Los que supieron malvivir…

No ocurre en todos los casos. En ocasiones, un tipo con un parche en un ojo es solo eso, un tipo con un parche en un ojo. A veces la idiotez que se pretende enmascarar utilizándolo, se resalta. En otras ocasiones denota una maldad buscada. Sin embargo, existen casos en los que cubrir uno de los ojos con un parche otorga presencia, retrotrae a épocas pretéritas en las que los usuarios de tan escueta prenda eran tipos de los que guardarse, impregna de un aura aventurera, casi mística y, puede que lo más importante, nos presenta a alguien que ha sabido malvivir. Y quien mejor que un director de cine para mostrarnos lo que es vivir constantemente en el filo.

SI NO SABES VIVIR, TAMPOCO SABRÁS MORIR

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RAOUL WALSH

Todo hombre o mujer debe ser consciente del tipo de parche que les corresponde usar llegado el caso. Walsh, pionero de aliento épico con ínfulas de dandi, fue un tipo que solo entendía la vida si la muerte asomaba tras la esquina. Siendo tan refinado, siempre vistiendo de punta en blanco, perfectamente peinado y acicalado incluso en los rodajes más duros, sorprende que su filosofía se emparentase con la que abanderó John Huston. Siendo un tipo duro, el día que durante el rodaje de «En la Vieja Arizona» una mata puntiaguda se incrustó en su ojo derecho (hay quien afirma que en realidad perdió el ojo a causa de un accidente de coche, e incluso quien niega que fuera tuerto, cosa de las leyendas que él supo levantar en torno a sí), consideró que el destino le hacía justicia.

Eligió un parche refinado para afinar la mirada de su ojo sano. Tanto que en las fiestas ejerció de imán para las mujeres que nunca le faltaron. Mientras, continuó labrando su bien ganada fama de hombre duro al que no le iban las memeces. En una ocasión, durante una cena elegante a la que asistió John Ford (tan poco dado a las apariciones en público), éste, campeón de campeones en la categoría de tocahuevos cuando el día le nacía cruzado, comenzó a quejarse repetidamente de lo mucho que le dolía un ojo a causa de las cataratas que le consumían. Walsh narró así la anécdota…

«Se quejaba de que le dolía, hasta que al final agarré un tenedor y le dije: “Venga, John, te lo saco y así no te dolerá más”. Me lanzó una mirada asesina, pero dejó de quejarse.»

Ford no volvió a quejarse en el resto de la velada y todos los presentes elogiaron al hombre capaz de enfrentarse con el gran cascarrabias y salir indemne.

EL VERDADERO ARTESANO NO CONOCE EL MIEDO

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ANDRE DE TOTH

El director de origen húngaro perdió su ojo izquierdo siendo niño. Desde entonces se encomendó una misión: hacerlo todo mejor que los demás. Y lo logró… a su estilo. Tras una temprana incursión en el mundo de la farándula en su país, estalló la guerra en Europa. Tuvo suerte y otro húngaro, éste genial en todo su ser, Alexander Korda, le ofreció un trabajo en Inglaterra desde dónde dio el salto a Hollywood. Su afán por aprender, por trabajar más que los demás y hacerlo mejor, le otorgó unos trabajados galones que le permitieron ponerse al frente de una producción poco más tarde. Pero su carácter era indómito. Rompió su contrato con la Columbia para establecerse como mercenario a sueldo de todo aquel que desease un producto sólido y de mayor envergadura de la que nunca le otorgó la crítica. Aunque su mayor logro se dio fuera de la cámara al enamorar a Veronica Lake, la más bella entre las bellas de su época. Tuvieron dos hijas y se acabó. Tomó aquello como un contratiempo y siguió adelante, como siempre hizo.

Lejos de ser agresivo, Su parche, en sintonía con su carácter, era austero y modesto sin dejar de ser elegante. Su vista sesgada no le impidió dirigir una película en tres dimensiones («Los Crímenes del Museo de Cera», 1953) ni seguir dirigiendo hasta casi el día de su muerte.

SI ESTO ES LO QUE HAY, ESTO ES LO QUE QUIERO

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JOHN FORD

Se han escrito centenares de libros sobre su peculiar carácter. Se ha debatido durante miles de horas sobre qué quiso decir, con su lenguaje gutural, cada una de las escasas veces que abrió la boca. Se han elaborado cientos de ensayos tratando de descubrir que se ocultaba tras su rostro de esfinge. Y sin embargo, fueron John Wayne y Henry Fonda (algunos de los escasos afortunados que recibieron su invitación para ir a pescar a su lado) de los pocos que supieron interpretar su profundos silencios.

Nunca fue hombre de protocolos ni parafernalias. Para él, lo blanco siempre fue blanco y lo negro fue negro. Sin embargo, muy pocos supieron definir la infinita gama de grises como él en sus películas. Gustaba de hacer sentir mal a sus equipos de rodaje cada vez que se enfadaba con el mundo… cosa que ocurría con demasiada frecuencia. Son muchas las anécdotas que ilustran su carácter huraño y práctico. Por eso, cuando las cataratas cegaron su ojo izquierdo, no dudó en colocarse un parche para enfocar la mirada que le restaba. Lo hizo de un modo «natural». Sin explicaciones. A su manera. Un día se presentó en un rodaje con un monstruoso parche sobre sus gafas. Todos le miraron aterrorizados hasta que dijo la palabra mágica: «acción». Entonces se acabaron los lamentos.

Su parche era descuidado. Mal cosido, mal ubicado en su rostro, como si se tratase de un ente transitorio destinado a un fin concreto. De hecho, cuando la cámara se detenía no era raro que despazase su parche unos centímetros, costumbre que le hubiese dotado de un aspecto cómico a cualquiera menos a él. Porque él era «el maestro». Su finalidad última no consistía en utilizar el parche para dotarse de un aura romántica. Eso se quedaba para sus películas.

LA CONTRARIEDAD COMO VENTAJA

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FRITZ LANG

Muchos de los que le conocieron aseguraron que su mejor definición era la del arribista fabulador. Su historia personal, repleta de calles estrechas y poco iluminadas, variaba en función de quien la escuchase y de los martinis que Lang hubiese ingerido. En realidad, bajo su fachada aristocrática se ocultaba un eterno fugitivo, siempre en busca de un lugar en el que descansar por una noche. Tal vez por esa razón sus películas son tan contradictorias y oscuras. En todas ellas aparece una constante: el miedo a la masa, al otro, al ser humano. La bestia no tiene una cara, tiene miles. La bestia es tu vecino, el lechero y la mujer que comparte tu cama. Huyó de la locura nazi dejando atrás a su esposa y guionista habitual Thea Von Harbou, además de enterrar un brillante futuro dentro de la industria de su país. Al llegar a los States pasó dos años sin rodar hasta que la Metro le produjo «Furia» como vehículo de lucimiento de una de sus megaestrellas del momento, Spencer Tracy. El resultado fue tan desasosegante que no volvió a trabajar para la compañía del león hasta veinte años después. La suerte estuvo de su lado (y del nuestro), pues la Warner y la Fox se interesaron por su tenebroso modo de ver el mundo. Y así se mantuvo hasta que su ojo derecho se infectó tras un insignificante accidente durante el rodaje de uno de sus Mabuse. Lo perdió, pero no extravió un pedigrí que le llevó a simultanear parche con monóculo cuando lo consideró adecuado.

Su parche era sólido que no rotundo. De líneas bien delimitadas y elegante pose. Lo lució en toda fiesta que deseó contar con su presencia cuando comenzó a pasear su figura de leyenda viva del cine tras su temprana retirada. Siempre mantuvo la habilidad para mirar por encima del hombro de los demás. No se equivoquen, no por altivez, si no a causa del miedo que siempre le invadió y supo mal disimular.

SI LA ÉPICA NO VIENE A MÍ, YO IRÉ POR ELLA

Nicholas Ray

Siempre deseó que la lírica le invadiese mediante caminos tortuosos. Rodó una de las películas más desesperadamente románticas de siempre («Los Amantes de la Noche»), pero para él no fue suficiente. Quería más, quería sangrar, quería ser un superviviente con un legado de maldito. «Seré Raoul Walsh y John Huston», decía. En realidad no quería ser ellos, querría haber vivido como ellos. De lo que nunca fue consciente es de que los superó. Un día apareció con un parche en un ojo, como Walsh. Dijo haberlo perdido de una docena de modos diferentes, y todos le creyeron hasta un día en que la resaca fue demasiado dura y amaneció con el parche en el ojo contrario. Un falso tuerto que vivió como un tuerto pero no tuvo la suerte de que un mal golpe propinado por un borracho en una pelea de bar le convirtiese en un divino cíclope. Bisexual de tortuosa vida enterrado el alcohol y la ludopatía; atormentado por la pronta muerte de sus mejores amigos, como James Dean (tal vez envidiaba la suerte del que nunca envejeció); obsesionado siempre por eludir lo convencional. Incluso su muerte, filmada plano a plano por Wim Wenders, fue singular. Debió ser tuerto. Lo mereció.

Su parche de seda era aparatoso como él mismo lo fue. Cubría demasiada piel, como mostrando que nos encontrabamos ante alguien a respetar por exceso, nunca por defecto. Fue grande incluso para eso.

Y fin…