A lo largo de varias décadas, Pedro Almodóvar ha conseguido aglutinar en torno a sí un enorme ejército de seguidores incondicionales que profesan la fe almodovariana. Una especie de nueva religión que separa a los que aman su cine de aquellos que lo detestan o, simplemente, lo ignoran. El problema surgió en la segunda década del siglo XXI, cuando el estreno de «La piel que habito» trajo consigo las dudas de muchos de sus acólitos. «Los amantes pasajeros» (película con la que yo confieso disfruté) planteó un nuevo e inesperado panorama: la deserción de todos aquellos que abandonaron la fe almodovariana tras presenciar aquel recital de situaciones y chistes soeces engarzados en una trama más propia de un episodio de «Aquí no hay quien viva». Con la crisis abierta en canal, el director ha decidido aportar por el salto al vacío con «Julieta», confiado en que las legiones que le siguen siendo fieles den el paso adelante tras él en una especie de prueba de fe.
De las influencias almodovarianas se ha hablado y escrito hasta el hartazgo. Fassbinder y Douglas Sirk son las más evidentes en lo cinematográfico. Las más sutiles en las formas. De informarnos sobre el resto se ocupa el director bombardeándonos con libros de Janet Frame posados sobre una mesa, cuadros de algún miembro de The Factory colgando de las paredes, cds de Ryuichi Sakamoto semiabiertos y boleros de Chavela Vargas sonando en cuanto surge la ocasión. Referencias (todas ellas elogiables) que los acólitos parecen reclamar con afán de hacer recuento para comentar más tarde sus hallazgos con otros acólitos. El objeto de toda esa gratuidad, me temo, no es otro que reafirmarse como el ser más almodovariano del planeta al haber sido capaces de ver el lomo de una novela de Patricia Highsmith en un cajón que nadie más alcanzó a ver. Una especie de ¿dónde está Wally? aplicado al postureo más simplista. La sutileza queda para otros. Almodóvar siempre presumió de elaborar los diálogos más barrocos, de componer los escenarios más chic, de aplicar cualquier tipo de exceso a sus tramas confiado en que siempre sería interpretado como parte de su vasto munto interior. Al fin y al cabo, en el universo almodovariano cabe todo, siempre que haya sido bendecido previamente por el director manchego.
Pero algo ocurrió hace cinco años, cuando las críticas de los pretorianos comenzaron a brotar. De repente todo fue susteptible de ser cuestionado. El cartel de «Julieta» (que referencia al mito cristiano de la Verónica) levantó el estupor de sus fans. Después se puso en cuarentena el contenido de la película tras el estreno del trailer. Finalmente, muchos de los más fieles comenzaron a dan cancha a las críticas de Carlos Boyero (némesis del director), siempre deseoso de hacer sangre. Situaciones, en verdad gratuítas, que en realidad ocultaban el temor al desencanto. ¿Es posible que el cine de Almodóvar, siempre en la vanguardia de la vanguardia, se haya quedado anticuado? Es posible. O quizás sus más férreos admiradores han dejado de orgasmar con las caprichosas ocurrencias del director. Aquellas que un día tuvieron un sentido coyuntural y hoy han sido superadas por nuevas claves y nuevos lenguajes. Para probar tal teoría basta con visionar «Julieta». Un bloque inexpugnable de emoción contenida que emana convencimiento de su propia genialidad. Un puzzle sin solución que yerra en su obsesión por prometer al espectador emociones que jamás le proporcionará. Una historia con poca sustancia poblada por personajes que nunca llegaremos a conocer. Un artefacto, en resumen, carente de alma que rebosa pretenciosidad, esteticismo y vacío.
El elemento más llamativo de «Julieta» es su brillante arranque. Inquietantes y fluídas escenas suavemente acentuadas por la banda sonora de Alberto Iglesias. Un arranque que terminará siendo su peor estigma pues ninguna de las propuestas que establece llegará a cristalizar. En lugar de continuar el sendero trazado, Almodóvar prefiere divagar zarandeando la trama sin sentido hasta despojarla de cualquier atisbo de coherencia. Pero lo que un día fue motivo de regocijo (las tramas inverosímiles) son hoy día una rémora que provoca vergüenza ajena. Una vez finalizada la excelente escena del tren, con todas las piezas dispuestas para armar una historia brillante, las intenciones del director se difuminan con absurdos viajes de ida y vuelta, apuntes de vida escolar que nada aportan, contenidos vaivenes emocionales que le traen al pairo al espectador y una serie de claves mostradas de modo tan evidente que resulta difícil no desencantarse ante la total ausencia de mano izquierda. No se trata de que el director tome por idiota al que mira. Es otra cosa. Somos testigos de la impotencia creativa de alguien que rozó la excelencia veinte años atrás (los almodovarianos reducirían esta cifra a diez años o menos, pero confieso que no pertenezco a tal credo).
Pese a la excelente dirección de actores, la trama agota, se torna cansina al punto de que agradecemos que la agonía termine pronto y de un modo abierto. De haber cerrado la historia la decepción habría sido aún mayor. Al menos eso nos queda, la esperanza de que, como dijo Rocky Balboa, aún quede algo en el sótano.
Alex.
no muy en sintonía con tu visión esta vez.
Demasiada presión entre esa legión de fans incondionales que sólo esperan que Almodovar no decepcione.Afortunadamente,el director manchego,ya lo ha dicho en una entrevista,es ajeno a todas esas expectativas mientras está escribiendo o rodando.
Y es que da la impresión que un gigante del cine (también le pasó a Allen con Match Point,por ejemplo) no pueda cambiar drásticamente el rumbo,como si hubiera una trayectoria fija que seguir y que si desoye,todas las maldiciones en forma de crítica caerán sobre él.
Julieta es así un extravío, un giro inesperado hacia la contención,hacia el drama íntimo de unas mujeres que generación tras generación,especialmente las madres,han sido domesticadas bajo el yugo de la culpa judeocristiana.
Y tampoco está escrito que el retrato no pueda tener fisuras,que haya cabos sueltos,que los personajes no estén totalmente exprimidos.
Hay religiones que pesan demasiado.
Un abrazo,