Circunstancias personales me hacen cerrar las crónicas donostiarras en puertas de la navidad. No todas las películas vistas han sido revisadas. Tampoco todas las sensaciones, las cuales resguardo dentro de mí en previsión de que la galerna haga necesario su rememoración nostálgica.
Explicado de modo menos cursilón que en «Titanic», fue el actor secundario Bob («Los Simpson») quien mejor escenificó, con su interpretación completa de la ópera «H.M.S. Pinafore» el que la música siga sonado mientras el barco se va a pique. Puede que el Festival de Cine de San Sebastián se ahogue en un mar de indiferencia, y que a nadie parezca importarle que así sea. Puede que a nivel local todo funcione; que el público nunca falle, y convierta el habitualmente adverso clima en una circunstancia sin la cual no se entedería la quedada anual. Puede, incluso, que las estrellas que acuden con cuentagotas lo hagan de buena gana, y que el ambiente festivalero transforme una ciudad cosmopolíta, ya de por sí intensamente hermosa, en un juego cómplice en el que todos participan. Y qué más da todo lo anterior, mientras la organización siga tropezando una y otra vez en la misma miserable piedra que amenaza al único festival clase A de este país con convertirle en una chirigota bufonesca.
La sección oficial, siempre podada a causa de la ascendente estrella del festival de Toronto, se diluye año tras año en un almacén de retales desechados por los demás con la impotencia como única arma a emplear. Los directores se resisten a traer sus películas al certamen a causa de la cada vez más pobre difusión mediática exterior y lo pintoresco de un jurado que parece recalar en tierras donostiarras para arrasar con las despensas y bodegas locales en lugar de para desempeñar el trabajo que les ha sido asignado. Un buen ejemplo sería comparar a los jurados de festivales punteros como Cannes, Berlín o Venecia con el donostiarra: mientras los primeros mantienen pose de marcialidad, los otros, los que premian caprichosamente condicionados por las alambicadas políticas del festival, aparecen en tono burlón sino desafiante. Mientras… el festival languidece. Son pocos los capaces de recordar el palmarés del año anterior, ya sea por desidia o porque lo realmente importante de estos días consiste en apurar cervezas sentados en una terreza, bajo la fina lluvia, mientras somos testigos de cómo la luz afianza su plan de fuga.
Ver cine, tal es la cuestión. Hablar de cine mientras un cartel gigantesco arroja su sombra sobre nosotros. Decorar en nuestra memoria las horas pasadas juntos para añadir los tonos que faltaron o difuminar los que sobraron. Cruzarse por la calle del mercado con Alex de la Iglesia. Hacer cola en una pastelería francesa tras Imanol Arias. Aplaudir el estreno de la última de Vigalondo del lado de Leticia Dolera. El mundo del cine se democratiza por unos días, se entrega al proletario cinéfilo para que éste lo desmonte y así pueda observar que tras su engranaje está nuestra memoria y esa sensación de que estamos solos en la madrugada.