Libretas de Cosas sin Importancia…

Sentado en un parque, en marzo de 2008, rellené mi última libreta de cosas sin importancia. Acababa de hacer una llamada de teléfono, el viento era frío y, pese a ser primera hora de la tarde, nadie se dejó ver en la media hora larga que pasé allí sentado. Recuerdo el edificio de ladrillo rojo situado frente a mí, que habría destruído con gusto a dentelladas. Recuerdo a mi padre en casa, sentado en su lado del sillón favorito, completando su propio círculo. Pocas casillas le quedaban por cubrir. A mí no me queda ninguna, pensé.

Comencé a escribir mi primera libreta de cosas sin importancia a los quince años. Era un bloc de marca Centauro anillado con cubierta azul. Lo rellené con listas y deseos que ya por entonces sabía que nunca se harían realidad. La última, la más dolorosa, tuvo un final ritual que tal vez no merecía. Meses antes, en noviembre, mientras esperaba mi turno en una consulta médica con la vista descuadrada, escribí en sus páginas una lista de cosas por las que me gustaría ser recordado, y otra con las cosas que me avergozaban. Mi intención era arrancar esas páginas para tirararlas en una papelera. No lo hice. Supongo que sentí pudor. Hace pocos meses me reencontré con esa libreta y con aquellas páginas blancas, sin líneas, cuyos renglones asimétricos se cruzaban hasta alcanzar a duras penas la mitad de la hoja en el apartado correspondiente a cosas de las que me siento orgulloso. La otra, la vergonzante, ocupaba sin problemas todo el espacio disponible, a pesar de que el tamaño de la letra era considerablemente más pequeño que el de la anterior. Sonreí burlonamente al leerlas. Las cosas que me avergonzaban no me parecieron motivo de sonrojo. Eran anécdotas cuasi infantiles de una inocencia impropia de cualquier escarnio. Ni siquiera fui capaz de hacer algo malo a alguien, pensé al leerla. Luego leí las cuatro razones que deberían hacerme sentir orgulloso. En realidad eran cinco, pero la última entrada estaba incompleta. Del resto, al menos dos de ellas eran realmente buenas. Heróicas, diría. Exagero, claro, pero eso me pareció en ese momento. Arranqué las hojas, con dos años de retraso, las rompí en varios pedazos y las arrojé a la basura. Nadie sabrá nunca lo que escribí aquella tarde. Ella tendría que haberlo sabido. Se lo habría contado, pero mis parafernalias siempre debieron parecerle ridículas.

Hoy, once de noviembre, tomo una libreta que mi chica me regaló poco después de conocernos. He escrito en su décima página…

A Real Hero…

Tenía diez u once años cuando mi profesor de sociales me encargó, junto al resto de mis compañeros de clase, una curiosa tarea: ver «Raíces Profundas», que aquella misma noche se pasaba por televisión, para debatirla en clase al día siguiente. Recuerdo lo mucho que me impactó la historia de aquel héroe solitario y errante que se enfrenta a un cacique local. Al día siguiente nuestro profesor comenzó la clase soltando a bocajarro la pregunta: «¿para vosotros quién es el héroe de la película?» La totalidad de mis compañeros, salvo los payasos de clase habituales, que optaron por otorgar el título al caballo del protagonista, eligió a Shane (Alan Ladd) como lógico héroe de la función. Al fin y al cabo se enfrentaba en solitario a un grupo de asesinos en defensa de los desamparados granjeros del valle. Yo pronuncié, y aún no sé el motivo por el que lo hice, pues no me gustaba ni me gusta atraer la atención de los focos sobre mí, el nombre de Van Heflin, uno de los sufridos granjeros y esposo de la mujer (Jean Arthur) de la que se enamora en silencio Shane. El profesor, curioso, me preguntó el motivo de mi elección. Le contesté: «Porque se queda».

Aquel profesor es una de la escasa media docena de personas que me han fascinado por algún motivo a lo largo de mi vida. No recuerdo su rostro con exactitud, pero sí que era un tipo cálido y brillante que, en aquella ciénaga educativa, se esforzaba por estimular a sus alumnos. Después conocí a personas brillantes y generosas que se unieron a las abnegadas y a las que emanan amor que componen el mapa de mi vida sentimental. Al lado de una de ellas, la pieza más importante de este alma apaleada; la misma que me ha hecho crecer a golpe de caricias, dormiré esta noche.

Su rutina se compone de azules con las que da forma a todo cuanto hace. Tanto puede aparecer por sorpresa, mientras grita mi nombre, en una calle de Madrid con la navidad cercana, como puede llamarme a las cuatro de la mañana para decirme, emocionada como una niña, quién ha sido el ganador el Oscar al mejor actor del año.

Una vez, cuando la conocí, dejó una nota en un lugar en el que estabamos citados. «Te espero aquí esta noche», decía. Me hizo llorar. Hoy soy yo el que le deja una nota para marcarle el camino destinado a nuestro encuentro. Mi heroína auténtica que, al contrario que Shane, salva vidas sin quitar otras. La que se queda cuando el temporal arrecia. La que pone su mano en mi espalda…

Festivaleando…

Dijo Francis Ford Coppola que lo más interesante de un festival de cine es lo que no se ve. Por entonces acababa de pasar unos días en el festival de cine de Cannes, donde sus reuniones en las habitaciones del hotel Martinez se habían convertido en legendarios foros en los que discutir sobre cine día y noche. Coppola tiene razón, lo mejor de un festival es lo que ocurre cuando los proyectores se apagan y se encienden las luces de los bares. Años antes, su bellísima película «Llueve sobre mi corazón» había sido premiada con la concha de oro cuando pocos apostaban por aquel barbudo de modos apasionados.

No se pueden ni se deben ignorar las anécdotas que alimentan la leyenda de todo festival. El de San Sebastián es especialmente prolífico en tal aspecto. Son tantas las estrellas que lo han visitado, tantas las historias que se han fraguado en sus salas oscuras, bares y restaurantes que el famoso libro escrito por su legendario director Diego Galán, necesitaría de varios tomos extra para hacer justicia a cuanto allí ocurrió.

Tarantino, apasionado del festival y de los pintxos donostiarras, comenzó a escribir, a resguardo de las paredes del hotel María Cristina, el guión de su magna «Pulp Fiction». No muy lejos allí, a las puertas del teatro del mismo nombre, Fernando Trueba arrojó un cubo de agua sobre Diego Galán, entonces despiadado crítico de El País, tras recibir una pésima reseña de su película «Mientras el Cuerpo Aguante». Galán, que resistió estoicamente el remojón, dijo interpretar la actitud de director como lógica frustración tras filmar semejante truño. Glenn Ford llegó al festival en 1987 dispuesto a ser agasajado con el premio Donostia por su frondosa carrera. La cuestión es que se sintió tan bien en la ciudad que alargó su estancia unos días, con todos los gastos a cargo de la organización, por supuesto. Dos semanas más tarde Ford no daba señales de abandonar la ciudad, lo que obligó a los responsables del festival a hacerle saber sutilmente que se había convertido en el clásico huesped pesado. Aun así tardó varios días en marcharse.

Son solo algunas gotas recogidas de la eterna y fina lluvia que suele acompañar los días de festival. Un certamen que tuvo duros comienzos. Los dos primeros años tan solo se premió a películas españolas, lo que redundó en un escaso seguimiento internacional del evento. Tan pepegoteresco era todo, tan made in Spain, que en una ocasión se suspendieron las proyecciones porque los asistentes prefirieron asistir a un concurso de tiro al pichón en el que participaba Lola Flores.

Con grandes esfuerzos de sus directores, el festival terminó por conseguir la máxima categoría reservada a muestras de cine. Era la época en la que las grandes estrellas hollywoodienses y europeas se dejaban caer en la playa de la Concha. Fue entonces cuando Alfred Hitchcock reservó para sus pantallas el estreno mundial de «Vértigo». De paso, el gordo inglés, tremendamente popular entonces gracias a su show televisivo, logró varios días de anonimato casi total paseando por las calles de la capital vasca sin que nadie le reconociese.

En algún lugar se mantiene la huella de los excesos de Truffaut y el indio Fernández, mujeriegos desatados que, durante sus estancias en el festival, trataron de ligar con todo lo que llevase faldas. Sin demasiado éxito, según cuentan las crónicas. Y la de Godard, tratando inútilmente de prender la mecha de la revolución en una sociedad anestesiada por el régimen. Y la de Orson Welles, más preocupado por vaciar las despensas de los restaurantes locales que de promocionar sus películas. Y la de Audrey Hepburn, que enamoró a todos con un simple aleteo de ojos.

Todo se mantiene contenido en un festival trastabillado que lucha (con nuevo y prometedor director al frente) en contra de los elementos que amenazan con hundir el barco. No es una historia nueva. Ya ocurrió que en 1980 el festival perdió su calidad de competitivo, recuperándola cinco años más tarde. La nueva dirección pretende mantener la esencia cinéfila y glamourosa del festival empezando a erigir el edificio por sus cimientos: el cine español. Tomemos primero Manhattan y después el mundo, ya lo cantó Leonard Cohen.

Desde hoy, y durante los próximos siete días, me dejo caer por las calles del festival para respirar celuloide y dejar que el txirimiri humedezca mi pelo. Luchemos por no perder el más hermoso regalo que nos ha sido concedido. Comamos pintxos al anochecer en los bares del centro. Compartamos zuritos con amigos mientras hablamos de la última estrella con la que acabamos de cruzarnos. Y, sobre todo, hablemos de cine mientras somos felices.

Lo que me mantiene en pie…

Una noche de finales de agosto, mientras veíamos desde el balcón cómo la lluvia limpiaba el polvo acumulado en las aceras, me lo dijo sin más…

¿Por qué estás solo?

Porque nadie me quiere, respondí.

La empatía que genera la tristeza ajena tiene infinitos modos de mostrarse. Uno de ellos fue el que ella eligió: buscó la mano que mantenía apoyada en la barandilla. Pero entonces era huidizo, de modo que la escondí en cuanto sentí su tacto, inhalé una última bocanada de aire con olor a tierra mojada y me largué. Acercarse a un animal herido no resulta fácil.

Miguel Gallardo (el brillante dibujante y guionista de cómic, no el cantante hortera de bolera de los años setenta) le hace saber a su colega Manu Larcenet, en el hermoso prólogo de «Los Combates Cotidianos», que no está solo aunque así lo crea él. Y es que Manu no es un tipo fácil. Tiende a la melancolía y está convencido de que nadie le quiere y que no merece ser querido. Sin embargo a veces se produce la anomalía y te enamoras de alguien que no rehuye compartir tu peso. Por esa razón su alter ego en «Los Combates Cotidianos» busca a su mujer durante una exposición de su trabajo fotográfico tras darse cuenta de que es objeto burla por el resto de participantes de la muestra; partes del engranaje endogámico que compone el orden establecido en cualquier rama artística. Son ellos lo que han dictado sentencia: es un cateto sin sensibilidad artística; un amateur de modos pedestres; un destalentado al que más valdría escabar un agujero en el suelo para introducirse en su interior. Y Marco, el protagonista, les cree y se convierte en otro animal herido que recorre las salas atestadas de gente de la galería en busca de ella hasta encontrarla rodeada de la multitud… aunque esté solo ella.

Salvando las distancias así la vi yo a ella el día que recorri los siete kilómetros que separan Hendaia y Sokoa un día de julio. La pronunciada cojera que me produjo un esguince de tobillo me impedía realizar más esfuerzos de los que ya había desplegado. Hacía algunos meses que había sufrido mi propio revés y, durante el largo trayecto, había sacado a pasear el martillo con el que me atizo a mí mismo con demasiada frecuencia. Estaba cansado, sediento, perdido… y entonces apareció ella, gritando mi nombre entre cientos de bañistas. Y la vi. Exactamente igual que el protagonista de «Los Combates Cotidianos» vio a su chica: rodeada de la multitud aunque sólo estaba ella.

Sé que es tarde y que este estúpido lamento ya no sirve de nada, pero hoy no habría escondido la mano.

Feliz cumpleaños.

Te echo de menos.

El Amor en Verano…

Como de costumbre cometo un error y escribo Sorgun-Orratz en una improvisada tarjeta de cumpleaños. Tres semanas antes le había pedido a un amigo que domina el euskara una traslación certera en tal idioma de su nombre tras las puertas cuando le cerramos la puerta al mundo.

Al verlo sonríe y me abraza. «Eres entrañable…». Lo dice la persona que expende tal materia allá por donde pasa. No, no soy entrañable. Sin embargo una persona mágica, y hay tan pocas, supo encontrarme cuando me había perdido.

Rectifico pues: Zorionak Sorgin-Orratz!!! Feliz cumpleaños, mi vida. Hoy John Coltrane toca solo para ti…

Siete Noches Blancas…

La primera por las pinceladas que describen tu rostro de porcelana mientras duermes. La segunda por las noches de invierno en las que abovedamos nuestras cabezas con mantas mientras fuera nieva. La tercera por los paseos entre nubes sin abandonar las sábanas. La cuarta por los graffitis que trazamos en cualquier pared imaginando mundos asimétricos en los que huir cuando la realidad pesa demasiado. La quinta por las caricias de una noche de invierno cuando tuviste que pronunciar mi nombre dos veces en una calle techada con estrellas. La sexta por hacerme ver los colores que se fugaron una vez sin que pudiese alcanzarlos. La séptima por ti y por mí, una mañana de cualquier domingo, cuando apuras un café sentada en la cama y hablas… y te miro.

Y aún resta una más, la octava, la que está por escribir…

Baco Persiguiendo a Afrodita por la Cuesta de Santo Domingo…

¿Cómo describir la semana de San Fermín a alguien que nunca la ha experimentado? Imaginen la mayor bacanal que sus más turbios deseos puedan concebir. A continuación introduzcan a un millón de personas ebrias en una ciudad en la que no caben más de doscientas mil. Después anulen todas las leyes, reglas y normas de urbanidad. Contemplen con horror cómo las botellas vuelan sobre las cabezas de la multitud impactando siempre en quien menos lo espera. Asombrense con los cientos de guiris que se lanzan en plancha desde la fuente de la Navarrería, quedando, no pocos de ellos, heridos y el algunos casos parapléjicos. Intenten, vanamente, caminar por las calles, esquivando los cubos de agua que alguien te arroja agua desde un balcón, a otro que golpea su hombro contra el tuyo y te reta a una estupida pelea aunque apenas pueda mantenerse en pie y a los hambrientos que ofrecen su vida mientras trepan canalones de agua tratando de alcanzar a la chica que enseñan las tetas desde una terraza. Imaginen a Hemingway observando complacido cómo se desarrolla el caos desde una ventana. Imaginen a Baco persiguiendo a Afrodita por la cuesta de Santo Domingo…

Desde hace un par de semanas, los tablones que marcan parte del recorrido del encierro adornan los costados de la cuesta que conduce hasta el ayuntamiento. En ellos han quedado grabados, a través de los años, la euforia, el éxtasis, los anhelos, las fobias y los rencores que acompañan a los vapores etílicos. Efímeras declaraciones de amor que comparten espacio con alucinaciones en forma de delfínes. Reflexiones pseudopoéticas escritas bajo exaltaciones de amistad de un solo día.

He tratado de evitar las numerosas reivindicaciones políticas, el colmo del absurdo en una fiesta que no tiene nociones de frontera alguna. Que no posee otra bandera que el don de la ebriedad.

Me sumerguiré en la marabunta cuando cuando las agujas del reloj apunten hacia arriba el días seis de julio.  Que Dios, si está, mire hacia otro lado mientras tanto.

La Vida es un Número Áureo…

Al llegar a la Feria del Libro, la misma cuyas calles no tenía pensado pisar este año, ella me señaló una caseta lateral en la que se anunciaba que Werner Herzog firmaría libros aquella tarde. El tipo de la foto se parecía asombrosamente al Herzog de hace veinte años con veinte kilos menos. El hombre que se asomaba desde el otro lado, solitario en su jaula a la espera de  que las miradas se tradujesen en preguntas o firmas, nos habló en un castellano trufado de consonantes estridentes preguntándonos sobre qué es para nosotros la poesía. Poco importa que en realidad se tratase de un poeta suizo con alarmantes síntomas de entusiasmo recorriendo su garganta, pues compartía con el director una pasión que solo quien la ha experimentado podría detectar. Teniendo en cuenta todo aquello, el que nos contase que conocía personalmente al otro Herzog no nos sorprendió. Y por supuesto, porque así soy, tomé todo cuanto sucedió como una marca indicativa del camino a seguir.

En una ocasión Herzog aseguró: «Por un amigo haría cualquier cosa». Lo que no esperaban quienes no le conocen es que sus palabras fuesen literales. En 1974, Lotte Eisner, crítica de cine y amiga íntima de Werner, le escribió una conmovedora carta en la que le anunciaba que padecía un cáncer diagnosticado como terminal por los médicos. Apenas le daban seis meses de vida. En la misiva Eisner le pedía a Werner que fuese a verla una última vez. Herzog no se lo pensó dos veces, tomó unas botas resistentes, todo el dinero en metálico que pudo encontrar y algunas botellas de agua que colocó en su mochila y salió rumbo a París, lugar de residencia de Eisner, desde su Múnich natal. Tardó semanas en llegar, pues realizó el viaje a pie. Según contó necesitaba salir de inmediato, no podría soportar la espera en un aeropuerto, además de que «era el único método honesto de ir a ver a un amigo». Así es Herzog.

El único director que puede presumir (cosa que jamás haría) de haber rodado en los siete continentes nació en 1942, mientras las bombas caían sobre medio mundo. Hijo de padre alemán y madre croata, la guerra hizo que su familia buscase refugio en las montañas de Baviera, lugar en el que el pequeño Werner creció de un modo que el mismo definió como salvaje. Pasaba los días solo, deambulando por las montañas sin tener nociones de lo que ocurría en el mundo exterior. Hasta la adolescencia no vio su primera película ni escuchó la radio. A los diecisiete años, una entrada de enclicopedia de quince páginas sobre el arte cinematográfico le bastó para encauzar su vida: sería director de cine. Para ello comenzo robando una cámara de 35 mm. de una escuela cinematográfica de Múnich con la que rodó sus primeras siete películas. Para conseguir financiar otros molestos gastos como el celuloide, trabajó como soldador en el turno de noche en una acería. En 1968 vio la luz su primera película: «Signos de Vida».

A partir de entonces su vida se convierte en una novela de Jack London. A mitad de camino entre la leyenda, las medias verdades y la locura. Rueda en la boca de un volcán, en la línea del frente de una guerra en Sudamérica, hace ascender un barco de vapor por un río amazónico, rueda una película con los actores en estado de hipnosis… En 2006, durante la promoción de su excelente «Grizzly Man», recibe un disparo en el vientre mientras es entrevistado por un equipo de la BBC. El perdigón, disparado desde un coche en marcha con una potente arma de aire comprimido, se aloja en un grueso catálogo que Werner sujeta en su cinturón. Los alertados periodistas ingleses proponen cancelar la entrevista, a lo que Werner se niega. «Joder, sigamos. Todo esto no es más que folklore angelino», les dice. En otra ocasión, durante una época en la que enseña filosofía en la universidad de Berkeley, un alumno llamado Errol Morris, fascinado por el alemán, le habla de su proyecto de filmar un documental ambientado en un cementerio de mascotas. Herzog se muestra interesado en el proyecto, pero le asegura que nadie producirá semejante material. «Si consigues rodarlo me comeré mi zapato», finaliza.  En 1978 Morris estrena «Gates of Heaven», una historia sobre los moradores de un cementerio de mascotas precedido por un cortometraje de veinte minutos titulado «Werner Herzog Eats His Shoe» en el que el director cocina una bota de cuero para después comersela, salvo la suela de goma, a lo que Herzog se niega del mismo modo que quienes comen pollo no se comen los huesos. En otra ocasión, durante el rodaje de «También los Enanos Empezaron Pequeños», ocurre un accidente en el que uno de los actores resulta atropellado por una furgoneta. El ambiente de rodaje está tan crispado que el resto de actores amenaza con marcharse a lo que Werner contesta con un reto: si continúan hasta el final les dejará rodarle mientras salta desnudo sobre un lecho de cáctus. El mismo día del final del rodaje, un tipo alemán con pinta desaliñada ingresa en un hospital de Lanzarote con el cuerpo cubierto de espinas. Todo el equipo de filmación se queda fuera del hospital los dos días que el director permanece ingresado.

«Es un buen hombre y el mejor director vivo, pero está loco. Afortunadamente me considera su amigo», dice Truffaut de él. Werner responde: «Sé que no debería rodar más peliculas. Debería ingresar en un manicomio». A su evidente desequilibrio psiquíco no le ayuda su esquizofrénica relación con Klaus Kinski de la que tanto y tanto se ha hablado. Agresiones físicas, amenazas de muerte, insultos, odio sin fin y cinco películas son el legado de aquella enfermiza relación. El actor, claramente demente, acepta comenzar su relación con Herzog durante una dislocada llamada de teléfono de madrugada en la que demuestra su pasión por el guión que acaba de recibir del director. «Tardé al menos dos minutos en darme cuenta de que aquel chillido inarticulado provenía de Kinski», contó Herzog. El rodaje de «Aguirre, la cólera de Dios» fue tan caótico que llevó al borde de la enajenación absoluta a todos cuanto participaron en él. Kinski le arrojó un hacha a la cabeza al director durante una discusión; le cortó un dedo a un figurante al que acusaba de hacer mucho ruído; se amenazaron mutuamente de muerte con la certeza de que después se volarían la cabeza sin importarles demasiado.

Pero lo que parecía imposible se dio y repitieron una vez más. El rodaje de «Fitzcarraldo» fue aún más insano. La costumbre de Kinski de pasearse por el set de rodaje armado de un revólver que usaba indistintamente contra animales, peces y personas llevó a los figurantes indígenas a ofrecerse al director para matarle. Hacia la mitad de rodaje un avión que transportaba a seis miembros del equipo se estrelló en las montañas. Todos ellos murieron. Ante la devastación anímica general, Kinski no mostró el más mínimo pesar por aquello, incluso dejó entrever cierta satisfacción. «Es el mayor hijo de puta de la historia de la humanidad», afirmó Herzog. Volverían a trabajar juntos en «Cobra Verde», si bien, en esta última ocasión, el actor abandonaría el rodaje antes de finalizar convencido de que si seguía del lado de Herzog acabaría asesinándole.

«Jamás me río», dice Werner. Miente, por supuesto. Su sombrío sentido del humor dibuja carcajadas en su rostro con frecuencia durante los rodajes. Tiene fama de ser extremadamente duro con sus actores, si bien ninguno de ellos (salvo Kinski) ha dicho una mala palabra del director hasta la fecha. Le gusta ver «Los Vigilantes de la Playa» tanto como odia los Oscar, lo que no le impidió vaticinar que el premio a la mejor actuación de este año sería para Colin Firth porque, según dijo, «es el tipo de actuación que se da una vez por década». Contradictorio, asegura que la vida y la muerte son diferentes lados de la misma moneda. Solo así se entiende su desprecio por su propia vida. En 2006, dos días después de ser tiroteado, un coche volcó delante de su casa convirtiéndose en una tea de inmediado. Werner salió presto de su domicilio, rompió el cristal del auto y extrajo a su anonadado ocupante que resultó ser el actor Joaquín Phoenix. La agradecida víctima solo recibió una petición de Werner tras el incidente: no lo cuentes a nadie. Phoenix incumplió su palabra al día siguiente en una televisión local en la que afirmó sentirse abrumado tras haber sido rescatado por uno de sus ídolos: «Werner Herzog me ha salvado la vida. El coche estaba en llamas y no podía salir, entonces escuché una voz con un fuerte acento alemán que me decía: solo relájate».

Al día siguiente asistimos a la sesión de Slam Poetry que el otro Werner Herzog nos recomienda. Al vernos inclina la cabeza justo antes de comenzar a agitar sus brazos y vocear sus versos delimitando sus bordes para confirmar lo que siempre he pensado, que la vida es un número áureo. 

Dos…

Dos años después sigo sin saber qué tienes tú que no tiene nadie más. Tal vez sea que vendes recuerdos, que al bajar la mirada te conviertes en una muñeca china de porcelana que reposa su cabeza sobre mi pecho, que me arropas con las manos, que me acaricias la cabeza dejando que los dedos la envuelvan, que me susurras al oído eso que nunca había escuchado antes, que me vacías de escombros para luego llenar los huecos con cimientos…

Supongo que aún tengo tiempo de averiguarlo, aunque no sé si quiero hacerlo. Tal vez prefiera seguir desenmarañando tu pelo mientras sigo sumando dedos mientras tú duermes. Así hasta que se llene la pantalla…