Al llegar a la Feria del Libro, la misma cuyas calles no tenía pensado pisar este año, ella me señaló una caseta lateral en la que se anunciaba que Werner Herzog firmaría libros aquella tarde. El tipo de la foto se parecía asombrosamente al Herzog de hace veinte años con veinte kilos menos. El hombre que se asomaba desde el otro lado, solitario en su jaula a la espera de que las miradas se tradujesen en preguntas o firmas, nos habló en un castellano trufado de consonantes estridentes preguntándonos sobre qué es para nosotros la poesía. Poco importa que en realidad se tratase de un poeta suizo con alarmantes síntomas de entusiasmo recorriendo su garganta, pues compartía con el director una pasión que solo quien la ha experimentado podría detectar. Teniendo en cuenta todo aquello, el que nos contase que conocía personalmente al otro Herzog no nos sorprendió. Y por supuesto, porque así soy, tomé todo cuanto sucedió como una marca indicativa del camino a seguir.
En una ocasión Herzog aseguró: «Por un amigo haría cualquier cosa». Lo que no esperaban quienes no le conocen es que sus palabras fuesen literales. En 1974, Lotte Eisner, crítica de cine y amiga íntima de Werner, le escribió una conmovedora carta en la que le anunciaba que padecía un cáncer diagnosticado como terminal por los médicos. Apenas le daban seis meses de vida. En la misiva Eisner le pedía a Werner que fuese a verla una última vez. Herzog no se lo pensó dos veces, tomó unas botas resistentes, todo el dinero en metálico que pudo encontrar y algunas botellas de agua que colocó en su mochila y salió rumbo a París, lugar de residencia de Eisner, desde su Múnich natal. Tardó semanas en llegar, pues realizó el viaje a pie. Según contó necesitaba salir de inmediato, no podría soportar la espera en un aeropuerto, además de que «era el único método honesto de ir a ver a un amigo». Así es Herzog.
El único director que puede presumir (cosa que jamás haría) de haber rodado en los siete continentes nació en 1942, mientras las bombas caían sobre medio mundo. Hijo de padre alemán y madre croata, la guerra hizo que su familia buscase refugio en las montañas de Baviera, lugar en el que el pequeño Werner creció de un modo que el mismo definió como salvaje. Pasaba los días solo, deambulando por las montañas sin tener nociones de lo que ocurría en el mundo exterior. Hasta la adolescencia no vio su primera película ni escuchó la radio. A los diecisiete años, una entrada de enclicopedia de quince páginas sobre el arte cinematográfico le bastó para encauzar su vida: sería director de cine. Para ello comenzo robando una cámara de 35 mm. de una escuela cinematográfica de Múnich con la que rodó sus primeras siete películas. Para conseguir financiar otros molestos gastos como el celuloide, trabajó como soldador en el turno de noche en una acería. En 1968 vio la luz su primera película: «Signos de Vida».
A partir de entonces su vida se convierte en una novela de Jack London. A mitad de camino entre la leyenda, las medias verdades y la locura. Rueda en la boca de un volcán, en la línea del frente de una guerra en Sudamérica, hace ascender un barco de vapor por un río amazónico, rueda una película con los actores en estado de hipnosis… En 2006, durante la promoción de su excelente «Grizzly Man», recibe un disparo en el vientre mientras es entrevistado por un equipo de la BBC. El perdigón, disparado desde un coche en marcha con una potente arma de aire comprimido, se aloja en un grueso catálogo que Werner sujeta en su cinturón. Los alertados periodistas ingleses proponen cancelar la entrevista, a lo que Werner se niega. «Joder, sigamos. Todo esto no es más que folklore angelino», les dice. En otra ocasión, durante una época en la que enseña filosofía en la universidad de Berkeley, un alumno llamado Errol Morris, fascinado por el alemán, le habla de su proyecto de filmar un documental ambientado en un cementerio de mascotas. Herzog se muestra interesado en el proyecto, pero le asegura que nadie producirá semejante material. «Si consigues rodarlo me comeré mi zapato», finaliza. En 1978 Morris estrena «Gates of Heaven», una historia sobre los moradores de un cementerio de mascotas precedido por un cortometraje de veinte minutos titulado «Werner Herzog Eats His Shoe» en el que el director cocina una bota de cuero para después comersela, salvo la suela de goma, a lo que Herzog se niega del mismo modo que quienes comen pollo no se comen los huesos. En otra ocasión, durante el rodaje de «También los Enanos Empezaron Pequeños», ocurre un accidente en el que uno de los actores resulta atropellado por una furgoneta. El ambiente de rodaje está tan crispado que el resto de actores amenaza con marcharse a lo que Werner contesta con un reto: si continúan hasta el final les dejará rodarle mientras salta desnudo sobre un lecho de cáctus. El mismo día del final del rodaje, un tipo alemán con pinta desaliñada ingresa en un hospital de Lanzarote con el cuerpo cubierto de espinas. Todo el equipo de filmación se queda fuera del hospital los dos días que el director permanece ingresado.
«Es un buen hombre y el mejor director vivo, pero está loco. Afortunadamente me considera su amigo», dice Truffaut de él. Werner responde: «Sé que no debería rodar más peliculas. Debería ingresar en un manicomio». A su evidente desequilibrio psiquíco no le ayuda su esquizofrénica relación con Klaus Kinski de la que tanto y tanto se ha hablado. Agresiones físicas, amenazas de muerte, insultos, odio sin fin y cinco películas son el legado de aquella enfermiza relación. El actor, claramente demente, acepta comenzar su relación con Herzog durante una dislocada llamada de teléfono de madrugada en la que demuestra su pasión por el guión que acaba de recibir del director. «Tardé al menos dos minutos en darme cuenta de que aquel chillido inarticulado provenía de Kinski», contó Herzog. El rodaje de «Aguirre, la cólera de Dios» fue tan caótico que llevó al borde de la enajenación absoluta a todos cuanto participaron en él. Kinski le arrojó un hacha a la cabeza al director durante una discusión; le cortó un dedo a un figurante al que acusaba de hacer mucho ruído; se amenazaron mutuamente de muerte con la certeza de que después se volarían la cabeza sin importarles demasiado.
Pero lo que parecía imposible se dio y repitieron una vez más. El rodaje de «Fitzcarraldo» fue aún más insano. La costumbre de Kinski de pasearse por el set de rodaje armado de un revólver que usaba indistintamente contra animales, peces y personas llevó a los figurantes indígenas a ofrecerse al director para matarle. Hacia la mitad de rodaje un avión que transportaba a seis miembros del equipo se estrelló en las montañas. Todos ellos murieron. Ante la devastación anímica general, Kinski no mostró el más mínimo pesar por aquello, incluso dejó entrever cierta satisfacción. «Es el mayor hijo de puta de la historia de la humanidad», afirmó Herzog. Volverían a trabajar juntos en «Cobra Verde», si bien, en esta última ocasión, el actor abandonaría el rodaje antes de finalizar convencido de que si seguía del lado de Herzog acabaría asesinándole.
«Jamás me río», dice Werner. Miente, por supuesto. Su sombrío sentido del humor dibuja carcajadas en su rostro con frecuencia durante los rodajes. Tiene fama de ser extremadamente duro con sus actores, si bien ninguno de ellos (salvo Kinski) ha dicho una mala palabra del director hasta la fecha. Le gusta ver «Los Vigilantes de la Playa» tanto como odia los Oscar, lo que no le impidió vaticinar que el premio a la mejor actuación de este año sería para Colin Firth porque, según dijo, «es el tipo de actuación que se da una vez por década». Contradictorio, asegura que la vida y la muerte son diferentes lados de la misma moneda. Solo así se entiende su desprecio por su propia vida. En 2006, dos días después de ser tiroteado, un coche volcó delante de su casa convirtiéndose en una tea de inmediado. Werner salió presto de su domicilio, rompió el cristal del auto y extrajo a su anonadado ocupante que resultó ser el actor Joaquín Phoenix. La agradecida víctima solo recibió una petición de Werner tras el incidente: no lo cuentes a nadie. Phoenix incumplió su palabra al día siguiente en una televisión local en la que afirmó sentirse abrumado tras haber sido rescatado por uno de sus ídolos: «Werner Herzog me ha salvado la vida. El coche estaba en llamas y no podía salir, entonces escuché una voz con un fuerte acento alemán que me decía: solo relájate».
Al día siguiente asistimos a la sesión de Slam Poetry que el otro Werner Herzog nos recomienda. Al vernos inclina la cabeza justo antes de comenzar a agitar sus brazos y vocear sus versos delimitando sus bordes para confirmar lo que siempre he pensado, que la vida es un número áureo.
