Cuatro Cuentos y una Canción de Navidad…

No odio la Navidad. Nunca la he odiado. Sé que lo políticamente correcto, hoy día, consiste en despreciar la Navidad con toda la mala baba disponible en tus encías. Pero yo soy incapaz de odiar unas fechas que necesito. Entre el 22 de diciembre y el 6 de enero me sumo en una melancolía intensa que trata de recuperar momentos y personas que ya pasaron o ya no están. De algún modo los siento en la mesa de Navidad y les observo sonriendo, hablando despreocupadamente o dando cuenta del plato de cordero asado. Necesito la Navidad para tenerles a ellos. La necesito también para tener a los que siguen estando aquí y para mantener la tradición de escribir un cuento navideño junto a tres amigos que se sentarán conmigo esta noche, frente al fuego, para leer sus historias mientras bebemos chocolate caliente. Eso es la navidad para mí, un reencuentro con la gente que quiero.

Este año serán las Navidades más especiales de mi vida. En torno a las diez y media de la noche cogeré en brazos a mi hija, le susurraré historias al oído y la acostaré en su cuna. Media hora antes habré hecho lo mismo con mi hijo. La felicidad era esto.

Este año, además de Mycroft, Emilio, Angéline y yo, tenemos un invitado muy especial. No puedo creer que hayan tenido que pasar ocho años para que la voz amenice la noche mágica. Con Frank y nuestras historias les dejo. Sean felices, por favor. ¡Feliz Navidad!

UN VIEJO HORIZONTE

por Mycroft

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Nozomi avanzó lentamente por las enormes escaleras móviles que lo conducían de las nubes a tierra. Una infértil cancha de asfaltado gris, por la que comenzar a dar pasos vacilantes tras el vuelo como un recién nacido.

Cuánta magia muerta a las espaldas, años de cielos grises y sonrisas que echar de menos, antes de volver a casa. ¿Casa? Nozomi sentía esa palabra como una sarta de letras sangrándole despacio por el costado, como la lanza que atraviesa una carne de leyenda para asegurar que la muerte está muerta, que el suspiro es el último, que el dolor abdica, de tanto como se sufre a si mismo.

Nozomi ha sido feliz. Algunos momentos, algunos minutos, algunos días, imposible ser preciso. La felicidad son flashes de cámara polaroid, y el tiempo se parece más a un vídeo VHS en modo acelerado, con pausas prolongadas en las que quedar congelado.

Volver a casa.

Pero volver, para volver uno tiene que haberse marchado. Quizá nunca se fue del todo. Y quizá nunca llegó del todo a otro lugar.

Su hija Almah dejaba caer su mano en su hombro, suave pero atenta a cualquier posible flaqueza. Oscuros cabellos y firme el paso, esta era la primera vez que ella pisaba Japón. El aire era distinto y hacía mucho más frío de lo que había esperado. Era diciembre de 1996, y su padre se iba a morir en una semana.

No hay tren a la ciudad desde Mihara, así que entre los modernos ropajes de metal y puertas automáticas, no había más remedio que orientarse en dirección a la parada de autobús. Serían unos 40 minutos sumados a su vuelo desde Hawai. Almah miró a su padre muy derecho en la parada, aún no demasiado avejentado para haber sobrevivido a varias guerras, a algunas tristezas, a familias perdidas, a nuevos comienzos, a veranos americanos que tocan a su fin, a un amor muy grande (y su lento dejarse ir en una cama de hospital).

No hablaron, como no habían hablado en el vuelo, como habían dejado de hablar desde que enterraron a Cynthia en un día de esos tan cálidos y perezosos, un día demasiado bueno para ponerse solemnes y menos aún para estar desgarrados, día de cometas, el entierro de la madre de Almah.

Día de cometas como las que sobrevolaban Hawai, fabricadas por las manos de su padre envueltas en una técnica vieja inaudita en un país joven, mágicas para la vista de una niña. Luego iban con “Papá O’Brian” a volarlas cerca de la playa.

Nozomi y Almah echaban de menos a Papá O’Brian, a su franca sonrisa irlandesa, su especie de callada bondad avergonzada. Almah añoraba la manera en que Nazomi y él cruzaban miradas, miradas que eran relatos, había una vida y un océano en esos ojos batiéndose en amistoso abrazo. Ojalá el señor O’Brian pudiera tomarle de la mano otra vez, pensaba Nazomi. Hace demasiado frío para volver al estremecimiento de su infancia.

Unos 2.000 niños japoneses fueron adoptados por parejas americanas (blancas) de clase media tras la guerra. Nozomi conoció al soldado O’Brian en 1948. En aquella época su inglés se limitaba a unas pocas amenazas y muchas súplicas. O’Brian, que no había participado en la guerra al ser movilizado cerca de su final, veía el mundo gris y al pequeño hombrecito de 6 años, y aunque no lo aprobaba, se puso un cigarrillo entre los labios, lo encendió, y se lo dio. Un regalo del enemigo americano.

El autobús no llegaba y aunque todavía era pronto para la posibilidad si quiera de ver nieve, hacía frío, ya el sol se retiraba. Almah y Nozomi se acercaron el uno al otro, y ella pasó su brazo por debajo del antebrazo de su padre.

Nozomi anhelaba volver a ver el delta del río Ota, los montes Chugoku.

O’Brian volvió a su país, pero no olvidaba la mirada del niño. No podía olvidar lo que había sido según algunos una ciudad. Estoy aquí. Estoy aquí. Y este no es lugar para mí.

Todas las noches escuchaba susurrar a su conciencia. -Yo no he hecho esto. No ha sido un hombre ¡Han sido los hombres!

Inútil.

Volvió. El “Comité conjunto americano para la ayuda japonesa-americana a los huérfanos” no tenía un nombre corto, pero tenía una experiencia tan larga como su título. Y lo encontró. Aferrándolo con su mano, y haciendo un pacto con él. “No soy tu padre, ni tu salvador, no soy nadie, sólo un hombre, pero ven conmigo, seremos familia, elegiremos ser familia, elegiremos estar por encima de este odio. Elegiremos no dejar el suelo sin fuerza para que florezcan las flores, el aire sin posibilidades para ser respirado”.

No dijo nada de esto porque las cosas importantes se dicen en silencio, y nunca más le dio un cigarrillo. O’Brian no lo sabía, pero Nozomi significa “esperanza” en japonés. El niño abrió mucho los ojos cuando vio el avión, el pájaro enorme cuyas garras podían aferrarte y llevarte a otra orilla, o podían descargar fuegos artificiales para diversión de los dioses malvados que habitan el inframundo. La mujer de O’Brian había dudado mucho, pero sólo necesitaba ver la cara de su marido. Abrió la parte de la puerta de tela metálica que dejaba en verano a los insectos fuera, y vio al pequeño enemigo muy erguido, muy flaco, muy adulto, muy muy necesitado de un abrazo.

-¿Tienes hambre? He preparado unas galletas.

Nozomi quedó vacilante en la puerta, en el orfanato las galletas eran una señal, un cebo que normalmente significaba una inyección de penicilina, una extracción de sangre, o una medición de radiación.

En el momento en que entró y tomó de la mano a aquella extraña mujer de pelo rojo mate, selló su destino y se quedó a vivir en Norteamérica para siempre.

En el autobús, Nozomi se preguntaba si tendría valor para visitar la calle dónde vivió casi tres años tras la guerra, o las afueras en dónde madre y padre se habían desvanecido, un lugar de primeros juegos cuyos juguetes habían subido a la luna con el impacto. Un rebote que dejaba todo en el cielo, y el cielo desplomado sobre la tierra.

-He venido a morir a una casa que ya no es mi casa, dijo.

-No te vas a morir, papá- mintió Almah, mientras se encogía en su asiento y miraba a Japón como se mira una postal enviada hace mucho tiempo por algún pariente: Con melancolía, desconocimiento, y cierta indiferencia.

Nozomi nunca celebró la navidad como un niño más. En realidad nunca fue un niño más en un mundo de vencedores y vencidos, en el que enfrentaba cada día la bandera del país que lo había adoptado y bombardeado, y llevaba en el rostro el emblema de las bayonetas: Era en muchos casos huérfano entre huérfanos, y los hijos y sobrinos de soldados eran compañeros de pupitre.

El colegio es una selva en la cual los animales además de ser feroces, son humanos: Son crueles.

O’Brian comprendía el gesto serio, el terco silencio, la poca disposición a los amigos, y la perplejidad de asumir una fiesta que no era suya. A pesar de ser un hombre creyente, católico, era también un tipo singular.

En un mundo de imposiciones y prejuicios, no quería presionar a Nozomi a abrazar ritos, costumbres, creencias que no le eran naturales, y abrazarlas sólo por gratitud personal hacia él. Nozomi todavía recordaba, ya borrosas y diluidas, fiestas japonesas. Fiestas en febrero, la fiesta de las semillas, Setsubun. Aún desdibujada en su memoria, para él era importante. Era su forma de ser todavía fiel a sí mismo, a sus primeros padres, al día del fuego de Enola Gay: a todos sus hermanos de piel quemada y a todos sus días de niño de la guerra. A Japón, fuera lo que fuese ya aquello en su imaginario de niño, un cuento de hadas envuelto en calibre grueso.

Alguna clase de pacto llevó a la familia a celebrar las comidas de navidad, pero sin regalos para Nozomi, respetando su integridad, un Nozomi quién si procuraba de dibujos y detalles a “Papá O’Brian y Mamá Claire”.

O’Brian en cambio participaba de alguna manera en un Setsubun imaginado, aproximado, imperfecto. Un Setsubun creado por los recuerdos, los libros de la biblioteca de la ciudad, y la buena voluntad. Lanzando semillas de soja a la puerta, con su hijo de la mano, gritaba: -¡Fuera todo el mal de esta casa!

Nozomi llegó por fin a su destino, y bajó de la mano de Almah, encontrando una ciudad viva en dónde él sólo había conocido un fuerte destello con sabor a ascuas, y una melancólica infancia de guerra y posguerra entre cenizas y contadores geiger.

Caminó maravillado por una capital joven y dinámica, con Almah a su lado, mirándola de tanto en tanto con ojos incrédulos. Era, y no era Hiroshima.

Sabía que a pesar del daño enorme, el milagro de una Hiroshima viva, en la que la flor de la adelfa, hoy símbolo de la ciudad, pudo crecer, a pesar de las terribles consecuencias, los horrores en los cuerpos, el suelo, el aire, Hiroshima estaba viva. Pero saberlo, y caminar por ella, eran cosas distintas.

Pasaron por el parque de los niños (la torre de las mil grullas) y Almah dejó a sus pies un pequeño corazón que dibujó de niña. Lo había guardado mucho tiempo, sin saber bien por qué.

Lo dibujó y Cynthia, su madre, lo puso colgado de un corcho durante un año. En su interior ponía: “No seas tan serio papá. Ríete”.

Nozomi, vio el dibujo, lo reconoció. Besó a su hija en la frente y le dijo: -Ya estoy en casa pequeña. Y es una casa más grande que la que tuve- Cogió su mano, y le dijo- Y si no me hubiera ido, tú no estarías aquí conmigo, cogiéndome la mano para que no me pierda en mi casa.

El dibujo quedó en el suelo, junto a otras ofrendas y velas. A veces en el suelo hay tesoros, pero los hombres no suelen mirar ni el cielo, ni el suelo, sino sus relojes. Los semáforos. Las luces. Por eso los hombres encuentran pocos de los tesoros que abundan en la tierra, o en la bóveda celeste.

Frente al Memorial de la paz de la ciudad, un viejo edificio de promoción industrial que quedó en pie, ya algo fatigado del viaje, Nozomi le dijo a su hija Almah:

-Algunos se acuerdan sólo del infierno. Del infierno no hace falta hablar. Yo me acuerdo de ver aquel día como unos ayudaban a otros, me acuerdo que todos tenían miedo, que al principio muchos murieron y otros aturdidos pasaban de largo. Pero más tarde, todos ayudaron a mover a los heridos, incluso podías reconocer a algunos de los que habían pasado de largo. Estaban avergonzados. Pero rectificaron- Nozomi sonrió de nuevo. Estaba de buen humor, un humor excelente para un desahuciado.

El año en que murió Claire de cáncer, Papá O’Brian quedó destrozado. Nozomi tenía catorce años, y era quién salía de casa y traía todo lo necesario. Cocinaba, llamaba de vez en cuando al médico, e incluso se ocupó de tramitar la invalidez, aprovechando los años de su padre como militar primero y miembro de la cruz roja después.

Su padre había sido el motor de la familia, y ahora le necesitaba. Nozomi soportaba bien el dolor y la pérdida, eran viejos amigos. No lloraría hoy tampoco.

Claro que echaba de menos sus manos pequeñas y gentiles, su sencillez, su forma encantadora de mirar a los ojos y quejarse dulce y francamente de algo que le indignaba, sus pasteles, no tanto su cocina de batalla de cada día, desde luego si su espíritu conciliador, y el día en que se presentó en la escuela y pidió entrevistarse con cada uno de los chicos que le había dado una paliza y dejado en el hospital con tres costillas rotas.

Nozomi compró adornos navideños. Llamó a la remota familia de su madre de adopción, que nunca aprendió a pronunciar su nombre, y lo veían con los ojos de 1945. Llamó a amigos ex-soldados que admiraban y despreciaban a O’Brian a partes iguales por su “gesto de magnanimidad”. Llamó a los hermanos O’Brian, la familia irlandesa de su padre. Y aunque nadie acudió en un principio, regaló a su padre una navidad.

En realidad, el día en que debían hacer la fiesta japonesa, O’Brian no quería salir de la casa. Y en ese mismo momento, en que Nozomi, algo herido, le observaba, allí hundido en su sillón con los ojos vacíos perdidos en el televisor, llamaron a la puerta. Johnny, uno de sus hermanos, a los que no veía desde 1939, estaba al otro lado. Respondía a la llamada con retraso, y estrechaba la mano de padre e hijo. Luego juntos hicieron el ritual de las semillas. Y ese año, el mal que tenía O’Brian, fue sanando lentamente.

Descansaron el resto del día en el hotel, aunque Nozomi, inquieto como un niño, no se resistía a asomarse a un diminuto balconcillo que su pequeña pero impoluta habitación de muebles y paredes blancos como la muerte le deparaba un espectáculo de luces y neones que nunca imaginó fundir con el color sepia de sus recuerdos.

Almah bajó a cenar, en un encantador comedor con terraza en el centro, y un patio interior al que daban algunas de las habitaciones que no tenían vista a la calle. Estaba completamente sola, con excepción de un joven del equipo del hotel, que tomaba un café y miraba absorto y como encantado por la ventana. Les separaban tres mesas de distancia, pero pudo escuchar, clara y grave, la voz que le inquiría: -¿Es usted de América?

Nozomi pasó todo 1960 estudiando para técnico de hospital. Como asistente a la hora de hacer radiografías. En realidad quería ser enfermero en la unidad de radioterapia. Le fascinaba que aquella fuerza incontrolable que podía destruir, pudiera curar, y con alto grado de inconsciencia dejaba a los Curie de lado: se consideraba de algún modo inmune a cualquier efecto. Era un superviviente.

Nozomi pasó todo 1960 observando a su vecina de enfrente, que estudiaba precisamente enfermería. Se llamaba Cynthia. La miraba cada mañana a los ojos, y desviaba cada mañana la mirada para susurrar “buen día” en el autobús. No fue hasta bien entrado 1961 que tuvo el coraje de entablar conversación en la parada del bus, mortalmente serio, mortalmente asustado.

-No estés asustado, no muerdo-le dijo ella. Y aunque si mordía, no volvió a tenerle miedo.

Por la noche supo que Papá O’Brian lo había visto todo por la ventana. Era un hombre muy recompuesto ya, pero incompleto, que aún no salía mucho de casa. Le llamó y dijo. -¡Por fin hijo, ya era hora!- Y le puso la mano en el hombro. La próxima fiesta de las semillas, padre, hijo, y novia conjuraron el mal.

-Si, soy americana- dijo Almah tímidamente.

-No- dijo el hombre- No creo que lo seas del todo.

-Me has visto con mi padre…¿Trabajas aquí?

-No me refiero a eso- El hombre se levantó y se acercó lentamente, pero no de forma directa sino dando un rodeo por las mesas, paseando, muy seguro, con su taza de café en la mano- Se puede decir que soy uno de los dueños del hotel. Pero no me refiero a eso cuando digo que no eres americana- dijo, sentándose en la misma mesa que Almah. Mirando con ojos muy brillantes- Ni japonesa.

Almah sonrió extrañada y con una mirada de interrogación.

-Tú eres Kitsune. Lo sé, te reconozco. Tú misma no lo sabes, tú padre probablemente tampoco. En las leyendas de las ayas, el el Japón mítico, se creía en el zorro como un animal capaz de adoptar forma humana. No una criatura malvada. Depende del zorro.

-¿Y tú como sabes que yo soy…cómo…Kitsune?

-Porque yo también lo soy- el extraño sonrió- Somos mágicos. Sé que lo eres porque hay magia en ti, sé que lo es tu padre porque sé que, aunque no es tan viejo, ha venido a morir aquí, a su madriguera.

-Eres…demasiado directo! Papá no va a morir. Eres extravagante y fuera de todo sentido común!

-Gracias. Tú también me gustas.

Pasaron varios días paseando, con Almah preocupada por un Nozomi cada vez más despreocupado, y perturbada por el extraño dueño del hotel. Lo que podría parecer siniestro, le resultaba simplemente sorprendente.

Nozomi visitó su antiguo orfanato, y no quedaba rastro alguno en una calle comercial cualquiera con anuncios de navidad. Lo que no pudo Norteamérica con Nozomi, lo pudo el marketing con Japón.

Por alguna razón, postergaba la vuelta a sus orígenes, al barrio de extrarradio, a los años felices con su familia, aunque el dolor aumentaba y su cara se contraía en una máscara. Él era “Hibakusha”, superviviente de la explosión, y como muchos de ellos vivió en silencio sus experiencias. Seguía en silencio entre la enfermedad que lo consumía y que era la misma que se había llevado a sus padres adoptivos y a su mujer, él, obrero de la radiación, cuya ciudad se iluminó en agostó por la radiación, luces en el cielo, sombras en la tierra, y radiación en los montones de ceniza de padre y madre.

-Sabes, uno de los pilotos, tras cartearse con un filósofo alemán, se quitó la vida. Almah, si te pasa algo malo, no te lo quedes en tu interior. No hay tanto sitio dentro para ir almacenando. Somos 90% agua, no la envenenes.

-Almah- El hombre desconocido del hotel le hablaba a través de la puerta, ella no estaba dormida, le oía claramente, se incorporó un poco- me llamo Kazuo. Esta noche he soñado que tu padre partía mañana. Si puedes, haz que se despida y parta en paz. Cuando te vayas a tu país piensa una cosa. Cuando vuelvas, yo estaré aquí. Eres mágica, sabré esperarte. Cuando ella se levantó rápidamente y abrió la puerta, no había nadie en el pasillo.

Al día siguiente fueron buscando aquella vieja casa que seguramente ya no existía, con un plano de la ciudad, muchos recuerdos viejos, y unas indicaciones de puño y letra del propio O’Brian, que se informó a conciencia en el orfanato, para el caso de que los padres del muchacho pudieran estar vivos, de dónde decía proceder.

Llegaron a un descampado detrás de un parque, un lugar que parecía mucho más antiguo que la nueva metrópolis. A pesar de que no parecía haber nada allí, de pronto el rostro del viejo se iluminó. Parecía reconocer algo, y murmuraba sobre columpios. Incluso comenzó a deslizar palabras en un japonés que no hablaba desde hacía décadas.

Almah estaba sorprendida y algo alarmada y le seguía de cerca.

-Creía que ya no estabais, perdonadme, he estado fuera, si, ha pasado tanto tiempo, verdad, esta es mi hija Almah, una buena hija, salió a su madre, ¡claro! El viejo señor Akira llevaba razón. Y cómo, espero que no me echarais tanto de menos.

Almah le seguía a duras penas por el descampado lleno de bidones, tablas, maderas y una vieja estructura de piedras parecida a un muro. Su padre se apoyó contra el muro, en una esquina.

-Ah, Claire y tú también, estáis todos, y no se os ha olvidado de nada, que gran detalle que preparéis de cenar a los O’Brian en unas fechas tan señaladas. Estoy esperando a mi mujer, tan pronto como venga, podremos empezar a celebrarlo!

A Almah le daba pena ver que todo iba a acabar así, en delirio, llamando a la ambulancia.

Nozomi rió a carcajada limpia por primera vez desde que cayera la bomba. Miró a su hija con ojos felices, y levantó la mano levemente, como despidiéndose de un compañero de juegos. Giro apoyado la espalda en la pared a la otra parte del muro, y cuando Almah llegó hasta allí, no había nada. Cómo Alicia, parecía haberse desvanecido al otro lado de un espejo.

Almah se asustó y empezó a gritar el nombre de su padre. Mirando alrededor, y unos cinco minutos después decidió llamar a la policía. Corría afuera del descampado, cuando al otro lado de la calzada, en el parque, vio un grupo de zorros huyendo, jugando entre sí. Se le escapó un suspiro de estupor. Era 25 de diciembre, hacía frío, y su padre había muerto. Tal vez había muerto siendo feliz.

Kazuo la esperó cuando ella se fue. Hay quién dice que ella no volvió.

Hay quién dice que volvió. Nunca pudo hacer hogar en ningún lugar y volvió. Su avión desapareció. Ella desapareció. El hombre del hotel desapareció. Quizá aquel invierno se viera a un par de zorros cazar en pareja, y la ciudad que un día fue explosión y ahora era ciudad, se volvió bosque y su tierra envenenada, fértil allá donde el delta desemboca, sanara. Quizá por fin no quedara radiación, ni neón y asfalto.

Quizá el hotel se desvaneció y en su lugar había un castillo con mil pisos, y una colección de tazas de té de diez mil años de antigüedad llenando las paredes de cada piso por cientos y cientos, y quizá Almah sería feliz hasta que la última de las tazas fuese consumida y aún más allá.

Yo sólo sé que Kazuo esperó. Porque mi nombre es Kazuo.

TODOS LOS ABRAZOS DEL MUNDO

por Emilio Calvo de Mora

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con un suave balanceo voy
a la hora en que cierran los clubs

I
Habla el corazón

Víctor se levantó pensando que tenía que hacer feliz a alguien. No lo premeditó, no fue algo que rumiara muchas veces y que de pronto adquiriese consistencia en su cabeza, como una especie de gloriosa epifanía. Fue una irrupción de una lentitud insoportable. Le fue llegando la idea poco a poco. Cuando supo que estaba completa, sonrió, se vistió con esmero y salió a la calle como nunca antes lo había hecho. Celebró el vuelo de los pájaros, el color de las nubes y el ruido de los coches. No hubo nada que registrasen sus sentidos a lo que no pudiera conceder el beneficio de la alegría. Creyó ver y creyó escuchar por primera vez en su vida. Se sintió un intruso en mitad de ese festejo imprevisto. Se le ocurrió que no había ninguna señal que revelase toda la felicidad que le estallaba adentro. Imaginó que, en estados de gozo absoluto, su cara sería otra y su voz sonaría distinta; diría cosas que antes nunca habría pronunciado y el corazón, desbocado en el pecho, latiría con estruendo, haciéndose ver, solicitando audiencia con el mundo.

II
La vida gris

Se acostó sin que nada maravilloso hubiese ocurrido. No hizo feliz a nadie, no encontró nada a lo que aplicarse con esmero y salvar de la tristeza o de la pobreza. El efecto de ser una especie de ángel salvador le encantó. Daba igual (pensó) que aquella primera acometida hubiese sido lamentable. Tendría mañana y tendría otros mañanas si la empresa flaqueaba, si no tenía a quien hacer mejor su vida. De la suya, de la que tenía, no imaginaba que pudiese ir mejor de lo que iba. Vivir solo era lo que había hecho desde que enviudara. Se deshizo del piso de casados y alquiló una pieza de una casa de huéspedes, una que daba a la avenida y tenía buena luz de día y bonitos luces parpadeantes de noche. El trabajo no le quitaba mucho tiempo. En realidad era un trabajo sencillo, que no le preocupó ni un solo día, al que llegaba con puntualidad y del que se iba sin demorarse. Hacía caja, guardaba los albaranes y llevaba el dinero, el poco o el mucho, según los días, al banco de la calle de más abajo. Nadie se fijó nunca en él, no tenía nada a lo que prestar atención. Vestía como si cada prenda hubiese sido elegida para que no se notase. Aunque le gustaba, no se calaba un sombrero. Era un hombre invisible, uno de esos hombres invisibles a los que se puede ver si se acerca uno a posta y repara en lo que tiene delante, uno de los que no se ve en absoluto si no matan a un perro a patadas o son atropellados frente a nosotros, en un descuido trágico. Se durmió en la errónea esperanza de que el día vendría impregnado de la fortuna con la que hoy vino negada. Hay sueños inverosímiles que son tolerables y sueños de una verosimilitud inaceptable. Los de Víctor iban de unos a otros sin que él pudiese recordar con cuáles fue más feliz. En uno reciente, uno que supo recordar, era un viajero en el tiempo y decidía ir al futuro y ver qué había allí, si habíamos condenado al planeta o si la raza humana estaba irremisiblemente perdida. En otro iba al pasado por ver si cualquier pasado fue mejor. En otro, afligido, fue rey y fue apresado y mandado a un calabozo, en donde murió. De los sueños, Víctor se quedaba con la impresión primera, con la imagen rescatada al abrir los ojos y ver la luz del día, que fue igual que el anterior y nada fue relevante, ni hubo nada que mereciera su aprobación como ángel salvador.

III
En el centro exacto del mundo

Quizá hacer feliz a alguien no fuese una empresa tan fácil y no bastase con desearlo. Su mente emergió a una suerte de realidad distópica en la que no poseía la certidumbre de que se tratase de un sueño o de que fuese una extensión extravagante de la vigilia. No tuvo interés en indagar en cuál de esos dos escenarios estaba, no se preocupó de que una de esas posibilidades no le conviniese y se vistió con inédita morosidad, eligiendo con muchísimo cuidado qué traje ponerse, si un sombrero antiguo, uno de ala ancha, muy historiado y, en su opinión, elegante, cuadraría con el color de la chaqueta. El estampado de la corbata fue discreto, pero emparejada con el resto del atuendo le pareció un estampado soberbio, una corbata perfecta para alguien que nunca se anudaba una. Dio un portazo enérgico a la puerta de su habitación, saludó a la portera, a la que no saludaba jamás, más por tímido que por hosco, y enfiló la avenida, silbando, determinado, pletórico, sintiendo nuevamente el cosquilleo en la boca del estómago, apreciando el intenso azul del cielo con una nitidez que no conocía, oliendo matices del aire que no había registrado jamás y observando el mundo como si lo hubiesen plantado allí únicamente para que él lo paseara, como si pudiese chasquear los dedos y hacer que desapareciese los objetos que lo ocupaban. Entró en el metro, sintió el zumbido del vagón, pensó que la oscuridad que lo absorbía era luz en su corazón. De hecho notó el corazón, lo percibió con absoluta precisión. Creyó saber el nombre de cada uno de los latidos que lo movían. Se bajó cerca de Callao. La Gran Vía le pareció el centro exacto del mundo. Él era un dios caprichoso y rudimentario, un ser angelical, alguien que podría cambiar el argumento de la novela que estaba leyendo.

IV
Habla Víctor

Sentí que la avenida era anterior al mundo. Que yo recuerde, mi fascinación no decayó mientras la recorrí, sollozando por el placer de sentirme más vivo que nunca, entusiasmado por esa insensata porción de sabiduría absoluta. Hay quien anda para no pensar en que está andando, pero yo quise apreciar cada pequeño paso en la acera, notar el peso del pie, el recorrido involuntario, lento a veces, aligerado otras, con el que apuré el trayecto hasta que de pronto di con algo que no esperaba. Era una imagen en un televisor gigantesco. No entiendo de pulgadas, ni de televisores. No me pregunten de cine, no sé qué película era la que estaba siendo emitida. Era de un blanco y negro precioso. Me sedujo precisamente eso: la limpia bondad de blanco y negro. Quizá era una película que yo hubiese visto, pero no supe reconocerla. Ni el actor principal, parecido un poco a mí, debo reconocerlo. Hasta el sombrero era un poco como el mío. Y la chaqueta y la bufanda que le protegían de un frío atroz. Debía ser invierno. Creyó que podía ser Navidad. Hacía años que la detestaba, pero ahora no le incomodaba. Lejos de que le molestase, le pareció el escenario perfecto y sonrió y se quedó pegado a la pantalla enorme de ese escaparate de un gran almacén. Y el mundo se detuvo.

V
Habla el ángel de segunda mano

– Se ha tirado al río, se ha tirado para salvarlo – le dijo un hombre, a su lado, frente al escaparate.
– Ya no nadie que se tire por nadie. Es un milagro.- contestó Víctor, con la mirada fija en la pantalla, sin dejar de prestar atención.
– ¿No cree usted en los milagros? ¿No cree que hay gente dispuesta a sacrificarse para salvar a los demás? – le preguntó el hombre, uno cualquiera, no especialmente atractivo, vestido sin especial esmero.
– No estamos muy acostumbrados a eso- respondió lacónicamente, apenas interesado en continuar una conversación que no había empezado.
– Le voy a contar una historia. Espero que me escuche con atención. Trata de gente como usted y como yo, Víctor, gente sencilla que de pronto un día cree que no son tan sencillos, que poseen un corazón enorme y que el mundo puede girar mejor si ellos echan el hombro y empujan… ¿Usted ha empujado alguna vez? ¿No era hoy el día en que iba a salir a la calle y hacer que se produjera el milagro? ¿No ha pensado que es un milagro que yo sepa cómo se llama?
Víctor dejó de mirar la pantalla y miró a aquel hombre. No lo hizo con asombro. De algún modo que entonces no comprendió, supo que había salido a la calle para llegar a ese escaparate y que ese hombre, fuese quien fuese, le estaba esperando para contarle esa historia.

VI
La verdadera historia de George Bailey

En realidad todos deberíamos ser George Bailey en alguna ocasión, rebajarnos a perderlo todo e implorar después para que todo regrese, restituido de forma íntegra, impuesto a la realidad de modo que no haya indicio alguno de que todo desapareció. En algún momento de nuestra vida lo mejor que puede pasarnos es perderlo todo, Víctor. Perder a los hijos, perder la mujer, perder el amor. Si uno sabe perder, entiende de qué estoy hablando, pero hay quienes no saben encajar las pérdidas, viven después una interminable trama, un melodrama antiguo, austero, aburrido, sombrío. Por eso hay que entrar dentro de la cabeza de George Bailey, dejar que caiga la nieve y sollozar en el puente, pedir que vuelvan a vivir todos los que no están. Da igual que ya no tengas a nadie, Víctor. Marta se fue hace cuánto, ¿diez años? No has hecho nada en ese tiempo, no has avanzado nada en diez años. Has ido de la oficina a tu habitación y has dejado que los días corran sin que te salpiquen. No fuiste valiente, Víctor. A George Bailey, al verdadero George Bailey, se le ocurrió tirarse al río para salvar a otro y acabó comprendiendo que fue él quien acabó salvado. ¿Tú estás salvado, Víctor? ¿Tienes algún plan para salvarte? No hace falta que busques un puente, y además hoy no nieva. En Madrid la gente no cae al Manzanares fácilmente. Y no estemos en Bedford Falls, claro. Bedford Falls no existe. Mira lo que me duele aceptar eso de que Bedford Falls no exista, pero es cierto. Está en una película, sí, hombre, la que está en la pantalla. Ahora el policía le está diciendo que lleva todo el día buscándole, que vio su coche incrustado en un árbol…Y George corre por las calles de blanco. Mira cómo corre. Le va diciendo a todo el mundo «Felices Pascuas». No hay nada ni nadie que se libre de esa felicidad grandísima que lleva dentro, Víctor. Es que se siente vivo. Ha sentido que la vida, la que le abandonó, ha vuelto para quedarse. Felicita incluso al señor Potter, que desea que vaya a la cárcel, pero ya tendrás tiempo de ver la película entera, Víctor. La hicieron para ti. Todas las cosas hermosas están hechas para un único espectador. George Bailey corre para que tú le veas correr. Lleva corriendo casi setenta años. ¿Te imaginas una carrera tan larga? En mi cabeza no ha dejado de correr. Yo sé de lo que hablo. No sabes lo que me costó tirarme al río, lo fría que estaba el agua, pero George se tiró, se arrojó sin miedo a matarse y nos salvamos los dos. Bueno, yo no estaba en peligro, si he de confesarlo. Luego está toda esa gente, los buenos de corazón, llegando a casa de George con los 8000 dólares que evitarán que se lo lleven preso. Sí, ya sé, no pillas del todo la historia, pero hay tiempo. Seguro que esta noche, cuando vuelvas a casa, la ves entera. Hoy es Nochebuena. Es una noche estupenda para ver Qué bello es vivir. Hay gente que lo hace en todo el mundo. No la ven en agosto ni cuando acaba la primavera. Es una historia navideña. Yo no sé muy bien qué es la Navidad, o lo sé a mi manera. Yo creo que es navidad cada vez que alguien nos salva o cada vez en que nosotros salvamos a alguien. Hay oportunidades para que eso suceda a diario. No es tan difícil sentir que nos han salvado. Esos pequeños milagros se producen sin que suenan las trompetas y los cronistas registren el prodigio en su memoria y luego poder transcribirlo todo, para que conste y los que no pudieron asistir, los desavisados, lo sepan. Ahora hay un milagro, Víctor. Tú y yo, aquí viendo a George abrazando a sus cuatro hijos, qué buen padre. Todas esas cosas nos hacen los hombres más ricos de la ciudad. George fue el hombre más rico de la ciudad en el instante en que saldó su deuda, pero ya lo fue antes. ¿Tú te has sentido así en los últimos diez años, querido amigo? ¿Crees que estás a tiempo de salvar a alguien o prefieres que te salven? Habrá ocasión para que pruebes esos dos lados. Ninguno existiría sin el otro, ninguno valdría la pena sin el otro. A mí me toca irme ya, hombre. No sé qué harás. No sé tantas cosas…

VII
La buena obra

Volver a casa despacio. Con el silencio dentro. Como una música. Sentir una paz como nunca había sentido. No volví corriendo, como George Bailey. No se puede ir a trompicones por la Gran Vía. Me bastó caminar la avenida y respirar el aire frío de diciembre. No hizo falta que nevase. Tampoco que en casa estuvieran esperándome. Antes de subir a mi habitación entré en unos grandes almacenes. Había alguno abierto, incomprensiblemente. No entiendo a qué esa voracidad en vender, en no dejar que el mundo descanse. No tardé en encontrar lo que andaba buscando. Era una caja de cartón. Dentro estaba George Bailey y estaba Clarence. En cierto modo estábamos todos. También la muchacha poco dulce (en realidad bastante adusta) que me cobró y el niño que corría por la calle y casi me hizo caer, y juro que me divirtió sentirme parte de su juego y recuperar el equilibrio. Le extrañó que sonriese. No sé qué esperaba. Quizá que le reprendiese. Ayer lo hubiese hecho. Quizá ya haya hecho una buena obra. Bien pensado, quizá sea esa la buena obra a la que llevo días acercándome y de la que no sabía nada. Un milagro sin trompetas, me dijo Clarence. No escuché ninguna, pero no dudo que alguna estaba sonando.

VIII
Un sueño

Víctor durmió en paz consigo y con el mundo. Se acostó nada más acabar de ver Qué bello es vivir. No dejó que la realidad le robase la emoción que lo traspasaba. El empeño de imponer la realidad a un sueño no es menos arduo que el de recordar en la vigilia lo que ha visto mientras dormía. Creyó que podría volver a Bedford Falls, entrar en casa de George y hacer que le presentaran a sus hijos. Le diría que fue un hombre gris y que también a los hombres grises les visitan los ángeles. Le confesaría que no hay nadie en el mundo que comprenda mejor que él lo que sintió cuando salió del puente, calle abajo, buscando a quién saludar y felicitar las pascuas, renovando su pacto con la vida, a la que había olvidado. Qué fácil es olvidar el placer de vivir, George. Le abrazaría con fuerza. George aceptaría esa intimidad imprevista. Después de haber salvado a alguien, de haberlo hecho de verdad, aceptas todos los abrazos, los entiendes todos, sabes qué cuentan. Todos los abrazos cuentan algo y nos morimos sin saber entenderlos.

NOT TODAY
por Marisa López Mosquera
To The Seagull

«La misma rutina desde hace tiempo, antes de que el despertador suelte su carga estridente ya estoy al acecho, escudriñando, echando un vistazo por si algo cambia, pero no.. Brillan en la noche los números rojos, como ojos inquisitivos, el punto intermitente que se detendrá exactamente en trece minutos pero solo después de estremecerse en un largo pitido, una aguda sirena que boquea en cuanto mi mano simplemente lo apaga, en los últimos tiempos ya sin rabia. Cuántas veces he deseado que.. Deseo. ¿Puede una simple palabra contener un mundo? Coloco la mano sobre el botón a la espera, unos segundos después el despertador vibra, aúlla y se apaga de nuevo. Descorro las cortinas y contemplo el mismo escenario que todos los días. El lago helado a lo lejos, la calle engalanada con guirnaldas de colores y abetos decorados, el muchacho de la bici soplándose los dedos para calentarlos poco antes de introducir la mano en la cesta, coger el periódico y lanzarlo contra el jardín de mi casa, desapareciendo calle abajo.

Un gesto maquinal al principio, tan pronto lo lanza aquí como reparte los demás en toda la barriada, pero ahora no se trata ya para mí de un simple periódico sino de un vuelo intrépido y desesperado. Cada día puedo ver la trayectoria en arco del pequeño bulto, su ascensión y caída en picado. Escuchar el sonido apagado del papel chocando contra el camino de piedras, bajo las mimosas, cerca de los pies del muñeco de nieve con luces del porche. Y al anciano señor Morton en pijama frente a mi casa, recogiendo el suyo y alzando la mano hacia mi ventana en ese saludo cómplice ya entre nosotros. Tres pasos de vuelta hacia su puerta, un ligero estornudo y una entrada algo accidentada a la cocina dando un pequeño traspiés. A continuación se escuchará la campanilla de la pequeña biblioteca móvil que anuncia su paso por el pueblo, en domingo, una autocaravana repleta de libros que se detiene brevemente en el semáforo de la esquina a las 11.28 y continúa hacia la zona del río. Todos los días lo mismo. Siempre he adorado la Navidad pero hace doscientos ochenta y seis días que es veinticuatro de diciembre.

Al principio resultaba excitante. La nevada cerca del mediodía y otra vez en la tarde, cuando la oscuridad hace resaltar los guiños luminosos de las tiendas, las casas, los carteles brillantes que cuelgan de las farolas. Las llamadas de larga distancia con la familia y amigos que hice en la mañana. La reunión en el Black Cat, el pub irlandés del pueblo. John el Loco, su dueño, brindó a mi salud en gaélico, nada menos. El bizcocho verde que la panadera del pueblo, la señora Wuang, me obsequió por primera vez, con las recomendaciones sobre cómo y cuánto comer en cada ocasión para que el hechizo realizado en la cocina expresamente para mí surtiese efecto. La videoconferencia con Brian Lowell, el biólogo para quien trabajo por horas transcribiendo las notas de lo que será su nueva publicación. Una reunión más festiva que laboral en la que Brian, un maduro catedrático, me aconsejó posponer mi trabajo como escritora y por supuesto el de secretaria que ejerzo para él, y salir al mundo a por todas, «Es Navidad, Angéline, nunca conseguirías un conflicto de calidad con alguien como en esta época. Imagina el desamor más adelante, recordando toda esta parafernalia intermitente». Descreído, podría ser un buen calificativo para Brian, pero ahora sé que tras esa máscara sarcástica hay un corazón potente latiendo por una chica de Atlanta.

La primera víspera de Navidad todo era nuevo. Apenas llevaba en el pueblo unos meses, desde el verano. Ya me había roto las costillas en una caída de la bici y lo mejor de todo, no solo había conocido a mis vecinos, los Morton, seres especiales y entrañables, además de otros pintorescos habitantes de West White, sino al jefe de policía, Franz Hubbard, un tipo extraño que me fascinó desde el primer instante. Un testarudo. Encantador. Demasiado protector. Versátil. Un tipo dominante sin duda. Agudo. Con un pasado misterioso. Y una mirada tan explícita, tan deliberadamente inquisitiva, tan gráfica.. La noche del veinticuatro tendríamos nuestra primera cita.. Ahora todo parece formar parte del mismo sueño diabólico. Cuántas veces he soñado con ello.. con besar cada centímetro de ese cuerpo largo e impertinente que me transmite una mezcla de fuego y ternura. Cada vez que nos hemos encontrado en el pueblo y él me ha mirado de esa forma, como quien entra en tu alma y la saquea. Dos docenas de palabras para decorar el instante pero al final solo puedo recordar la fuerza de esos ojos, mi propia reacción acariciándome el cuello sin darme cuenta, como si pudiese de alguna forma repetir con mis dedos la trayectoria de esa mirada que no solo me desnuda lentamente sino que parece abrazarme, acunarme, elevarme a la categoría de exquisita, de elegida, de única.

Aquel primer día se complicó repentinamente. Edna Morton, casi dos metros de franca resolución y su marido, Jeffrey, habían comido unas ostras en mal estado y hacia media tarde los llevé al hospital temiendo lo peor. La palidez de Edna era alarmante, una mujer tan grande y tan indefensa.. parecía increíble. Dos horas después compartían habitación y medicinas en el West Hospital, fuera de peligro. Me impresionó el cariño que sentía ya por estos viejos encantadores, tan fuerte y genuino. Conduciendo de vuelta a casa pensé en la cita, Franz nunca me lo pondría fácil. En un juego al gato y al ratón me cazaría en poco tiempo pero aún así qué delicioso podría ser resistirse.. Cuando me ayudó a acercar mi silla a la mesa en el restaurante, en un gesto natural, casi íntimo, me relamí pensando en el tira y afloja que tendríamos durante la cena. Nada que ver con mi torpeza de los inicios y los nervios que le siguieron. Franz me miraba calibrando cada respuesta, yo me sentí a cada minuto más pequeña, más insignificante, en absoluto yo misma, deseé poder empezar de nuevo, sin titubeos, con la cabeza en los hombros y no aquel parloteo insípido que llevaba mi propia voz. Mientras esperábamos la comida Franz pidió un Bourbon y yo un Vermouth dulce con hielo y limón. Su mirada en mis labios agrietados mientras pedía mi bebida me dejó sin palabras. Descontrolada por mis hormonas, así me sentía. Inaudito. Hacia los postres Franz recibió una llamada de la comisaría que lo desconcertó por un instante. Entonces sí lo sentí cercano, contrariado, pareció dudar antes de responder pero finalmente contestó con firmeza «estaré ahí en una hora». Algo después, cuando vi desde la ventana de la sala cómo se alejaba el Corvette, pensé en la escueta despedida, el beso de trámite en la mejilla y la seriedad de Franz. Y en mi torpeza, en la falta de tiempo para ser más directa, en cuántas cosas quedaron pendientes, en cómo simplemente bajando la guardia.. , en mí, en él, quizá en un nosotros.. «Ojalá pudiera volver a vivir este día..», pronuncié entre susurros antes de dormirme, exhausta. »

Cerró el diario y consultó las listas del cuaderno. Así había empezado todo. Desde aquel primer veinticuatro de diciembre todo había sido un frenesí de estrategias, un largo camino recorrido a trompicones, chocando siempre contra la falta de tiempo para conseguir algún cambio. Si de alguna forma era posible salir de ese círculo cerrado tenía que haber algún punto de fuga en el día, algún segundo desprevenido con una grieta por la que colarse y volver al futuro. En vano había intentado que los Morton no comieran aquellas ostras. Ni enterrándolas bajo la nieve o despeñándolas por la cantera cerca del río conseguía que desapareciesen de su nevera. Pero a los veinte días de intentarlo sin éxito sucedió que los Morton escucharon en el hospital su increíble historia como las otras veces pero en esa ocasión recordaron su situación de un día para otro. Le conmovía que alguien más que ella pudiese avanzar en algún sentido.

Resultaba grotesco y tan gracioso, ver a Edna en aquella cama que parecía de juguete en ella, y a Jeffrey a su lado, tomando notas, mientras ideaban entre todos la manera de terminar por fin aquel día infinito. El trenecito de enfermeras cantando villancicos se acercó a la puerta y la máquina preguntó alegremente como siempre entonando el Jingle Bells «¿Cómo estamos, cómo estamos, cómo estamos hoy?», a lo que respondieron los tres rápidamente en la misma onda la frase de rigor, porque Jeffrey había tenido una idea excelente y querían trabajarla cuanto antes.
– Angéline, ya sabes lo que tira más que dos carretas, tendrás que mostrar carne en esa cena..
– Edna.. -Jeffrey la reprendió suavemente, colocándose el bolígrafo tras la oreja
– Sabes que tengo razón, si hasta una monja resultaría más sexy a veces.

Acudió a las siguientes cenas más provocativa, segura, la conversación se fue animando, Franz incluso llegó a confiarle algún secreto, alguna confidencia que jamás había hecho a nadie, pero el resultado era el mismo. Sonaba el teléfono, él dudaba un instante pero acababa ofreciéndose a ir a la comisaría y la dejaba cada noche frente a la puerta de su casa, anhelante, frustrada. Con el tiempo y la convicción de que su vida sería revivir interminablemente la víspera de Navidad, comenzó a aceptar la idea de ver a los Morton siempre en una cama, de saludar a diario a la familia por teléfono, a los amigos, desear felicidad y un buen año a la gente del pueblo y terminar cenando cada noche con Franz en el restaurante del señor Moscatelo, un plato de pasta italiana impecable, un vino excelente y el mejor café del pueblo, «un cappuccino hecho con corazón», como él decía. La nieve se deslizaba con suavidad sobre el mirto del jardín, arruinando los tomates que ella se empeñaba en sacar adelante cerca de los pequeños parterres que Jeffrey le había ayudado a diseñar. Parecía un llanto silencioso a veces, una caricia suave, un ronroneo. Y al final, convino abrazándose a sí misma mientras contemplaba la belleza de los copos desde la ventana, era una suerte revivir un día tan festivo y hermoso y no una tragedia.

En adelante las charlas con los Morton se transformaron, ya no había planes, ni ansiedad, hablaban con cariño, con fluidez, como si fuesen una familia. Ellos olvidaron en poco tiempo su dilema y cada día parecía distinto, charlaban animadamente hasta que la enfermera cantaba su pregunta y los tres contestaban a coro el sonsonete que rimaba con ella. Parecía la contraseña para cambiar de escenario y Angéline volvía a casa, se arreglaba y esperaba a Franz en la puerta, su coche giraba en la curva a la misma hora cada noche. La nieve jugaba a conectar todos los mundos. El pueblo pareció sumirse en una magia especial en donde todo comenzaba y terminaba como en un cuento. Ya no le molestaba recordar los comentarios que le hacían durante el día, ahora los recitaba mentalmente, casi con complicidad, reconociendo la buena voluntad de aquella gente que apenas la conocía y le había abierto las puertas de su casa y de su vida. Pedalear casi de madrugada recorriendo el pueblo era una liberación. Los corrillos de los niños cantando con las abuelas villancicos clásicos a la entrada de la asociación de vecinos, eran como una floritura en un día tan señalado. Las cenas comenzaron a ser más íntimas, las conversaciones más profundas. La alegre infancia de Angéline, su viaje a Japón y más tarde al West, la época de agente federal de Franz, su matrimonio antes de enviudar. Los miedos de ambos, sus deseos, sus sueños más recónditos. Llegaron las risas, la ensoñación. Adoraba cada gesto en Franz, cada vacilación cuando él parecía sorprendido por haber ido tan lejos en sus confidencias. Cada instante sin palabras. Largos segundos de silencios compartidos en los que todo giraba alrededor de sus miradas.

Aquella noche sonó el teléfono y Angéline suspiró distraída, dando por terminada la cena. Franz contestó, vaciló un instante y aseguró que en una hora estaría en la comisaría. El señor Moscatelo regaló una rosa a la dama por primera vez, ella sonrió y se la colocó en el escote del vestido. Franz la miró largamente, como si la recordase de pronto tras años de amnesia. El portero les saludó con su frase habitual, el Corvette aparcó frente a la casa y Franz se inclinó como siempre para darle un beso en la mejilla. Ella cerró los ojos para atesorar el instante. Los labios de Franz apenas tocaron su piel antes de retirarse para abrirle la puerta en su ritual caballeresco. El suspiro fue más largo esta vez cuando su tacón se hundió en la nieve. No estaba segura de poder aguantar mucho más una desolación tan grande. La certeza de amar sin esperanzas, en un mundo engañoso en donde todo parecía feliz pero no lo era. Franz la ayudó en los escalones nevados, y por un momento deseó soltarse, resbalar y romperse la cabeza. Acabar con todo. Pronunció su despedida, aguantando las lágrimas, esperando la siguiente llamada, en la que Franz hablaba con voz profesional, su rostro se transformaba con la preocupación y se dirigía con rapidez al coche mientras agitaba la mano en la distancia prometiendo una próxima cena sin un final tan abrupto.

Pero Franz la arrinconó contra la puerta, un brazo a cada lado de su cuerpo. Inclinó la cabeza para besar con cuidado los labios que ella destrozaba mordiéndose sin darse cuenta, y todo pareció distinto. Como un dolor repentino, intenso, que los dejó sin aire durante unos segundos y se desvaneció lentamente poco después. El teléfono sonó varias veces, Franz contestó con voz firme asignando el trabajo a otra persona. Aquello parecía irreal. La nieve cubría el azul metalizado del coche, hacía frío, pero ellos no se movían.
– La llave – urgió Franz en su oído.
– Algunos se enamoran. ¿Sabes a qué te expones?
– A veces es necesario correr grandes riesgos.
– Juraría que he oído esa frase en una película..

Con qué viajamos, anclado en el instinto, se preguntó Angéline mientras entraba de la mano en su casa. Qué bagaje nos rompe los hombros por el esfuerzo de sostenerlo, golpea nuestro lado más vulnerable y nos ahoga en la necesidad de mejorar, superarnos. De ver más allá de más allá y todavía querer seguir viendo y puliendo y renovando, perfeccionando, culminando, sin que ello ataña a nadie más que a nosotros mismos, al voraz e inagotable deseo de comprobar que hemos hecho lo correcto. De mirar hacia adentro y saber que todo está ahí, a buen recaudo y que en ningún momento lo hemos puesto en peligro.

SANTA QUE ESTÁS EN LOS CIELOS

por Alex Herrera

Divertimento escrito en tres actos inspirado por Truman Capote y, secundariamente, por Philip K. Dick. Que su memoria disculpe la mediocridad de un texto escrito a salto de mata mientras me miraban dos bebés.
I

LOS DEMONIOS

Supongo que la cara de sorpresa de la tía Maris cuando le conté esta historia es comprensible. Ella vive en la gran ciudad, pero ni siquiera allí suelen suceder cosas como lo ocurrido en Snow Crest tres días antes de Navidad ¿Cuándo podría ocurrir una cosa así si no es en Navidad? Lo que no acabo de comprender es por qué sucedió aquí, en este lugar piadoso de Dios que nunca se ha hecho preguntas incómodas de esas que molestan a los clérigos y hacen llorar a la señorita Lambsen.

Todo empezó cuando llegó al pueblo un equipo de televisión. Lo componían tres personas: un tipo alto de pelo duro como el de un erizo conducía la furgoneta blanca con enormes pegatinas en los laterales en las que se podía leer “Recursos Imprevistos”. Él fue el primero en bajar. Se pasó un buen rato observando la plaza del ayuntamiento con desdén antes de escupir en el suelo con gesto de resignación. Se podría decir que era atractivo pese a la docena de años que le sobraban y, a juzgar por el pringoso tinte de pelo que usaba, no le gustó cumplir. El segundo tipo era mucho más joven y mucho menos atractivo. Giboso, muy delgado y lacónico, el oficio de enterrador no habría sido desencaminado para él de no haber sido el segundo de los ángeles negros que destrozó la vida de Snow Crest. Por último bajó la única mujer. Vestía un traje blanco que contrastaba con un rostro enjuto y duro, demasiado contraído como para permitir que las arrugas medrasen en él. Al verla se diría que el cielo había sido asaltado por algún íncubo. Los muchos papeles que portaba en una carpeta y el modo seco en que se dirigía a los dos hombres nos hicieron suponer que era quien tomaba las decisiones. No tardaríamos en comprender que el contenido de aquella carpeta podría equipararse al de la caja de Pandora.

No es preciso que diga que la presencia de forasteros en el pueblo se consideró un acontecimiento. Por ello es lógico que una pequeña multitud se agolpase alrededor de aquellos demonios. Fuimos presa fácil. Demasiado fácil.

La primera víctima fue el señor Johnson, el encargado del almacén de comestibles. Los tres demonios se acercaron a él y le preguntaron de sopetón.

¿Es usted creyente?

Por supuesto que lo soy. Que me muera si no es así, replicó el bueno de Johnson.

¿Entonces cree usted en Santa Claus?

Creo en Santa tanto como que los arcángeles descenderán no a mucho tardar para barrer la inmundicia de este país. Así lo asegura la biblia.

¿La biblia dice eso? ¿En qué parte?

No estoy seguro. En Jeremías, Isaías o alguno de esos santos hombres.

Dos horas más tarde el señor Johnson se indispuso a causa de un fuerte dolor de barriga. Murió antes de que su mujer pudiese llevarle a Denver en la camioneta familiar. Fue una inesperada desgracia que hubiese sumido en la tristeza al pueblo de no ser un afamado estafador que no dudaba en incrementar el precio de sus mercancías aprovechando que era una de las dos tiendas de comestibles del pueblo y la única que se mantenía abierta en Navidad.

La segunda víctima fue Joe el licorero. Cerró su local atraído por el bullicio que levantó la presencia de aquel trío infernal, y no tuvo inconveniente en atenderlos dejando sin suministro a Nathaniel el trampero, justo el día que bajaba al pueblo en busca de su suministro de whisky trimestral.

¿Cree en la Navidad?

Vea usted mi tienda. Está decorada con todos los elementos que identifican a un buen americano.

¿Entonces cree usted en Dios?

Puede apostar su brazo derecho a que sí.

Al regresar a su local echó la mano al bolsillo derecho de su pantalón para abrir las puertas del palacio de la luna a Nathaniel que aguardaba impaciente. Se sorprendió al no encontrar las llaves en su bolsillo. Buscó y rebuscó por todas partes, pero la llave supo esconderse bien. Cuando Nathaniel, desesperado, se ofreció a tirar la puerta con la culata de su rifle, Joe le detuvo asegurándole que aquello no era la acción propia de un buen americano. Las casas se franqueaban por las puertas, dijo. Puede que no sea así en esa mugre de Nueva York, pero es como lo hacemos en Snow Crest Pero aquel día no fue así. La llave no apareció, y a pesar de que Nathaniel se enfureció la puerta se mantuvo cerrada mientras Joe buscaba una copia de la llave del paraíso en su casa. Lo que ocurrió al marcharse se puede considerar el acontecimiento más trágico en la historia de Snow Crest. Nathaniel, Joel “el impertinente”, el indio Mack “aliento de dragón” y Wesson “el imberbe”, los borrachines del pueblo, intentaron tirar la puerta del honrado establecimiento de Joe que tardaba en regresar. La tienda terminó ardiendo junto a toda la mercancía que almacenaba al caer al suelo el quinqué la alumbraba (Joe siempre fue un bicho raro que renegó de la electricidad por considerarla luciferina). Como consecuencia fue una Navidad sin alcohol, y una Navidad sin alcohol es menos Navidad. Al menos en Snow Crest.

Ocurrieron más cosas nefastas. La dulce Millie fue atropellada por un trineo (algo que no ocurría desde 1934), aunque, entre ustedes y yo, la dulce Millie siempre fue una bruja cuyo accidente fue celebrado en la intimidad por no pocos buenos ciudadanos de Snow Crest. El cerdo mujeriego de Art McCaine abandonó a su esposa a sus ochenta y siete años por una jovencita de cincuenta y tres del pueblo vecino, y los gemelos Stark se perdieron durante dos días hasta que fueron encontrados en estado lamentable cerca de la casa de mala reputación de Hallie. Según le contaron al sheriff, no recordaban nada de lo sucedido en ese tiempo. En Winter Crest no somos ingenuos, sabemos que disfrutaron de los servicios de las chicas de Hallie. Lo que resulta inexplicable es que dos chicos sanos y temerosos de Dios acudiesen a ese antro de lujuria justo después de hablar con los reporteros.

Juro por la santa Biblia que esos demonios llegados de la gran ciudad dominaban las artes del mal. Solo así se comprende que adivinasen el número de canicas que contenía el tarro del café de Horace cuando entraron en busca de un café. Al salir llevaban consigo el jamón dulce que el inguenuo de Horace prometió a quien adivinase el número exacto de canicas: mil cuatrocientas ochenta y ocho bolitas. La misma cifra que salió de la boca del giboso tras pasar sobre la superficie del tarro un extraño artefacto del que emanaba un zumbido.

Malditos demonios.

Sin embargo, el suceso más asombroso me sucedió a mí. Que el señor acoja mi alma si cometo algún pecado al rememorarlo.

¿Cree usted en Santa Claus?, me preguntó con desgana “el erizo”.

No, contesté. Se trata de una simple alegoría que hace referencia a un turco. Una representación del espíritu navideño adaptada para la buena gente blanca. De hecho, ni siquiera se requiere que las personas que interpretan el papel de Santa sean un modelo de virtud, al fin y al cabo se trata de un coloreado. Basta con recordar que el año pasado Fred el gordo, al que la gula hacia la comida y las mujeres de los demás convierte en un pervertido repugnante, fue quien vistió las ropas de Santa.

Al pronunciar aquellas palabras pareció que la mismísima divinidad recorría cada surco del castigado rostro del tipo alto. Me tomó de la mano y clavó en ella un punzón del que siempre recordaré su sonido al presionarlo sobre mi muñeca: ¡¡Clock!! Después hizo un gesto a sus compañeros indicándoles que se montasen en la furgoneta. Fue tan precipitado su huida que olvidaron algunas de sus pertenencias. El jamón dulce, sin embargo, no lo olvidaron. ¡Malditos sean mil veces!

La vida en Snow Crest se construye sobre los sólidos cimientos de la rutina; y en regresar a ella nos dedicamos los trescientos cuarenta y siete habitantes de este hermoso lugar en cuanto perdimos de vista aquella furgoneta. Me hubiese gustado contar que lo conseguimos… pero no fue así.

El parte meteorológico anunciaba nevadas durante toda la mañana del veintitres de diciembre. Por esa razón no me extrañó la negrura del día cuando franqueé la puerta de mi casa. Fueron los gestos aterrorizados de la docena de mis conciudadanos que se congregaba frente a mi puerta lo que me alertó.

¡¿Qué os ocurre?! ¡¿Estáis lelos?!

Contestaron a mi pregunta entornando los ojos hacia el altísimo. Entonces miré y le vi. Un enorme rostro adiposo y barbudo me miraba fijamente suspendido en el cielo. Tan grande como cuatro campos de fútbol, su posición era cenital, completamente volcado hacia abajo. Los ojos, abiertos como enorme lupas, seguían cada uno de mis agiles movimientos. Miré a mis vecinos con incredulidad y ellos me devolvieron la mirada en tono acusador. Qué injusticia ser tachada de bruja para una mujer virtuosa de setenta y dos años, suficientemente honrada para devolver doce centavos de cambio de más a Joe el último día que compré mi botellita de licor de hierbas para dar calor a mis noches, y que puede presumir de no haber conocido el pecado de la carne. Pero allí estaba, tan fijo en mis movimientos, tan silencioso tan intrigantes que mis el número de conciudadanos reunidos frente a mi puerta se fue multiplicando a lo largo del día pese a que, como me diría después el alcalde Murphy, “se aburrían”. El último en irse fue el alcalde Murphy.

Allí estaba yo, con aquella monstruosa gárgola sobre la cabeza y un centenar de vecinos atentos a mis pasos. Decidí caminar para despistar a la visión, pero me siguió por todas partes e incluso me esperó cuando pasé por la iglesia en busca del consuelo espiritual que me pudiera ofrecer el pastor Truman. No fue mucho, la verdad. El pastor salió del templo, observó durante un rato el enorme rostro y se marchó silbando “Hallelujah” tras asegurarme que debía tratarse de un milagro o algo así, pero que aquello más cosa de católicos que de baptistas y, por lo tanto, el fenómeno no le interesaba. Al cabo de una hora, sentada en un banco nevado del parque Nixon, conseguí reunir el coraje suficiente para gritar a la cosa.

¿Quién eres y qué quieres de mí?

No obtuve más que silencio.

¿Acaso no dije la verdad? ¡Eres una alegoría! ¡No eres más que el fantasma de un turco actualizado por la Coca-Cola! Ni siquiera eres blanco. No me asusta tu cara tiznada ni tu silencio.

Más silencio.

Voy a irme a casa y no voy a salir de allí en lo que resta de día. De modo que ya puedes ir marchándote.

Entonces aquella cosa rompió su silencio.

Coca-Cola…

¿Coca-Cola? Detesto ese mejunje destinado a gordos, negros y asiáticos. En Snow Crest no encontrarás esa porquería. Aquí siempre se ha bebido Dr. Pepper

Caminé hacia mi casa dando rodeos con la vana esperanza de que aquel Polifemo se esfumase. Pero daba igual donde fuese, al mirar hacia arriba seguía ahí. Por entonces la multitud había doblado su número, e incluso habían venido personas de pueblos cercanos. Fue una terrible contrariedad que ni siquiera fuese correctamente vestida.

Entonces la bestia volvió a hablar.

IKEA…

¡Demonios suecos!, grité a la cosa. En Snow Crest no hay suecos. Gracias a Dios esa plaga se mantuvo alejada de este hermoso lugar.

TOSHIBA…

¿Toshiba? Ni siquiera sé qué es eso. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué buscas? Solo quiero llevar una vida tranquila amando a mi prójimo, como enseña el libro santo.

HEINEKEN…

¡Cuánto durará esto, Señor!

II

EL INFORME CONFICENCIAL

De: Recursos e Imprevistos Ltd.

Para: Departamento de control mental

Agente Oates

El experimento fue bien en mi opinión. Cuando llegamos a ese pueblo de mala muerte arrasado por la endogamia pensé que nos llevaría todo el día encontrar a un idiota lo suficientemente indigno de llamarse humano. En realidad fue fácil. Aquella viejecita con ojos de reptil era un ejemplar extraordinario. Inyectarle el chip fue tan fácil como robarle el caramelo a un niño. Ni siquiera se hizo preguntas cuando sintió el pinchazo en la mano, no entiendo por qué critican nuestro método. No fue demasiado sutil, pero si hubiese visto a esa gente, señor director, sabría que nunca se hacen preguntas. Completamente aborregados, son las cobayas perfectas.

Agente Smith

El indio que contratamos para realizar el seguimiento terminó por ser completamente innecesario. Se empeñó en cobrar en especie a cuenta de veinte botellas del mejor bourbon. Le enviamos dieciséis porque los chicos de intendencia hicieron desaparecer cuatro para celebrar la Navidad. De todos modos seguro que no sabe contar más allá de diez. En cualquier caso fue un dinero gastado inútilmente porque al final todo ese jodido pueblo siguió a la vieja allá donde se movía. Le sacaron fotos, las enviaros por whatsup a las redes sociales e incluso se hicieron selfies con la cabeza gigante de fondo. Afortunadamente nadie ha dado crédito a esas imágenes. Incluso hay quien dice poder demostrar que se trata de un efecto de photoshop. Nuestros mejores aliados, como suele ocurrir, han sido los escépticos. Al menos nadie podrá seguir nuestras huellas.

Agente Padilla

El director de la agencia me acaba de abroncar a través de un mail interno. El fracaso ha sido tal que la operación se ha anulado de modo inmediato. Cierto que jubo pequeños errores, como la enorme cabeza que techó el pueblo durante tres días. En principio no debía ser más que del tamaño de una mosca, debía afectar a una zona concreta del hemisferio cerebral izquierdo para ser visible solamente por una persona, pero algo se nos fue de las manos. Después está el hecho de que el holograma repita sin cesar marchas publicitarias. Los técnicos insisten en que es cosa de la vieja: el holograma está diseñado para repetir las obsesiones del que lo proyecta. Qué coño tendrá en su jodida cabeza. Otro proyecto de cientos de millones de dólares que se va por el retrete.

III

LA AUSENCIA

La cabeza gigante desapareció ayer. De vez en cuando echo un vistazo al cielo desde mi ventana esperando encontrarle allí arriba. Al menos me sentí acompañada durante la Navidad. Mi primera Navidad acompañada desde hace cuarenta años. Hacía dos décadas que no permitía que nadie franquease mi puerta. Por eso, cuando medio pueblo se presentó ante ella portando pavos, pastas de chocolate, ponches de huevo y montones de viandas más no entendí qué había sucedido. El alcalde se erigió en portavoz de la masa al dar un paso adelante cuando abrí la puerta.
Eres una mala arpía, Jezebel. Cuando tus padres te bautizaron sabían lo que hacían. Arisca, criticona, egoísta. Una mala persona. La peor de Snow Crest. Una zorra desdentada que…

Vale, vale. Ya lo cojo, contesté. ¿A qué habéis venido a mi casa?

Hemos decidido que aunque eres una persona despreciable debes tener alguna virtud por la que Santa te ha elegido para manifestarse ante ti.

Santa ya no está. Podéis iros.

Pero tú sigues aquí, y queremos pasar la Navidad contigo.

¿Conmigo?

Eso es. Si Santa ha sido capaz de ver bondad en ti es que no eres un caso perdido. Queremos aceptarte en nuestra mesa. Ven al ayuntamiento y cena con nosotros.

En ese momento vi claro qué tenía que hacer. Entré dentro de la casa, cogí el viejo fusil de mi padre y volví a salir fuera maldiciendo a aquella turba de majaderos. Fue divertido ver cómo huían del plomo que les aguardaba moviendo sus torpes patas demoniacas sobre la nieve.

Pasó media hora y anocheció. Cerré la puerta con llave, bajé el pestillo y me dirigí al salón. Seguro que esos bastardos de Snow Crest comprarán compulsivamente estanterías Köping, automóviles japoneses y cargamentos inmorales de ese potingue con sabor a cola. Bárbaros. No tienen ni idea de lo que significa la Navidad. Azucé el fuego de la chimenea, recogí mi plato de sopa y me senté en la mecedora cerca del fuego. Mañana visitaré al doctor Hiberg para que eche un vistazo a mi mano… si quiere verme después del numerito del fusil. Cómo corría el condenado. No, seguro que no querrá verme. Qué más da, no parece que tenga ninguna herida. Dejó de dolerme hace días. Umm… dos horas y la Navidad habrá acabado. Un año más sola. Creo que me levantaré y volveré a echar un vistazo al cielo. Si Santa no está no me preocuparé. Seguro que el año que viene volverá.

4 pensamientos en “Cuatro Cuentos y una Canción de Navidad…

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  2. No había podido leer los cuentos con tiempo hasta hoy. Y ha sido genial, como enfundarse la Navidad suavemente un día cualquiera. Y quede claro que para mí la Navidad no es más que conservar cada año la misma visión asombrada de la magia que percibo en cada pequeño adorno que coloco en mi casa. Todos me hablan, con todos me arrebujo en un mundo al que acceden pocas personas. Y ahí es donde leo los cuentos. En mi sofá cerca de la chimenea, rodeada de muñecos de nieve, campanas, caramelos, casitas, hombrecillos con bufandas y gorritos, trenecitos, bañados por los destellos de las estrellas que yo misma creo y cuelgo, todo un mundo en movimiento a mi alrededor, alguna ovejilla sobre mi hombro a ratos, brincando por el sofá y la sala hasta la base del árbol donde tiene su paja para descansar. Y recito en voz alta tal frase o tal idea, y el maquinista del tren responde algo o un pitufo que acompaña a las ovejas, correteando por la alfombra.

    A la estrella dorada y a mí nos gustó mucho la atmósfera del cuento de Mycroft, por un momento viajamos hasta allá y perdimos de vista nuestra sala. Un pequeño Pinocho que había saltado a mi bolsillo antes de nuestro viaje se tapó los ojos cuando vio una imagen fugaz de los niños corriendo tras la radiación. ¿Puede haber un mundo así ahí fuera? Puede, cariño. Ya lo creo. Y volvimos a perdernos en el mundo de Nozomi. La pequeña multitud que abarrota la estación de tren que siempre coloco bajo el árbol, en la alfombra roja, siguió a Víctor y al ángel sin pestañear. Después se miraban entre ellos mientras el tren no salía, deseando comentar en voz alta lo que les había conmovido el cuento. Y finalmente Snow Crest fue nuestra casa durante unos minutos. Y entre la multitud que esperaba a Jezebel estaban mis campanillas, los lazos brillantes de mi abeto descansando en las ramas del castaño que hay cerca de su puerta, mi pequeña bola de nieve con el trineo, prendida en un bolso de cuero de una señora, yo misma mirando a la decidida mujer con el rifle y al alcalde, con una sonrisa divertida. Cuando cerré el libro de cuentos de este año, un leño estalló levemente en la chimenea, como una pequeña risa cómplice. Todo pareció detenerse un instante, una foto para el recuerdo con las imágenes de todos los relatos. Y así es para mí cada año, un lujo contemplarlas sobre la chimenea, escuchando esta vez a Frank Sinatra.

  3. Pues yo también me quedo con el relato de Angèline, es un relato esperanzado, es un relato sobre el amor, y las segundas y terceras oportunidades. Con Bill Murray al fondo. Y con el de Emilio, el más navideño, y literario (Frank Capra nunca falla, ya ha salido varias veces. El relato de redención que yo he explorado alguna vez).

    Yo buscaba algo muy muy concreto con mi relato, y por segundo año consecutivo (sorpresa!) he escrito exactamente lo que me había propuesto, ni una coma más ni una coma menos, con unas premisas muy específicas:
    1-Un relato centrado en la muerte que no fuera triste. Con Vivir de Kurosawa al fondo.
    2-Un relato que pasara por encima de las navidades, mostrando que son una convención cultural muy concreta, sin subrayarlo con demasiada vehemencia, que no pasara de lo poco rescatable: Las tradiciones creadas o desviadas por nosotros mismos para unir a «nuestras» personas.
    3-Un relato sobre la guerra y sus consecuencias, con Siria muy presente en mi cabeza. pero no cruel o sádico. Hubo labor de investigación sobre Hiroshima y las adopciones, y sobre las condiciones de vida de los ciudadanos de origen japonés en Hawai porque todo me lo inspiró la muy procedimental y anodina serie Hawai 5.0, una fuente poco fiable y mediocre.
    4-Un relato ligero en sus formas, muy «cuento» al estilo tradicional, podando prosa y dejando sólo alguna rama un poco más frondosa. Tenía que fluir muy fácil, sin barroquismos, a pesar de los saltos en el argumento.
    5-Un relato que transmitiera la humanidad de sus personajes por encima de todo. Su fragilidad, su provisionalidad.
    6-Que no fuera mi habitual diatriba pseudo-anti-navideña, que no fuera un ensayo embutido en boca de un personaje, que se desdibujase un poco mi ego, que hablaran varias voces y las historias se contaran por si mismas.
    7-Que acabara sin amargor, con cierta magia, abierto.

    El tuyo Alex, me ha recordado al episodio de Woody Allen de Historias de Nueva York, con la enorme «madre judía» en el cielo. Sin duda el más desenfadado y humorístico.

    Aunque como digo me quedo con Angèline, un relato que me lleva a releerlo, porque es muy femenino (se me dirá que no podía ser de otra manera. Lo que quiero decir es que penetra muy bien en la psicología femenina. Algunos tomaremos apuntes) y quizá el de mayor riesgo.

  4. Hasta hoy, 28 de enero de otro año, no había podído leer como debe hacerse los cuentos que regalastéis a este lugar. Ahora, terminada ya la relectura café en mano, certifico de que el tiempo es mi bien más preciado por escaso.

    No es mi intención etiquetar cada uno de vuestros relatos. Menos aún pienso situar a uno por encima del otro. Os comentaré únicamente mis sensaciones. El cuento de Mycroft es el que más me ha conmovido. Hay esquirlas tuyas, Fran, en cada una de las líneas que escribiste. Melancólico, duro, vencido sin negar la esperanza. El cuento de Emilio rebosa literatura y técnica sintetizada hábilmente con el abrazo más sincero imaginable. Es el cuento más navideño en su fondo, el más cálido. Te veo en cada párrafo, hermano. El cuento de Angéline es el más hermoso, el más literario. Posiblemente sea el más navideño a efectos prácticos. Es posible. También te veo a ti, Marisa/Angéline. Es más, te siento. Eso es mucho. Tengo mucha suerte de teneros juntos en esta equina cada año. Tenemos suerte de tenernos.

    Un abrazo a todos…

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