Transcurría tranquila la ceremonia de los Oscar de 1988 cuando llegó el turno de entregar el premio a la mejor película extranjera. La clara favorita era «Adiós Muchachos», bello canto del cisne del veterano director francés Louis Malle. Tenía todas las papeletas para conseguir el premio: era un director prestigioso, la película a concurso era emotiva (además de tener judíos y Holocausto de por medio), había rodado en los States durante casi diez años e incluso estaba casado con una estrella local (Candice Bergen). Todo estaba dispuesto para la coronación de Malle. Sin embargo, el nombre que sonó en el Shrine Auditorium aquella noche no fue el de su película sino el de «El Festín de Babette», modesta película danesa dirigida por Gabriel Axel. Entonces Malle, encabritado, tomó de la mano a su esposa (lástima de vestido que apenas pudo lucir la Bergen) y se marchó de la ceremonia soltando improperios a todo el que cruzaba su camino…
En la península de Jutlandia, dos hermanas ancianas, hijas de un pastor extremadamente rígido, se afanan por mantener viva su memoria y su legado en la pequeña comunidad en la que viven. Una noche de lluvia de junio de 1871, una extraña mujer aporrea su puerta. Se trata de Babette Hersant, parisina que huye del terror revolucionario en busca un lugar que le dé asilo. Tras explicarles, con sumos problemas, su odisea y la muerte a manos de la turba de su marido e hijo, suplica a las hermanas le presten asilo a cambio de su trabajo. Posee referencias difusas y una carta en la que se puede leer: «Babette sabe cocinar».
Pasan los años y Babette continua reservando una pequeña cantidad de dinero que envía misteriosamente a su país cada primero de mes. El año en que se celebra el centenario de la muerte del pastor padre de las hermanas, la pequeña comunidad pretende celebrarlo de modo austero, siguiendo las enseñanzas y el carácter de su guía espiritual. Poco antes, a través de la carta de un amigo, Babette se entera de que la cantidad de dinero que envía cada mes se ha convertido en 10.000 francos. Al parecer, la exiliada mantenía su abono de lotería y ahora se ha convertido en una mujer rica. Las hermanas, convencidas de que van a perderla, esperan un último gesto antes de su marcha, y éste llega en forma de convocatoria para la que será la mejor cena que aquel recóndito lugar había conocido. Durante las semanas posteriores al anuncio se sucenden la entrega de los pedidos solicitados por Babette: carretillas repletas de botellas que contienen los mejores vinos de Francia, España e Italia; patés de aromas embriagadores; especias desconocidas; lechugas de la Lombardía; caracoles normandos e incluso una tortuga viva de las Galápagos. La comunidad, anonadada, se resigna a cenar esos extraños alimentos con gran expectación. Entre los comensales, se encuentra un general retirado, recién llegado de París, que en su tiempo cortejó sin éxito a una de las hermanas y que más tarde mantendría su soltería desengañado. Él será el que más disfrute de la cena servida por Babette: sopa de tortuga acompañada de vino amontillado; Blinis Demidoff regados con champagne cosechado en 1860 en Rennes; codornices en sarcófago; ensaladas exóticas y para terminar, fruta fresca: uvas, melocotones, higos… Extasiados por el festín, los invitados no aciertan a encontrar las palabras que puedan agradecer el esfuerzo de Babette, que hace tiempo desapareció de escena sin que nadie se diese cuenta. Pálida y fuera de sí, las hermanas la encuentran en la cocina a tiempo de que ella les confiese su secreto: En otro tiempo fui cocinera del café Anglais. El mejor restaurante de París. Puede que el mejor restaurante del mundo. Las hermanas le prestan auxilio y le suplican que continúe con ellas, a lo que Babette responde afirmativamente.
¿Y qué ocurre con los 10.000 francos que ganaste?
¿Qué quieren ustedes que les diga? Una cena para doce en el café Anglais cuesta 10.000 francos.
Basado en un delicioso cuento de Karen Dinesen, esta maravilla sacó de sus casillas a Louis Malle hace veinte años. Y dice la leyenda apócrifa, que el día que murió seguía maldiciendo los fogones de su, irónicamente, compatriota Babette.
Qué gran película, un festín para los sentidos…
Una maravilla, Amaya. Una gran joya que hizo patalear a Louis Malle.
No la he visto, aunque pinta muy bien.
Pero es que soy devoto de Malle, y especialmente de «Au revoir les enfants».
Y qué decir de la Bergen…
Luego me dicen que por qué soy tan afrancesado.
Qué puedo decirte: Candice Bergen me pierde. Pero es que «El Festín de Babette» es tan tan buena. «Adiós Muchachos» (título que dio origen al «Reservoir Dogs» de Tarantino») es fabulosa, conste, pero es que la peli de Gabriel Axel es sencillamente una obra maestra rodada con cuatro elementos y mucha imaginación.
Evidentemente, alguien que se bautiza como Le Poinçonneur es afrancesado. Y no seré yo quien cuestione esa tendencia.