay campanitas y coros de infantes inocentes, así que tengo banda sonora asegurada. Me decanto por el villancico inglés, por mi hija; ella es anglófila y de poco afecto por la cosa popular de la tierra. Por más que traté de hacerla sentir afecto por las tradiciones, no prosperó ninguna de mis invitaciones. Es más, causaron el efecto inverso. Greta, por la Garbo, elección de Sandra nada más alumbrarla a este mundo, es difícil de agradar, digámoslo así. Es áspera como Ninotchka. Hasta fue comunista un tiempo, según me contaron, no he tenido oportunidad de discutir con ella de política. Un buen comunista, aunque ande en horas bajas, no monta portales de Belén, imagino, es lo que barrunta la lógica.
Por si viene alguien a visitarme, he añadido una mesita supletoria con un mantelito alusivo a la Natividad, que bordó mi suegra, en el que he puesto unos vasos cortos, una botella de anís dulce y una bandeja con un surtido variado de mantecados, polvorones, hojaldrinas y unos cuantos bombones de licor. Los hay sin azúcar: no sabes si te visitaran diabéticos. No hay nada si el que viene es abstemio o de la liga antialcohol. El anís es irremplazable. Al pasar me da la tentación de dispensarme un chupito y abrir una pequeña vianda, pero me abstengo, por si me excedo, quién podría reprenderme. La soledad tiene malos amigos. Es para los invitados, me digo con firmeza. Ando así mejor, privándome, no cayendo en los vicios de antes. Algunos más dañinos que otros.
Hoy está el día de un desapacible conmovedor. Es uno de esos días que invitan a sentarse en la mesa camilla y ver tres o cuatro películas de James Stewart. Adoro a James Stewart. Lo adorábamos, puestos a hablar por todos, como a veces hago, por no verme tan solo o por costumbre, ya quién sabe. En cuanto llega la Navidad, sin que yo intermedie en esa intromisión inexplicable, pienso continuamente en él. Mi psiquiatra dice que es por haber visto muchas veces Qué bello es vivir. Usted tiene el síndrome George Bailey, sentencia. Es una película admirable, pero a la larga no es recomendable para personas en sus circunstancias, usted ya me entiende, ha añadido. Las circunstancias a las que se refiere estarán en su cabeza, no en la mía. Por más que se ha obstinado en explicármelas, con la paciencia exigida, no he tenido en ningún momento la impresión de que me pertenecieran, pero le doy la razón en al menos una cosa: he visto muchas veces Qué bello es vivir. Una vez al año, al menos desde hace veinte. A Sandra le encantaba al principio. La programábamos en Nochebuena. Era una copia en VHS en aceptables condiciones que compramos de segunda mano en un videoclub que estaba a punto de echar el cierre. Me encanta el ruido que hace cuando encaja en el aparato. Es el preludio del placer, comentaba. Luego esa copia fue sustituida por una digital. Sandra era de las que piensa que los objetos que amamos duran más que nosotros, pero la convencí de que la cinta estaba en las últimas y accedió a comprar el nuevo formato.
Quizá fuese ahí cuando comenzó a despegarse de mí. Se dice así: despegarse. No se ve ni se oye igual, Jorge Claudio, me decía. A James Stewart le dobla otro, no es lo mismo, añadía. Hasta me parece otra película, ya ves. El ruido no es el mismo. Ni el placer que viene después. El DVD agenciado en el videoclub fue adquiriendo una serie de inconvenientes extraordinarios, así que cuando Óscar y Greta tuvieron edad para verla, nos sentamos todos alrededor de la mesa camilla, cada uno en su butaca.
Fue un corazonada. Las heredé de mi padre. Las hay de una fiabilidad asombrosa. Uno cree en algo y, por lo general, se termina por cumplir en un amplio grado. Me hubiese conformado con que terminaran la película sin moverse y no se levantaran a ir al servicio o a beber agua en la cocina, pero se levantaron y bebieron y cuchicheaban de cuando en cuando, no sé qué se decían, pero me daba que no tenía nada que ver con Bedford Falls ni con George Bailey. A Sandra le iba y le venían los bostezos y yo, más que pendiente de la pantalla, los miraba a ellos, por turnos, convencido de que Sandra y yo acabaríamos por separarnos. Fue una evidencia, no una corazonada. Quizá se deba a la vieja costumbre de no decir las cosas en el momento, cuando se nos ocurren, por no molestar o por creer que no son importantes, el caso es que un día cogí la copia de Qué bello es vivir y la metí en la bolsa de la basura. Para que no se notase su presencia entre los restos de la comida y las botellas de plástico (no estaba extendida entonces la separación de la basura por su contenido) la envolví en una bolsa del súper y la empujé hacia el fondo con intención de que no fuese percibida. A partir de ese día, sentí una mejora considerable en mi estado de ánimo. No es algo que pueda explicarse, ni tampoco hace falta buscarle razones a todo.
Sandra estuvo más cariñosa conmigo, me decía buenos días con una sonrisa bonita como las que ella me tenía antes y volvimos a compartir el gusto por pasear o por ir al cine y después, camino de regreso a casa, comentar la película. Es una pena que haya muerto James Stewart, refirió una noche, al salir de ver una del Oeste, creo que de Clint Eastwood. Me apetece mucho que volvamos a ver Qué bello es vivir, podemos decirle a los niños que la vean de nuevo, recuerdas lo que les gustó, sentenció. Si he de ser franco, me dio un vuelco el corazón. Lo fácil hubiese sido hacer que la buscaba en casa y concluir con la triste noticia de que no daba con ella, pero por otro lado (siempre hay lados, más de los que sabemos contar) me había prometido no mentirle nunca a Sandra. Una cosa es retirar un objeto del patrimonio familiar de objetos y silenciar esa retirada y otra, muy distinta esta otra, es engañar deliberadamente, aunque fuese una de esas mentiras contadas sin trabajarlas, improvisadas, de las que no parecen que contengan el veneno que a veces traen las mentiras. Así que la dejé en casa y con el pretexto (sincero, por otra parte) de comprar tabaco me lancé al barrio a buscar algún videoclub en el que la suerte me abrazara y tuviesen en alquiler alguna copia de Qué bello es vivir.
Era entonces la época dorada del videoclub, ya saben. Luego todos vinieron abajo por unas causas o por otras, todas emancipadas de la verdadera causa, la que lo ha emborronado y desgraciado todo: la gente hoy ya no se divierte con nada. No tienen paciencia para apreciar un buen disco o una buena película, todo lo consumen con prisa, como si se acabara el mundo. Recorrí cuatro o cinco, no sé, la cuenta se me ha perdido con el correr loco de los años, pero fueron muchos con lo que volví a casa maquinando una excusa que justificara la imposibilidad de ver la película esa noche. Porque no podía ser otra. Sandra no tendría interés en verla el domingo o el lunes, sino ese sábado (era sábado, el día en que salíamos solos, cuando dejábamos a los niños con los abuelos) y tampoco valdría ver otra, aunque fuese de nuestro adorado James Stewart. No valdría disuadirla con la evidencia de que no era Navidad, ni ninguna otra. Sandra es muy obstinada, espero que lo sea aún y no fuese una manera de hacer las cosas conmigo, que yo mereciese, a la que yo también obstinadamente me inclinase a merecer. Así que llegué a casa, me puse cómodo y me serví una copa en la cocina.
Sería divertido que se le hubiese ido la idea de la cabeza, debí pensar. No tengo ganas, te he hecho buscarla y ahora no me apetece, podría haber dicho, pero no. Ya estamos todos en el salón, los niños están entusiasmados, he preparado unas pizzas, se están calentando, esta noche tenemos a George Bailey en casa, será una de nuestras maravillosas noches de cine en familia, todo eso debió decir, todo a la vez, unas frases antes que otras o tal vez a estas alturas no recuerde alguna y haya inventado otras, el tiempo no borra los recuerdos del todo, los reemplaza, hace que unas escenas pierden peso y sean ocupadas por otras, lo he aprendido bien. Antes de sentarnos, vamos a fumar a la terraza, sin que nos vean, ya sabes que a Óscar le irrita vernos fumar, sugirió. La primera mentira fue la de que no había tabaco. Ni un estanco abierto, era tarde; ningún bar, ninguno que tuviese nuestra marca, pude decir. Recuerdo más sus palabras que las mías. Habrás comprado otro, da igual la marca. Quiero fumar antes de ver la película, añadiría. El caso es que no he salido a comprar tabaco, Sandra. No he puesto el pie en ningún estanco ni entrado en bar alguno. He ido a buscar Qué bello es vivir en cuatro videoclubs, pero no la tienen. Yo creo que no la han tenido nunca. La nuestra la tiraste hace pocos días a la basura. La metí en una bolsa y luego esa bolsa la metí en otra, debí haberla metido en otra más, no estaba conforme, lo suyo hubiese dio meterla en cien bolsas o echarme la cinta en el bolsillo de la chaqueta y salir a la calle y dejarla en cualquier sitio, en un banco de un parque o en una parada de autobús, por si alguien la ve y se la lleva a casa y la ve con sus hijos y a ninguno le molesta que sea en blanco y negro y no haya nadie a quien no le guste el doblaje o la resolución de la imagen, pero no hice eso, la tiré a la basura, bueno, fuiste tú quien la tiró, no te diste cuenta, en realidad nunca te das cuenta de las cosas, las haces sin pensar en ellas, no alcanzas a descubrir el daño que hacen, si podrá uno levantar cabeza o no podrá apartar el dolor y tendrá que convivir con él, yo lo he hecho, he tenido que acostumbrarme, levantarme temprano con su recuerdo, recorrer las horas del día con su peso, no sabes tú cuánto pesa, no tienes ni idea, yo lo sé bien, es mío, de algún modo me he ido haciendo a su compañía y ha ido convirtiéndose en una rutina, se vive como se puede, no como uno desea, qué sabrás tú de lo que te hablo, hace mucho tiempo que no te pones en mi lugar.
Pocos meses después, cuando se buscó un buen abogado que le preparara bien la separación, Sandra cogió a los niños y se fue. Anoche un canal de televisión programó Qué bello es vivir. La vi completa. Era la copia de la que nos enamoramos, no la otra, la que había perdido ese rutilante blanco y negro y ese doblaje. Cosas de la mirada. Digo yo que no es necesario ser tan exigente. James Stewart es como de la familia. Le miro con ternura, como si él pudiese devolverme la mirada y comprenderme. Un amigo común me cuenta cómo les va. Le llamo de vez en cuando. No necesito suplicar (mendigar, le digo a veces) para que me explique qué hacen, si Sandra ha cambiado nuevamente de pareja o se ha hecho a estar sola a la manera en que yo estoy. De alguna manera no nos hemos separado. Imagino que todo sigue como entonces. Por eso pongo el portal de Belén. No tengo mucha maña, pero lo que importa es la intención, imagino. He pensado no quitarlo, quién hace eso. Que esté ahí el resto del año. La botella no la tocaré. Ni la bandeja con las viandas de Navidad. Quien me visita, alguien vendrá, escuchará mi historia. Es fácil de contar.
Empezaré por George Bailey en Bedford Falls. He visto cien veces la historia. Yo mismo, en ocasiones, creo ser el mismo George Bailey. No he ido al puente ni se me ha ocurrido tirarme al río. Hay días en que he imaginado que si lo hiciera acudiría un ángel. Me cogería del brazo. Ven, Jorge Claudio, vamos a casa. Te voy a contar una historia. Tú solo escúchala. Sucedió hace mucho tiempo en un pueblo en el que un buen hombre salió a comprar tabaco…

NAVIDAD, CUENTOS, TIEMPO, PACIENCIA

Por Marisa López Mosquera

(A veces tenemos claro el cuento, otras el cuento nos elige a nosotros. Por el medio es navidad, pasan cosas y nada resulta como se planea)

Besas su rostro cuando nace, acaricias su piel de seda para que se tranquilice. Tu propia respiración calma la suya cuando duerme sobre tu pecho, adoras tenerlo contigo en tardes de sofá y manta, los fines de semana, es invierno. Contemplas arrobada su alegría, cuando aprende a desempaquetar sus primeros juguetes, en Reyes. Todo en la casa es él, vosotros, no necesitas más lujo que besarle cada noche antes de dormir y saber que todo está en su sitio, que cuando despiertes habrá un cuerpo querido a tu lado y una personita agarrada a los barrotes de su cuna, danzando, llamándote. Crece cuidado con tus desvelos. Cuidas sus fiebres, vigilas sus sueños, das calor y alegría a cada desencanto. Quitas hierro a sus defectos, potencias sus habilidades, le das seguridad, cariño a manos llenas. Cada año la casa se llena de luces en Navidad, vuelve el árbol, los adornos de las puertas, el muñeco bailón con el villancico de los renos, los manteles del acebo, los dulces, el roscón escarchado. Su rostro se estiliza, su cuerpo se alarga. Tiene amigos, los años pasan. Sabe que estás ahí, que seguirás de cerca cuanto haga pero necesita independencia, soledad, tomar decisiones. Intentas no invadir, estar a su lado, llegan las primeras discusiones, la necesidad de explorar. Un día cualquiera tiene novia, otro se casa. A ella no le gustas, tampoco ella a ti. El círculo se estrecha y te quedas fuera, las navidades pierden brillo, ellos dejan de venir. A veces te preguntas en qué te has equivocado, mientras cuelgas de las paredes los mismos adornos de siempre. La estrella del árbol que tanto le gustaba, las campanas de los pomos, la guirnalda sobre la chimenea, dos ondas verdes sujetas con lazos, ahora tan mustias como tú. Te sientes una intrusa visitando a tu nieto en el colegio, a escondidas, en el recreo. Como si fueras un peligro, una peste, alguien que sobra. ¿En qué momento todo ha cambiado?, te preguntas, ¿cómo es posible que no quede nada habiendo tanto?

Se acerca la Navidad. Sales del colegio enceguecida por las lágrimas y cruzas imprudentemente con el semáforo cerrado. El coche no puede esquivarte y te golpea con fuerza en la cadera. Desde arriba no eres más que un fardo en suspensión, una mueca de dolor, dos piernas desnudas, un abrigo inflado, un zapato de tacón inclinado en un bordillo. ¿Complicaciones del destino? Que la mujer que ahora se aferra al volante, aterrorizada, sea tu nuera. Lo sé, lo sé, está muy visto pero estas cosas también suceden. Había venido a buscar al crío para llevarlo al médico. Anoche tuvo unas décimas y aunque lo trajo al colegio, lo pensó mejor y vino a recogerlo para que le echasen un vistazo a la garganta. ¿Por qué todo esto? ¿Es necesario agrietar de este modo la convivencia en las familias? Abro la puerta y ocupo el asiento del copiloto. Su miedo es terrible, ha palidecido su cara como si fuera ella la muerta. Sí, las cosas claras. En cuanto el tiempo se reanude, tu cuerpo caerá sobre el capó de un coche, se golpeará gravemente y dejará de funcionar en unas horas.

La observo un momento, con curiosidad. ¿Es esta mujer la que ha sembrado tanto dolor? Bueno, siento decirte que tu hijo no se ha quedado atrás. Le veo tras la mesa en su despacho y suelto mi parrafada de ángel irreverente. “Dar la espalda a tus padres, impedirles que vean a su nieto, que disfruten de una versión pequeña de ti, de vuestra vida. Muchacho… cómo se os va a complicar la vida… Llamarán en un momento y te dirán que tu mujer acaba de atropellar a tu madre. Que le dio un ataque de ansiedad y está en el mismo hospital que ella. Desgraciadamente, por tu progenitora ya no se puede hacer nada. A tu esposa le han puesto un calmante y está en observación, custodiada por la policía. Tu padre está de camino, acaban de informarle”.

De vuelta al coche, aparto un rizo que le cae sobre la mejilla, observo los nudillos blancos, la boca abierta, las lágrimas temblando en sus ojos. “¿Sabes? A tu marido le gustaba cantar con su madre cuando era un chiquillo. Ella le subía a la mesa de la cocina y con una cuchara de madera cada uno, cantaban una canción dirigiendo una orquesta invisible. Él se iba de tono y ella le corregía. No subas tanto, lo guiaba, en la parte final no llegarás. Llora, sí. A veces no hay motivos para las rencillas, son celos estúpidos, desavenencias superables, el mismo instinto. Cuánta gente nos es hostil sin razón aparente. Darías lo que fuese porque esto no estuviese sucediendo. Lo sé. También que cuando todo comience de nuevo, no recordarás este momento”

Retrocedemos.

Sales del colegio enceguecida por las lágrimas y cruzas imprudentemente con el semáforo cerrado. Un coche te esquiva de milagro y da dos bocinazos. ¡Despierta, criatura! ¿Qué quieres, que te maten? ¿Qué sería de tus sueños, los que todavía hacen de ti lo que eres? ¿Y de tu marido? ¿Qué le quedaría? Un hijo que se ha ido de casa, un nieto que apenas le conoce. Y el amargor de la nostalgia, ha creado su vida alrededor de la tuya. La has llenado todos estos años con tu alegría, tus ganas de superarte, ayudándole siempre. No sabes cuánto cree que te debe, lo orgulloso que se siente formando parte de tu mundo. Deja al chico, ya vendrá cuando pueda. Quizás el destino le de un toque algún día y cambie su forma de ver la vida. Esas cosas pasan, nos levantamos una buena mañana y damos gracias al infinito por todo lo que tenemos, como si durante el sueño nos hubieran privado hasta del aire y quisiéramos resarcirnos cuanto antes. Libres, ligeros, con ganas de retomar las riendas de nuestra propia vida. De devolver todo lo bueno que nos han dado y nunca agradecimos. De vivir en paz, a salvo, rodeados de los nuestros, los que realmente importan. Y todo el tiempo del mundo, de pronto, parece insuficiente, porque el resto de nuestra vida pasa impaciente a nuestro lado para que nos subamos en marcha. Y nunca se detiene.

CARTA A UNA ESPOSA

Por Álex Herrera.

-”Es tu última oportunidad”.

Sal me lo repitió cientos de veces los días previos a la Navidad. Me lo repitió tantas veces que estuve a punto de creerlo. Solo tenía que salir a jugar en ese campo de mierda para demostrar que estaba rehabilitado. Batear un par de bolas, era todo cuanto necesitaba. No me pedían más. Mis deudas desaparecerían en cuanto los grandes equipos supiesen que estaba de vuelta. Pero ya sabes cómo soy, Mary Lou. Hay un demonio habitando en mi cabeza que me dice qué debo hacer aunque mi conciencia sepa que es lo equivocado. Aun así, me mantuve limpio todos aquellos días. Nada de whisky ni de ginebra, solo cerveza. Y fue fácil. Más de lo que pensaba. Me tomaba un par de vasos de etiqueta roja cada noche para poder dormir. Te juro que solo era por eso. Me sentaba en la cama de ese hotel herrumbroso, vaciaba la botella de cerveza y la tomaba en pequeños sorbos para que la ilusión de que estabas aquí conmigo creciese en mi cabeza hasta que el vaso quedaba vacío. Incluso crucé un par de frases con tu fantasma. Entonces mi demonio empezaba a susurrarme que estarías en la cama de otro. Y no me importaba, Mary Lou. De verdad que no. Hace tres años que me fui por última vez. Imagino que ya habrás estado con otros hombres. Sin embargo, aunque te he escrito desde cada ciudad en la que he vivido desde entonces, nunca he recibido una demanda de divorcio. ¿Es posible que me sigas queriendo, Mary Lou? Por supuesto que no, ya lo sé. En realidad, imagino que la demanda de divorcio está en alguna oficina de correos de cualquier ciudad mugrienta en las que he habitado. Mobile, Des Moines, Albuquerque… Puede que se haya perdido o que un cartero despistado la depositase en otro buzón. ¿Y qué más da? Hace tiempo que dejaste de ser mi esposa.

Perdí la fe, Mary Lou. La perdí para siempre. No te he contado el momento exacto en que ocurrió. Fue el día de mi debut con los Chacers. Aquella mañana Sal vino a buscarme al hotel para conducirme al estadio. Durante el trayecto siguió con su retahíla de consignas: «Si haces un buen partido todo se arreglará», «varios equipos de las ligas mayores me han preguntado por ti» y otras mentiras aún más disparatadas. Eso me dijo, pero no le creí. Miraba por la ventana del auto a la cara de mi nueva ciudad. Me pareció la más inhóspita de todas. Tanto que la navidad parecía un día de febrero. Omaha, hasta el nombre me resulta hostil. El partido se jugaba a mediodía porque era nochebuena y supongo que nadie querría perderse la cena en familia. Te juro que nunca había visto una ciudad tan horrible. Al menos es lo que me pareció. Entonces vi a la niña. Era una pequeña rubia de no más de seis años. Estaba sentada sobre una caja de madera. Otra caja, de mayor tamaño, oficiaba como mostrador. Vendía calcetines baratos con aspecto de no tener más de tres usos antes de agujerearse. Sin embargo, ella estaba descalza. La gente pasaba de largo sin mirarla siquiera. A nadie parecía sorprenderle que una niña estuviese descalza con temperaturas bajo cero. Le pedí a Sal que detuviese el coche y bajé de un salto en busca de la niña. Primero con el paso firme. Conforme me iba acercando bajé el ritmo, como si me avergonzase llegar hasta ella. Cuando la tuve de frente me miró con aire retador.

Son treinta centavos, señor. Usted elige el color.

Me puse en cuclillas fingiendo que me interesaba la mercancía mientras miraba sus pies morados por el contacto con el frío suelo. Cogí dos, ni siquiera recuerdo el color, los desligué y tomé uno de sus pies. Después de ajustarle el calcetín, cogí el otro y repetí la operación. La sonreí y me marché tras dejar sobre la caja de madera un billete de cinco dólares. De camino al coche me sentía orgulloso de haber contribuido a hacer algo mejor la navidad de una desheredada. Fue el primer gesto de bondad navideña de mi vida. Casi se me caían las lágrimas al sentir que mi corazón se había ensanchado gracias a mi inmensa bondad. Sal meneaba la cabeza en señal de negación mientras me acomodaba en mi asiento.

-¿Crees que toda esta pantomima ha servido de algo, Frank? Si querías ayudarla deberías haber llamado a la policía.

Me enfadé con Sal. Con su insensibilidad. Con su corazón corroído de pus incapaz de sentir empatía.

He ayudado a que esa niña no pase hambre esta semana.

-Tú pasarás hambre antes que ella. Mira.

Sal señaló con el dedo en dirección a la pequeña. Al mirar, pude ver cómo se quitaba los calcetines, los volvía a enrollar y los depositaba nuevamente sobre la caja de madera. Todo ello sin perder un aura de indiferencia cercana a la burla. Y dejé de creer, Mary Lou. He sido el creyente más fugaz de la historia de la navidad. Me bastaron un par de minutos para renacer y volver a morir.

Desde lejos, el estadio de los Storms Chacers parecía una cuadra desvencijada a la que le hubiesen pasado una capa de pintura. Sal me sacó a empujones del auto. Llegábamos tarde. Cuando llegué a los vestuarios todos mis compañeros ya se habían vestido con el uniforme del equipo. Me dio la sensación de que me esperaban para echarme en cara que les había decepcionado antes de conocerlos siquiera. Le di la mano a cada uno de ellos. Todos respondieron a mi ofrecimiento con la pesadez del que sabe que no apretará esa mano nunca más. Uno de los entrenadores nos repitió una serie de consignas cuasi bélicas dignas de instituto. Terminó con un rotundo: Hay que morir por el equipo. En medio del ceremonioso silencio sonó una risa nerviosa que provocó una instantánea caza de brujas en busca del culpable. Al momento, las miradas de todos los que se encontraban en el vestuario señalaron mi culpabilidad. Ni siquiera fui consciente de haber sido yo el que rió. Te juro que no fue una burla. Fue un simple acto reflejo ante la estupidez de la frase.

Cuando salimos al campo se formó una pequeña burbuja de vacío en torno a mí. El entrenador principal bajó de su atalaya moral para hablar conmigo. Me tomó el hombro paternalmente, me llevó a un lado del banquillo y disparó su penosa artillería moral.

-¿Crees que por haber jugado en las ligas mayores eres mejor que nosotros? ¿Piensas que no te merecemos? ¿Verdad?

Tras una breve pausa dramática terminó señalándome mi lugar en el banquillo mientras me dedicaba su mejor mirada inquisidora. Unos trescientos paletos se sentaban en las gradas heladas reclamando su derecho a ser felices por unas horas. Nosotros éramos sus emisarios de felicidad. Sus Santa Claus. Cuando llegó mi turno de bateo ya perdíamos por siete carreras. Poco importaba lo que hiciese ya. De modo que pensé en mi propio beneficio. Tan solo necesitaba sacar la pelota del campo una vez para hacer saber a los equipos grandes que estaba vivo. Miré al pitcher. Me concentré y fallé. La primera bola me pilló desprevenido. Pensando en ti, Mary Lou. Con la segunda, el pitcher me engañó bien. Un fallo más y mi futuro se ennegrecería una vez más. Miré hacia el banquillo. El entrenador me odiaba porque me creía altenero, mis compañeros me odiaban por lo que fui y Sal me imploraba con la mirada que le sacase de aquel purgatorio. Miré al bateador amenazadoramente. Sentí su miedo y su ansiedad. El miedo de tener enfrente a una vieja gloria. La ansiedad por derribar al mito. Me lanzó una bola curva que alcancé de llenó con el bate. La lancé fuera del estadio, en dirección a la niña rubia que me había estafado una hora antes. Corrí trazando cada base hasta llegar al home. Después arrojé el bate al suelo y me largué al vestuario sin decir nada.  El partido continuaba pero yo no. Ellos ya sabían que aquel sería mi primer y mi último partido con su mierda de equipo.

Bebí mucho aquella nochebuena, Mary Lou. Todo lo que mi estómago había echado en falta las noches anteriores. Tuve sueños raros. Soñé que estábamos juntos en algo parecido al monte Rushmore, solo que en lugar de la cara de los presidentes estaban esculpidas las nuestras. Tú me acariciabas el brazo. Yo trataba de besarte sin encontrar tus labios. Entonces Sal me despertó. Era demasiado temprano. El alcohol aún reinaba en mi cuerpo.

-¡¡Los White Sox te quieren en su equipo, Frank!! Se acabo el arrastrarse por ciudades de mierda. ¡¡Es Chicago, Frank!!

No le respondí. Colgué el teléfono, me vestí y salí en busca de la niña de los calcetines. No tardé en encontrarla cerca del boulevard principal. El mismo lugar donde me engañó el día anterior. Me situé frente a ella una vez más. Me reconoció, aunque fingió que no sabía quién era. Cogí unos calcetines azules y le dejé una moneda de cincuenta centavos sobre la caja. La miré durante unos segundos. Miré a la personita que se había burlado de la leyenda de las grandes ligas. No dije nada, simplemente me marché. Tiré los calcetines en un cubo de basura cercano antes de dirigirme a la estación de tren. Allí cogí el primer tren que salió. Ni siquiera supe su destino. No me importaba porque sigo dando vueltas en torno a ti, Mary Lou. Esperando que algún día me perdones.

Estoy en algún lugar de New Hampshire. Entro en los bares con la esperaza de que alguien pronuncie tu nombre. Cada vez que el barman me sirve una copa miro mi mano derecha. Aún llevo puesto el anillo que te une a mí. Aunque sé que ya no eres mi esposa.

Feliz navidad, Mary Lou.