Y telón…

Hay algo, difícil de explicar, que ocurre cuando paseas bajo la lluvia de la tarde por el Boulevar de San Sebastián a finales de septiembre. Es mi último día en el festival y pretendo apurar esa sensación. Me siento en un bordillo, en la plaza situada frente a las terrazas laterales del María Cristina. Allí, un grupo de cuarentonas jalea a un actor que es entrevistado mientras una ayudante extiende un paraguas que no consigue evitar que la lluvia lo moje. A mi espalda pequeños grupos miran embobados una enorme pantalla mientras la lluvia no cesa. Al fondo los bares de pintxos bullen de actividad. A mi izquierda, no muy lejos, grupos de adolescentes montan guardia junto a la puerta del hotel sin importar que la lluvia comience a arreciar. Sin lluvia, sin amigos, sin pintxos, sin complicidad quedarían las películas, sí, pero se perdería el estar haciendo cola y encontrarte con un conocido al que no ves hace años. Se perderían los entretiempos entre películas, los que construyen historias. Se perderían sabores, sonidos, palabras, la esencia de un festival atípico, diferente, con aspiraciones de formar parte del calendario de la industria sin ser consciente de que el no serlo es lo que le otorga galones.

Hitchcock dijo que San Sebastián es un oasis, cuando presentó al mundo su obra capital, «Vértigo», ante una asombrada audiencia que no daba crédito a la revelación de que el cine se puede reinventar utilizando fórmulas ya conocidas. Tarantino declaró su amor por la ciudad y confesó que comenzó a escribir «Pulp Fiction» entre sus brumas de septiembre. Bette Davis juró que se sintió uno de sus personajes paseando por sus calles siempre húmedas. Y es todo eso, que no las estrellas de gira por promoción, lo que hace diferente al festival que comienza cuando la luz se marcha.

José Luis Rebordinos, reciente director, lo tiene claro: traer estrellas y agasajarlas a golpe de premios es la fórmula infalible para colocar al festival en la portada de los periódicos. Teniendo en cuenta que el premio Donostia hace tiempo que perdió su lustre, poco importa si se conceden cinco o cincuenta en una única edición. Tommy Lee Jones es un actor enorme, pero no una estrella. Lo recoge huraño, sin darse, con ganas de que todo pase. Richard Gere sí es una estrella. Se inclina y se lleva la mano al corazón. Se gana al público porque ése es su trabajo. Dustin Hoffman le supera cuando deja correr algunas lágrimas. Puede incluso que alguna fuese sincera. Ya poco importa la frialdad calculada John Travolta y su pelo imposible, y el egocentrísmo desdeñoso de Oliver Stone, recogiendo el premio como el que acusa al que se lo otorga por no haberselo entregado antes. Lo que realmente importa no ocurrió entonces, sino durante. Cientos de películas, docenas de encuentros, muchas veces inesperados, aderezados por zuritos de cerveza y pintxos. Con conversaciones al resguardo de paredes empapeladas de fotografías de los que por allí pasaron. Porque la belleza reside en los pequeños detalles, que no en lo ampuloso. Porque el festival de Donosti no es razón sino corazón. Un corazón que ahora se prepara para el invierno…

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