Lejos del espíritu de «Babel», aquel artefacto de falso intimismo que hizo honor a su confuso nombre, Iñárritu recupera en «Biutiful» la marginalidad y el desarraigo que tan buenos y etéreos resultados le reportaron en «Amores Perros» y «21 Gramos». Lo hace a través de Uxbal (Javier Bardem) y su peripecia por los barrios bajos de Barcelona en busca de algo que ni él mismo sabe, pese a que tenga forma en su hijos.
Construida a modo de tributo paterno, Iñárritu se desencorseta tratando de vencer los malos augurios que se le presumían tras su abrupta ruptura con Guillermo Arriaga (su otra mitad fílmica). Lo consigue parcialmente a base de un guión ferreo, tal vez excesivamente matemático, y de machaconas intentonas arties a las que les sobran algunas ínfulas y mucho de ese regodeo que siente el director ante los ambientes subterráneos. De tal modo que es imposible acompañar a Uxbal en su desafortunado viaje sin que acabemos calados por la orina o la sangre de algún yonki.
Pese a los vícios, adquiridos ya durante su colaboración con Arriaga, Iñárritu saca adelante una historia en el filo de la pornografía sentimental gracias a un reparto en estado de gracia que transmite con frecuencia lo que el director se ve incapaz de contar sin caer en la cursilería de los retretes mohosos. A cada lugar común con un inmigrante ilegal azotado por las circunstancias y la policía, se le contrapone un Javier Barden conmovedor escoltado por un puñado de secundarios seleccionados con un cuidado exquisito. A cada ambiente con hedor a sudor mil veces visto se trata de taponar con un hallazgo siempre entre la poética fatal y el realismo más sucio. Siempre, en cualquier caso, con los actores oficiando como salvavidas. Son ellos los que permiten que la historia sea creíble, trazando líneas invisibles en diálogos ocasionalmente absurdos, a fin de conseguir el milagro de la emoción sin arcadas.
Dos horas y media (que no dos horas y media largas) de encuentros con lo sobrenatural que nos rodea y de lo cotidiano que nos asfixia. De lo que está enterrado bajo el asfalto y de lo que nos coge de la mano para cruzar aceras o mares de nieve. Ciento cincuenta minutos de tributo a la esperanza sin enarbolar banderas y con la razón como enemigo. Iñárritu sigue saltando charcos, aunque tenga los zapatos llenos de barro.