Raru…

Desde hace algunas semanas estoy sumergido entre variables de mercado y balanzas de pagos. Un tipo muy extraño supervisa los pies de página que garabateo con tinta siempre roja, gruñendo por que he tachado una de sus frases sustituyéndola por otra más comprensible. Le veo dos veces por semana, a veces tres, y creo que con el tiempo me va tomando el mismo cariño que yo le he tomado a él. El pasado jueves me llamó pasada la medianoche supuestamente para preguntarme cómo va la tarea. Le dije que bien, entonces comenzó a hablar de un episodio de su juventud hasta que se dio cuenta de que estaba bajando la guardia y volvió a sus cuadrantes y a la ecuación de Slutsky. Una conocida creyó que era el más adecuado para desempeñar ese trabajo, aunque sospecho que en realidad sólo pretendía sacarme del indolente ensimismamiento en el que me encuentro desde hace meses.

Creo que le he caído bien. Lo que me lleva a pensar en que sólo atraigo a las personas azules, aquellos que tienen algún tipo de peculiaridad que les distingue del resto. Y es algo que me honra, de veras. No puedo tomar de otro modo el que alguien que economiza sus palabras haya decidido gastarlas conmigo. Por otra parte, pienso en que tal vez sea yo quien pertenezca al grupo. Revelación que no deja de ser inquietante.

Durante años un tipo enorme (tanto de estatura como en grosor) con largo pelo rubio y siempre embutido (nunca mejor dicho) en una camiseta del Bayern de Munich, me consideró parte de su rutina diaria. Siempre estaba sentado en el mismo lugar a la misma hora. Y yo solía correr en aquel lugar y en aquella hora. Un día me preguntó si me importaba que me cronometrase. Le contesté que no, y desde entonces lo hizo casi a diario durante más de un año. En una ocasión le encontré en el portal de mi casa. Le pregunté qué hacía allí, por qué no había llamado a mi puerta, pero no contestó. Hace tres años desapareció. Y luego está el silencioso músico callejero que mantego con mis donaciones. Tras meses dejándole unos céntimos en la funda de su guitarra me preguntó qué canción quería escuchar. Le dije: «¿Conoces algo de los Beatles?», y tocó The Long and Winding Road. Luego desapareció y volvió a aparecer regularmente. La última vez que le vi, hace unos dos meses, tocó «Penny Lane» en cuanto me vio aparecer. Y toca fatal, pero me gustó tanto el detalle…

No diré nada de la época colegial, porque al estar incluído en el grupo de los marginales es lógico que tuviese contacto con tipos que se salen de la norma. Hace mucho tiempo, una chica preciosa con la que salí durante casi seis años me lo dijo después de un curioso encuentro con un vagabundo del que ella fue testigo: «Tienes imán para este tipo de gente»… Pues eso.

Trust me…

Maria: ¿Qué ha pasado?

Matthew: No lo sé. Debe estar estar estropeada

Maria: ¿Estás seguro?

Matthew: No

Maria: ¿Todavía puede estallar?

Matthew: Supongo

Maria le arrebata suavemente la granada de las manos y la arroja lo más lejos posible. Unos segundos más tarde explota. Cuando el humo se disipa, Maria y Matthew aparecen tumbados el uno junto al otro…

Matthew: Lo siento, perdí la cabeza

Maria: No importa

Matthew: ¿Qué vamos a hacer ahora?

Maria: Podemos salir corriendo

Matthew: No lo conseguiríamos

Maria: Les diré que fue culpa mía

Matthew: Jamás te creerían

Maria: Me da igual que me crean o no

Matthew: ¿Por qué haces esto?

Maria: ¿El qué?

Matthew: ¿Por qué te portas así conmigo?

Maria: Alguien tenía que hacerlo

Matthew: ¿Pero por qué tú?

Maria: Da la casualidad de que estaba allí

Maria: Si me lanzo ¿me cogerás?

Matthew: Confía en mí

TRUST (1990)

Castillos en el aire…

Esta mañana, sobre las nueve, la galerna soplaba con fuerza en Suburbia. Tanta que el aguanieve que caía se evaporaba antes de llegar al suelo. Al pasar, camino del metro, por el parque en el que suelo leer, me he fijado en que el indigente que hace pocas semanas se aposentó unos metros más allá de «mi banco», ha adornado su rudimentaria tienda de campaña con una especie de torreón de cartón adosado en la parte superior de la entrada. Mi hogar es mi castillo supongo que quiere decir con palabras mudas. Podría haberlo fotografiado, pero no pienso restarle un gramo de dignidad más a los muchos de humanidad que seguramente ya ha perdido.

El cine suele representar a los homeless de modo entre paternalista y compasivo. Gran error, pues nada hay peor que inspirar en los demás el sentimiento de lástima. En ocasiones son dibujados como seres orgullosos e integros. Casi siempre, en cualquier caso, despiertan en el mundo de mentira las mismas simpatías como rechazo experimentan los autenticos desarrapados.

En honor de todos aquellos que duermen en bancos, en paradas de metro o en tiendas de campaña coronadas con torreones de cartón, va dedicada esta galería de desheredados de cine…

AMERICAN HEART (1992)

Con intenciones hiperrealistas poco cuajadas, «American Heart» cuenta la historia de un ex presidiario totalmente envilecido (Jeff Bridges) que trata inútilmente de desprenderse de la presencia de su hijo. Dirige Martin Bell, documentalista buen conocedor de la vida en las calles y del entramado que conforma la basura blanca. El experimento, prometedor, no salió del todo bien. Sin embargo, Edward Furlong (que apuntaba hacia una memorable carrera) debió meterse de lleno en su personaje porque su caída en los infiernos parece no tener fin.

EL SANTO DE FORT WASHINGTON (1993)

Hay muchos momentos de cruda y negra belleza en esta película como el instante en el que una vieja conocida de Matt Dillon se sorprende al verle viviendo en las calles y le dice que él era tan prometedor. El pudo ser y no fue.

Un joven con brillante porvenir (Dillon) recibe un día la visita de la esquizofrenia. Su familia no tardará en deshacerse de él, y él no tardará en escapar del psiquiátrico para vivir en las calles junto a un veterano de Vietnam (Danny Glover) que le adoptará e intentará adoctrinarle sobre lo que le espera ahí fuera. Pero el carácter bondadoso del recién llegado le jugará malas pasadas en un mundo que no concede treguas. Una hermosa y olvidada parábola sobre la ausencia de malicia.

ENTRE PILLOS ANDA EL JUEGO (1983)

Para un cínico con tendencia a reírse de todo como terapia (John Landis) la naturaleza humana sólo puede explicarse de un modo. Y el modo es la historia de cómo los muchimillonarios hermanos Duke juegan a ser dioses, destruyendo vidas y creando otras a su antojo. Sin pausa, cada estadio del alma humana es escrutada con un sonrisa en la boca y una frase memorable que la soporta. Diálogos como: «Los negros son muy musicales» o «He perdido la apuesta. Aquí tienes tu dolar» inciden en que los que tienen el poder carecen de corazón y en muchas ocasiones de cerebro. La base rousseniana de su malévolo experimento consiste en desposeer al que todo lo tiene (dinero, novia pija y bonita, un futuro empresarial brillante) y dárselo a un indigente para probar que el éxito está mediatizado por la cuna. No era necesario gastar un dolar para resolver tal dilema.

TALLO DE HIERRO (1987)

Francis (Jack Nicholson) lo tenía todo: Una bonita casa, era un jugador de béisbol reconocido, estaba casado con la mujer a la que siempre había querido y ahora esperaba un hijo. Nada podía ser mejor de lo que era. Hasta que el niño nació y un día se escurrió de entre sus manos. Tanto él como el bebé murieron en el acto. Sólo que él respiraba y recorría las calles como alma en pena siempre en busca de la redención y con una botella de whiskey adosada a su mano.

La novela es extraordinaria. La película no. Héctor Babenco, su reputado director, no encontró motivos ni claves para conectar con la historia y el gran esfuerzo interpretativo de Nicholson no sirvió de mucho.

JUAN NADIE (1941)

Lo que más le gustaba a Capra era someter a sus personajes a terribles humillaciones antes de redimirlos. En «Juan Nadie» esa obsesión suya alcanzó niveles desconocidos. Como punto de partida tomó a dos vagabundos que no tenían nada que ofrecer y les hizo rendirse ante la idea de un plato de comida caliente. Después les condujo por caminos ilusionantes de quimeras sociales imposibles. Finalmente situó a John en la azotea del edificio del ayuntamiento un 31 de diciembre. Sin concesiones, salvo al final, Capra lanza un discurso sobre la desesperanza y la ausencia de objetivos.

EL REY PESCADOR (1991)


La caída en desgracia de un popular presentador de radio le sirvió como excusa a Gilliam para retratar el mundo indigente de la gran manzana y la influencia del azar.

Parry (Robin Williams), feliz profesor universitario, pierde a su esposa después de que un pirado ametralle a los clientes de un restaurante. Abandonado de sí mismo, acaba en las calles convencido de ser un caballero medieval con una misión que llevar a cabo: encontrar el santo grial. Por su parte, Jack (Jeff Bridges), soporta su propia cruz como instigador involuntario de aquella tragedia. El azar hará que se encuentren y que sus vidas retomen el rumbo norte que una vez se perdió.

MY MAN GODFREY (1936)

Un mendigo residente bajo un puente es el objetivo de la ginkana de dos hermanas ricas decididas a encontrar un pobre antes que la otra. Godfrey (William Powell) observará desde ese día el irreal mundo en el que vive la alta sociedad neoyorkina en plena depresión. Godfrey no quiere limosna, quiere un trabajo e Irene (Carole Lombard) se lo proporcionará. El tiempo hará el resto.

Un templo de la screwball que dirigió un genio hoy día olvidado, Gregory Lacava. Imprescindible.

PLACIDO (1961)

Con su habitual mala leche, Luis García Berlanga se mofa de la hipocresía y del espíritu navideño que tanto aflora por tan fatídicas fechas. Para ello toma a un grupo de señoras bien de provincias dispuestas a «poner un pobre en su mesa» el día de navidad para demostrar cuán piadosas son.

Mala hostia sin envasar y lista para ser consumida.

MI IDAHO PRIVADO (1991)

Dos jóvenes que ejercen como chaperos para sobrevivir escenifican la puesta al día de la tragedia shakespiriana de Falstaff. Oseasé, hoy somos amigos, mañana no. Todo es cuestión de galones.

Mike (River Phoenix) no tendría dónde caerse muerto de no ser porque padece de narcolepsia, lo que hace que se sumerja en un profundo sueño cuando las situaciones de estrés se agudizan. Scott (Keanu Reaves) es un niño rico que ha optado por vender su cuerpo como señal de rebeldía contra su padre. Scott se enamora de Mike y Mike se da cuenta de que está a punto de perder a la única persona que le ha importado en su vida. Al final, uno acabará dirigiendo las fábricas de papá, otro tumbado en una carretera. Así es la vida.

ESTA TIERRA ES MI TIERRA (1976)

Aplaudido biopic del gran Woody Guthrie ambientado en la época de la gran depresión. Por entonces, Guthrie decidió conocer la realidad de su país y el resultado fue descorazonador. Pobreza, pobreza y pobreza es lo único que encontró. Compuso montones de canciones que elogiaban la grandeza del skyline de los States y muchas más sobre el dolor de los que nada tienen.

CANNERY ROW (1982)

Inspirada parcialmente en la leyenda de Joe «Shoeless» Jackson, David S. Ward dirigió una extraordinaria película maldita basada en los relatos de John Steimbeck. En ella se cuenta la historia de Doc (Nick Nolte), biólogo marino que trata de ocultar su pasado como jugador de béisbol y una vida privada muy adversa. Para evitar ser reconocido, vive en el barrio de las putas, los jugadores y los vagabundos del pequeño pueblo californiano de Cannery Row. En su opaca cotidianeidad, Doc se enamora de Suzy (Debra Winger), prostituta malhablada y de buen corazón. Romperán mil veces. Volverán a unirse otras mil. Entre tanto, no son pocos quienes sospechan de ese tipo extraño que vive en los arrabales.

Más que recomendable película sobre pasados oscuros y futuros por construir. Se dice que en su día fue mutilada docenas de veces. Una pena…

Y fin…

La Muerte del Principito…

No hace demasiado tiempo que se dio a conocer el contenido de la última carta escrita por Antoine de Saint-Exupéry. Su contenido estremece…

No hay más Principito, hoy día ni jamás. El Principito está muerto o se volvió totalmente escéptico. Un Principito escéptico no es más un Principito. Estoy resentido con usted por estropearlo. No habrá más cartas, teléfono ni señal. No fui prudente ni pensé que arriesgara pena, pero me lastimé en el rosal cogiendo una rosa. El rosal preguntará: ¿Qué importancia tenía para usted? Ninguna, rosal, ninguna. Nada importa en la vida. No hay más vida. Adiós rosal

La destinataria de tan agrias palabras era una joven de 23 años, oficial del ejercito francés, casada y embarazada. Al parecer, no había correspondido a los apasionados acercamientos del escritor francés, provocando la amargura y el desdén en Saint-Exupéry. Dos meses después de escribir aquella misiva, el avión del escritor caía en el Mediterráneo. En un principio nadie se atribuyó el derribo, lo que hizo pensar en un accidente a los mandos militares franceses. También corrió paralela la posibilidad de que se tratase de un suicidio, dado el alicaído ánimo que mostró sus últimas semanas de vida. Pero no se encontraron pruebas que señalaran en una u otra dirección. Sin embargo, la aparición en abril de 2004 de restos del fuselaje del Lightning P38 pilotado por el escritor mostraban claras señales de haber sido derribado por balas enemigas.

Y así quedó todo hasta que en marzo del presente año, Horst Rippert, antiguo piloto de la Luftwaffe, desveló cualquier duda…

Yo derribé a Saint-Exupéry. Todo ocurrió cerca de Toulon. Él volaba 3.000 metros más alto que yo, que estaba efectuando una misión de reconocimiento. Vi sus insignias tricolores y maniobré para instalarme a su cola y derribarle. No hizo nada por evitarme, ni siquiera intentó una maniobra evasiva. Se quedó enmedio y yo disparé como era mi deber. El trasto se fue al agua, no tuvo tiempo para reaccionar

Apenas dos días antes de su muerte, el coronel Chassin, alertado de la baja moral de Saint-Exupéry por sus amigos, escribió en su diario:

Me encontré con un hombre de corta edad, apenas 44 años, y mucha vida por delante; una vida que, además, había recibido numerosos golpes. Esto se advertía en su piel. Le dije: «Usted ya se puede retirar con todos los honores». Su respuesta no se hizo esperar: «No, coronel. Me quedaré con mis compañeros hasta el final»


Y tendido sobre la hierba, el Principito lloró

A veces en los cubos de basura se encuentran flores…

Es lo que decía Bukowski, que en el lugar menos esperado aparece la belleza. Él lo definía de un modo más gráfico, de hecho.

Bien, pues «Bones» es una serie clónica que reune todo tópico imaginable. Nada en ella es destacable ni novedoso. Hay una científica guapa y arisca, un detective atractivo y muy arisco, y hay un montón de secundarios que se encargan de cubrir los minutos muertos en cada episodio. Entre ellos destaca la relación entre Jack y Angela. Jack es más o menos gracioso (como ordena el dictamen) y Angela es muy bonita. Primero ella le rechaza un par de veces, luego se unen pero todo se rompe en pocos meses. Y se vuelven a juntar y ella le vuelve a rechazar. Y debo estar volviéndome blando (cosa de la edad) porque esta escena, paradigma de la cursilería más atroz y emitida el pasado miércoles, me gustó…

Angela: ¿Qué estás haciendo aquí? ¿No habíamos quedado para tomar sushi?

Jack: Oye, Angela… No te pareces a nadie que conozca. Y no quiero que eso cambie. Quiero estar contigo, Te acepto tal y como eres, sin ataduras.

Angela: ¿Y ese olor?

Jack: Pet Fosforium

Angela: Oh… ¿La bacteria de los peces?

Jack: Cierra los ojos. No lo abras…


Angela: Sï, sí… Quiero casarme contigo

Jack: No, no… Oye, esto no es una proposición

Angela: Lo sé. Por eso te lo pido yo. Lo que has dicho sobre lo nuestro, sin presiones. Es lo único que quería oír. Dime algo

Jack: Estás loca…

Angela: ¿Eso es un sí?

Jack: Desde luego que es un sí…