Con el primer sueldo obtenido de su primer empleo, mi hermano mayor me hizo un regalo. Hacía meses que, camino del instituto, me detenía ante el escaparate de una céntrica biblioteca de Cucumberland para admirar el brillo del lomo de tapa dura del libro: TODOS LOS OSCARS. Adolescente entonces, pensaba que sus páginas ocultaban «la verdad» sobre aquello que tanto amaba. De modo que un día de marzo, mi hermano, sabedor de mi anhelo, llegó a casa cargado con aquel enorme libro y me lo ofreció. Entonces pensé que había cubierto un primer y decisivo paso hacia algo que aún desconozco.
Crecí husmeando las páginas de aquel libro, y llegué, cosa de la que después me avergoncé, a ser un experto conocedor del pasado de los premios de la academia hollywoodiense. Establecí tendencias que variaban con frecuencia quinquenal en torno a políticas de premiados en función del género de la película y las demandas del público: en los años treinta se premiaba la sofisticación. El glamour quedó a un lado en los cuarenta para dar paso al drama familiar o romántico, aderezado con pequeñas gotas de lágrimas bélicas. Los cincuenta oscilaron entre el espectáculo puro y la tímida denuncia social. Los sesenta comienzan con romanticismo contemplado con cierto regusto cínico, y acabaron con el cinismo a secas. Los setenta sirvieron para entronizar a las nuevas generaciones y las nuevas inquietudes. Y en los ochenta se apuntó un incómodo brote academicista que fue sacudido con ramalazos de fe en que hay otros caminos posibles… Y en los ochenta finalizaba el almanaque. Creía ser el poseedor del número áureo que me permitiría acertar en cualquier quiniela. Muy a finales de los ochenta, con mi adolescencia agonizando, comencé a seguir la ceremonia en directo. Tenía mi propio ritual que apenas registró cambios durante los siguientes diez años que consistía en ver una de las películas nominadas y, tras regresar a casa, escribir mi propia guía de seguimiento de la ceremonia en una vieja máquina de escribir que siempre se atascaba mientras escuchaba la música de «Vértigo», «Hair» y «Yellow Submarine». A eso de las cuatro de la madrugada comenzaba la ceremonia y, por supuesto, debía verla por completo, incluida la ya a esas horas de la noche previsible y prescindible entrega del premio a la mejor película. Me daba igual que al día siguiente fuese por ahí como un zoombie, la cuestión es que iba por ahí como un zoombie que había visto en directo la ceremonia de los Oscar. La parte final de mi particular ceremonia previa consistía en la elaboración de una quiniela que siempre, pese a ser poseedor de «la verdad», incurría en numerosos errores, inducidos frecuentemente por mi convicción de que no podía equivocarme. Afortunadamente lo crematístico nunca se cruzó con mis pronósticos o me habría arruinado.
Hace tres años que no veo la ceremonia en directo y cuatro que me da igual lo que suceda. Y resulta que en ese tiempo conocí a una chica apasionada de los Oscar que me envía sms a las cinco de la mañana para informarme de quién ha sido el ganador del premio al mejor actor del año. Es más, hace dos años participé por primera vez en una «porra» sobre los Oscar junto a una decena de amigos. La gané. Diez aciertos sobre diez posibilidades. Debe ser que cuando menos te resistes los dioses son más compasivos.
El libro sigue ahí, esperando que los tiempos en que repasaba sus páginas cada día regresen. Pero ahora mis prioridades son otras y mi escepticismo ha crecido alarmantemente sin llegar a vencer a mi vena ilusa. Sólo así se entiende que de todos los nominados, el que más llame mi atención sea Jonah Hill, candidato en la categoría de mejor actor secundario. Sus rivales pilotan galeones mientras él maneja una barca de pesca. Nick Nolte ha vivido (y se ha bebido) doce vidas y aún le queda algo por ofrecer; Max Von Sidow es sencillamente un maestro con mucho crédito en el banco; Christopher Plummer siempre fue un superviviente de un talento voraz sometido al estereotipo, y Kenneth Branagh llega para reclamar lo que hace veinte años le prometieron y luego le negaron. Cualquiera de ellos podría ganar, y sin embargo yo apuesto por Jonah Hill, el adiposo amigo despreciado de «Supersalidos», esa obra mayor camuflada de comedieta adolescente para ahuyentar a las legiones de remilgados que nunca sabrán que su minutaje esconde uno de los más hermosos y certeros cantos a la amistad rodados en los últimos treinta años.
Si sumamos la edad de los nominados el resultante es de 313 años. Hay árboles que viven menos. Este año tampoco seguiré la ceremonia en directo. Me levantaré a la mañana siguiente, comprobaré que el nombre de Hill no figura entre los premiados y recordaré, sin venir al caso, que antes los Oscar se otorgaban los lunes, día de descanso de las salas de cine en los States. También eso ha cambiado.
¡Peeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeedro!
Ah, que tampoco es este año.
Esta cabeza mía…
Almodóvar ya ha ganado dos Oscar. Por mucho que su ego sea tan grande como Júpiter, si no lo vuelve a ganar (no caerá esa breva) se daría por más que satisfecho.
La verdad es que quienquiera que sea el ganador final de entre los cinco nominados a mejor actor de reparto me hará feliz de algún modo. Lo de Jonah Hill es más por la desincronía y eso…