Un cuento y una canción de Navidad…

Llega la Navidad y este lugar recobra la vida para dispensar un cuento elaborado a toda velocidad y sin filtro. Una vida frenética me impide dedicar el tiempo que merece a mi relato. Una pena porque Rodrigo Pérgamo y Violeta merecen mayor cuidado y atención.

Poco puedo añadir a lo que he escrito a lo largo de todos estos años. La cuestión es tan sencilla como sentarse junto a la hoguera virtual y acompañar el fluir de la noche mágica con historias relativas a ella mientras suena una canción. En esta ocasión será John Lennon quien cante a la Navidad en este desolado lugar.

No ha sido un buen año para quien esto escribe. Espero que sí lo haya sido para quien lo lea y que el año que está por llegar sea generoso para todos los que aún tenemos fe.

Feliz Navidad a todos!

LA NAVIDAD DE RODRIGO PÉRGAMO

I


En ocasiones no conviene preguntar. Y ésta es una de esas
ocasiones. Además, nadie sabría dar una respuesta certera
de cómo y por qué ocurrió. Lo único destacable de aquellos
tristes años fue que conocí a Rodrigo. Un tipo anciano, o
casi.


El mismo año en que me mudé a la calle Nueva, Rodrigo
Pérgamo se declaraba a Violeta. También aquel año
comenzó la deriva ahí fuera. Primero se empezó a hablar
mal de la Navidad, algo que en realidad siempre se había
hecho en determinados ambientes. El año en que Rodrigo
compró violetas para Violeta algunas personas, extremistas
los llamaron entonces, boicotearon la celebración de la
Navidad sin que demasiada gente secundara su acción.
Poco a poco, conforme pasó el tiempo, los “extremistas”
fueron siendo más y dejaron de llamarlos así. Siete años
más tarde el número de los que celebraban la Navidad y los
que no lo hacían se había equilibrado. Diez años después la
presión sobre los ayuntamientos fue tal que algunos de
ellos dejaron de adornar las calles con motivos invernales y
religiosos. Hoy, solo catorce años después, celebrar la
Navidad está tan mal visto que tan solo con su mención
pública te arriesgas a la cancelación social. La inquina
antinavideña es tal que se queman libros y películas que la
hacen mención la noche del veinticuatro de diciembre en
gigantescas hogueras. Nadie baila alrededor de ellas, tan
solo las miran con gesto absorto. No creo que resten
muchos libros por quemar. Ya queda poco para que el
último ejemplar de “Canción de Navidad” sea descubierto
en un trastero u oculto tras una falsa pared. La cuenta atrás
ha comenzado para que el último ejemplar de “Qué Bello es
Vivir” almacenado en un obsoleto DVD sea encontrado en
un baúl o en el fondo de un cajón. Ese día, mientras arden
en las hogueras de la conciliación (así las llaman los
lobotomizados) la Navidad desaparecerá de modo nominal.

Todo está yendo muy deprisa. Incluso para un tipo
atemporal como Rodrigo.

Catorce años después, Violeta ya no está. Durante todo este
tiempo Rodrigo cocinaba, hacía los recados, limpiaba la
casa, pero nunca tendía la ropa. Por alguna razón, Violeta no
dejaba que lo hiciera. Un día de noviembre dejé de ver su
pelo oscuro, brillante y rizado mientras tendía la ropa en el
patio interior. Desaparecieron los saludos matinales en la
empinada escalera de madera que nos lanzaba a las calles.
Se desvaneció el olor que emanaba a su paso por el portal.
Finalmente, hace un par de semanas, cuando pregunté a
Rodrigo por su ausencia, contestó con un escueto: “Violeta
ya no está”. Y con ella, definitivamente, desapareció la
Navidad.


A partir de este momento todo cuanto recuerdo puede o no
ser real. Cuando se habla de tipos como Rodrigo el límite
entre realidad y ensueño es demasiado difuso.
Un día de abril, Rodrigo llamó a mi puerta para despedirse.
Me entregó las llaves de su casa y dos macetas de violetas
bajo la promesa de que me encargase de regarlas para
evitar que muriesen de sed como lo estaba haciendo el
propio Rodrigo. “Volveré”, me dijo, pero tres años más tarde
no lo había hecho. “Si en tres años no he vuelto tienes
permiso para entrar en mi casa. Antes no lo hagas”. Tres
años y siete meses después de que me dijese esas palabras,
agarré las llaves y subí los 24 escalones que separaban su
casa de la mía. Una ligera inquietud me acompañó en cada
paso que me acercaba al nido de Rodrigo y Violeta. Incluso,
al introducir la llave en la cerradura, sentí que estaba
profanando un templo cuya visión me estaba vedada. Aun
así, giré la mano y empujé la puerta. Esperaba encontrar un
paisaje detenido en el tiempo. No hablo de tres años sino de
toda la extensión de tiempo que había transcurrido desde la
marcha de Violeta. Un fuerte resplandor procedente del
balcón me cegó durante unos segundos. Después pude
observar la magnífica desolación que habitaba en aquel
lugar. Recorrí las tres estancias de la casa con pasos lentos,
esperando encontrar piezas del puzzle que Rodrigo y
Violeta suponían para mí. Pero no encontré nada más que
polvo acumulado. El mobiliario había desaparecido, así
como las ropas que algún día vistieron a Rodrigo y Violeta.
Tan solo encontré una silla plegable que sostenía una carta
en su respaldo. La recogí con precaución sin encontrar en
ella rastro de su destinatario. Al no estar cerrada, saqué un
papel plegado de su interior del mismo modo que un
sacerdote se acerca al altar mayor de una iglesia: con
emoción ceremoniosa. Desplegué el papel. Pude leer su
escueto contenido escrito con tinta roja.

ANTOFAGASTA

II


Pasaron dos años más. Años en los que la Navidad se solapó
por completo. Legalmente su celebración aún estaba
permitida en el ámbito familiar. La lógica indicaba que si el
gobierno había hecho tal anuncio solo podía significar que
no tardaría en proscribirse completamente.
El invierno que le siguió fue especialmente duro. Las
temperaturas fueron más bajas de lo habitual y la duración
del frío se extendió hasta bien entrada la primavera.
En mayo me sentí fuerte otra vez. Había cumplido
cincuenta y siete años, los suficientes para ser consciente de
que ya no podía cometer errores. Estaba soltero, sin hijos,
sin amigos y prematuramente jubilado debido a los débiles
pulmones que mis padres me legaron en herencia.
Afortunadamente también me dejaron una generosa
cantidad de dinero que no podría gastar si seguía sentado
en mi oscura casa de la calle Nueva. De modo que me
marqué un plazo para ponerme en marcha: el uno de mayo.
El cinco de mayo (es difícil cumplir promesas) me dirigí al
aeropuerto de la ciudad grande. No imaginaba entonces
que comprar un pasaje para Antofagasta sería tan complejo.
Me ofrecieron una solución laberíntica que me llevaría a
pisar tres aeropuertos diferentes para acabar, me
aseguraron, dos días más tarde en la ciudad chilena. Dicho y
hecho, omitiendo aburridos detalles sobre los trayectos, tres
días más tarde (es difícil, insisto, cumplir promesas) me
encontraba en el aeropuerto de Antofagasta sin un plan de
acción definido. A pesar de su modesto tamaño, el
aeropuerto nacional Andrés Sabella es tan inhóspito como
cualquier otro pantagruélico aeropuerto de cualquier gran
ciudad. Al dejar atrás sus instalaciones comenzó mi
búsqueda de Rodrigo Pérgamo sin una pista de cómo
comenzar a hacerlo. Decidí preguntar a toda persona que
tuviese un lugar estratégico en la ciudad: policías, regentes
de hoteles y restaurantes, sanitarios. No obtuve resultado
alguno.


Durante aquellos días pensé a menudo en el motivo por el
que Rodrigo dejó aquella carta y a quién estaba destinada.
Supuse que el destinatario no podía ser otra persona que yo
mismo, dado que me confió las llaves de su casa. El
contenido, sin embargo, siguió siendo un enigma. ¿Se
trataba de un anhelo expresado en tinta? ¿Una pista
informando de su destino? ¿Una petición de futura ayuda?
¿Un lugar de encuentro con Violeta? Lo cierto es que tras
meses de búsqueda infructuosa me rendí. La noche en que
lo hice miré el calendario: ya era diciembre. El tiempo había
transcurrido del mismo modo en que lo hacía cuando mi
vida aún tenía un sentido. Decidí marcharme al día
siguiente. Me daba igual el destino. Tan solo tenía presente
que mi cuenta bancaria se había desgastado demasiado
poco mientras las arrugas de mi cuerpo habían aumentado
su número demasiado rápido. La noche antes de mi marcha
cené en un restaurante cercano al puerto de la ciudad.
Hubiese sido otra cena anodina más de no ser porque,
sentado en una esquina del local, vi a Rodrigo. Junto a él,
una mujer de larga cabellera morena y piel de luna que giró
la cabeza en mi dirección convirtiendo ese simple y efímero
gesto en toda una estación de tiempo que se detenía frente
a mis ojos.

III


La expresión de Rodrigo no denotaba sorpresa alguna
cuando me senté en su mesa, al lado de Violeta. El tiempo
no parecía haber transcurrido por ellos. Rodrigo seguía
siendo un anciano o casi que miraba al mundo con ojos
grises y gesto rendido pero con notas de esperanza
incrustadas en su gris. Violeta, por su parte, transmitía una
feminidad indomable con su mera presencia. Inicié la
conversación largamente esperada con una pregunta: “¿Por
qué?”. Lo que vino después reavivó mi fe en el ser humano.
Al menos, en aquellos dos seres humanos que habían
decidido vivir en los márgenes de la realidad y el mundo.
Hablamos durante varias horas, no sabría decir cuántas. Nos
despedimos con un abrazo sentido, a sabiendas de que era
la última vez que nos veíamos. Violeta cogía la mano de
Rodrigo y él la de Violeta. Yo cogí mi sombrero y forcé la
mejor sonrisa que pude escenificar mientras, por dentro, mi
corazón reanudaba su marcha tras años de apatía.
Tardé varios días en regresar, esta vez de modo
intencionado. Cuando lo hice me encontré con un decreto
gubernamental que prohibía expresamente la celebración
de la Navidad incluso en el ámbito casero. Amenazaba con
fuertes multas a los incumplidores y jugosas recompensas
para los acusadores. El mundo se había convertido en una
colmena en la que sus moradores desconfiaban de sus
vecinos mientras secretamente les deseaban todas las
desgracias que ellos mismos merecían.


Transcurría el veinticuatro de diciembre cuando llegué. Día
laborable y mucho frío. Poca gente por las calles y ninguna
luz tintineante reflejando en las ventanas. Subía las
escaleras de mi casa de la calle Nueva como un escalador
agotado afrontaría los últimos metros del Annapurna. Ya en
mi casa, busqué el árbol de Navidad que solía gobernar el
salón. Hacía veinte años que no lo hacía. Tardé media hora
en adecentarlo y decorarlo con las bolas viejas de Navidad
que aún no se habían roto. Al terminar contemplé mi obra
satisfecho. Si Rodrigo y Violeta estaban juntos no había
motivo para renegar de la magia. La Navidad aún vivía. No
corrí las cortinas. Preferí servirme una copa de vino,
sentarme en el sofá y disfrutar de aquel pino de plástico
tintineante que una vez significó tanto como volvía a
significar aquella noche. Y esperé. Espeŕe a que los policías,
alertados por algún buen ciudadano, golpeasen mi puerta
dispuestos a castigarme por mi crimen. Mientras esperaba,
escuché un leve ruido que atravesaba mi pared. Al ajustar
mi oreja en el yeso pude escuchar que unos niños cantaban
un villancico en la casa de al lado.

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