Hace pocos años asistí a una exposición de la fotógrafa Isabel Muñoz en la que algunas de sus fotografías únicamente podían ser visualizadas a traves de las rendijas de robustos tablones. Aun así, había una franja de cada fotografía que no podía ser vista. Sabíamos que se encontraba allí, pero aquello que escondiesen no nos pertenecía. Por muchas maniobras que realizases, en un claro y humano afán por invadir lo que nos está vetado, no había forma humana de ver su contenido. Me gustó la interpretación (que comparto) de la fotógrafa sobre la intimidad ajena y el modo en el que se nos permite acercarnos a ella. Se nos permite acceder a una pequeña fracción de verdad. El resto no nos incumbe.
Recuerdo, enlazando apuradamente con mi recuerdo de aquella expo, la frase de José Luis de Vilallonga: «Necesito un par de horas de completa soledad al día. A riesgo de enloquecer si me faltan».
Un nuevo arabesco me lleva a la reflexión final que, cómo no, procede de un recuerdo. El del primer episodio de la primorosa serie «A Dos Metros Bajo Tierra». Artefacto delicado creado por Alan Ball en el que Eros y Tánatos ponían hacían saltar por los aires el frágil equilibrio de una familia disfuncional californiana que regenta una funeraria tras la muerte del patriarca. A la conmoción inicial familiar, le sigue una enloquecida búsqueda de amor y sexo en un enternecedor intento de dejar atrás la sombra de la Parca que decidió un día acampar en su puerta. Apenas asentados tras el estallido, los dos hijos varones descubren que su padre mantenía alquilado un apartamento del que nadie sabía nada. Las sospechas iniciales de que se trataba de un lugar en el que ocultar sus infidelidades se esfuman al girar la llave de la puerta para descubrir que en su interior solo se almacenar libros, discos y una pipa para fumar marihuana. Su padre, del que creían saberlo todo, fue un hombre con dobleces que necesitaba un escondite en el que, al cerrar sus puertas y ventanas, todo lo que un día pudo ocurrir fuese aún posible.
El jardín secreto.
Este lugar, muy trastabillado en el año que está a punto de terminar, es mi jardín secreto. Mi rincón para acumular recuerdos. El lugar en el que escuchar otras voces. Y así seguirá siendo mientras pueda teclear bobadas importantes.
Feliz año a todos aquellos que se perdieron en estas páginas alguna vez a lo largo de este 2013 que ya se despide. Tengo tres deseos que formular para ustedes. Sigan buscando Bedford Falls e ignoren las luces de neón de Pottersville. Hagan ruido también. Mucho, tanto como puedan. Y, sobre todo, sean felices…
Feliz año, Alex. Casi siempre que recibo la notificación en mi mail de un nuevo post tuyo acabo de entrar en internet. Es como si de repente nevase en este mundo en red y yo pudiese recoger tus copos antes de que alcancen el suelo. Me gusta esa sincronía y también la nieve de Bedford Falls, es lo que os hace a ti y a tu jardín secreto tan especiales. El próximo año ya nos mira con curiosidad, haciéndose a la idea de con quién tendrá que lidiar durante su vida. Te deseo una buena alianza con él. Caeros bien, sed cómplices, poned a prueba cada proyecto acumulado. Un beso grande todavía en un año tres, más cuando nos veamos.
Feliz año, Angéline! Te envío un beso enorme para que recorra cientos de kilómetros hasta el umbral de tu casa. Todo en su click. En un segundo. Tan lejos, tan cerca. Será un año par. Me gustan los años pares…