Ni es oro, ni es plata. En realidad, no sé qué es…

Resulta curioso (casi diría que triste) el que la abrumadora mayoría de opiniones y reseñas que busqué, tras ver «Un Invierno en la Playa», hicieran referencia a un famoso crítico de cine cuyo nombre no pienso teclear. Bastó que de su boca saliesen buenas palabras (soberbias palabras) sobre la película dirigida por Joss Boone para que miles de personas decidiesen comprar una entrada y ser testigos de las desventuras de una, no tan singular como quisiera el director, familia de escritores. Al margen de que apenas sintonice con la capacidad crítica de este señor, no dejo de preguntarme qué circuito se colapsó en su cerebro para afirmar que «Un Invierno en la Playa» es inteligente y talentosa, además de poseer agudeza y honda alma. Es entonces cuando debo recordar a John Ford afirmando que su película predilecta, de entre las más de 140 películas que dirigió, fue «El Sol Siempre Brilla en Kentucky» o a mí mismo, o a cualquier otra persona, loando una película bufa como si fuese la película de nuestra vida. Los mecanismos mentales que nos llevan a convertir una medianía en una obra notable son inescrutables.

«Un Invierno en la Playa» no adolece de un único defecto, ni posee una única virtud. En realidad, podría pasar sin problemas como un episodio piloto de una futura serie televisiva con más ínfulas que contenido. En contados momentos emotiva, es el ritmo lo que la salva del bostezo, así como su excesivo manierismo y avalancha de tópicos, mal digeridos y peor contados, el peor mal que la aflige. La historia de una familia de escritores (de sorprendente éxito generacional) es confortable de ver y rápida en pasar al archivo de bobadas que no merecen un hueco en nuestra memoria emocional. Greg Kinnear encabeza un reparto coral solvente que no brillante. Demasiado afectados con frecuencia, a tono con un guión que desprende un tufillo clasista. Un discurso tan elevado que, en su enorme bondad, Boone ha decidido rebajar para que al reino de los mortales se les haga comprensible su «enorme complejidad». Por supuesto, esa enorme complejidad no podría ser descifrada por un niño de cuatro años, cuestión que no impide al director pontificar sobre la vida en clave blanda. Demasiado blanda.

Pretenciosa hasta la insoportable, «Un Invierno en la Playa» podría haber sido bonito eslabón de la cadena de no ser por su tono «arty», completamente carente de fondo para hacer alarde de él. Su precariedad aparece casi inmediatamente, en cuanto busca bucear en profundidades emocionales insondables si no se tienen mapas. Y el de Boone es tan falso que he de suponer lo adquirió en alguna taberna gafapasta que sintonizaba una radio station universitaria y se bebían capuccinos descafeinados. La pobreza de la película es grande, pero es, vuelvo a insistir, su tono lo realmente irritante.

Déjense caer en la butaca pues. Siéntense y esperen que algún cortocircuito emocional haga su trabajo y convierta «Un Invierno en la Playa» en una película especial para ustedes. En caso contrario serán testigos de cómo el fast food cinematográfico en ocasiones pretende lucir sellos de alta cocina que no le corresponde. Cuando sean conscientes de ello, no se lo tomen en serio porque si lo hacen, qué mal rato van a pasar…

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4 pensamientos en “Ni es oro, ni es plata. En realidad, no sé qué es…

  1. A mí me ocurre con algunas películas y algunos libros también, que encuentro un rincón confortable en ellos, o un amigo, o a un aliado, o un ser del que podría enamorarme fácilmente, o un momento que querría vivir personalmente, más allá de esa historia. O un detalle que me encantaría compartir porque siento que si hubiese estado allí, podría haber aportado algo interesante. O una de las canciones me recuerda algo brillante o quizá otra que no conozco me da ideas para algo. Y en cierto sentido todo esto se libera del formato película/libro y lo percibo como algo individual. Cuando me preguntan qué me pareció aquella película o aquella otra novela me vienen a la mente conceptos como mullido, vainilla, mesa baja de esquina con luz incorporada, carrera desenfrenada por la playa, medio latido entre dos, etc, cosas de este estilo.
    Cuando pienso en “Un invierno en la playa” no veo a Bill espiando a Erica ni a su hija Samantha jugando a ser fuerte, ni a Rusty sacando la cabeza por la ventana hacia el mundo. Ni mucho menos veo la estructura de la película, el esqueleto de la filmación (ya ni menciono lo mismo para la trama, ni entro en la secuenciación, si es lógica cada parte tras la anterior). Me veo a mí misma sentada al lado de Bill en una de esas sillas sobre la arena, charlando de cosas como el aguante, la “espera” (curioso que esta palabra se componga de las seis primeras letras de “esperanza”) y de otras muchas, veo esa acogedora mesa de comedor, la casa en general, la madera barnizada, el ático frente al mar. Escucho a Bon Iver ( cantando la canción que suena cuando la escena del amor en el armario). Me cuadra que en cualquier esquina se haya quedado dormida una frase de Kafka o de Thoreau. Veo a los personajes, no a los actores y disfruto con la conexión de que todos sean escritores y con sus peripecias. ¿Que le podría poner pegas a su comportamiento en algunas escenas si pienso que todo esto es irreal, una película? Podría sí, pero no es eso lo que quiero recordar cuando pase un tiempo. He puesto mi silla en esa playa, al lado de las otras y soy amiga de la familia, puedo ir cuando quiera. Y levantar la cabeza de mi teclado cuando escribo y contemplar desde el porche de la casa una gaviota planeando de medio lado sobre las olas, ver gente caminando a lo lejos por la orilla, y sentir esa breve felicidad que te da incorporar un nuevo refugio de ficción en tu mente. Ese pensé cuando salí del cine. Como si hubiese recibido un mensaje al móvil de unos amigos diciéndome “ven cuando te apetezca, aquí estaremos”.

    Un beso, Alex

    • Conectaste con la película. Cada vez que ocurre un prodigio así no puedo si no que retirarme a un lado y no cuestionar las emociones ajenas. Porque es la emoción, y no rebuscar a la caza de las costuras, el objetivo único de toda obra. En mi caso, no puedo dejar de pensar en qué gran película ligera habría sido de prescindir de un poso tan cargante. Qué buenos personajes desperdiciados entre tanto estereotipo. Qué argumento tan prometedor cristalizado en tan poca cosa. No conecté con ella, ya ves. Me ha pasado muchas veces que una idiotez modeste se ha convertido en mi imaginario en una obra capital. Nos ocurre a todos. Incluso a John Ford.

      Te diré que me gusta más la película tal y como tú la evocas que durante la hora y media que pasé sentado frente a ella. Cuestión de saber contar.

      Mil besos, Angéline…

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