El Impulso…

Una noche dormí a sus pies. Volvímos de tomar una copa en la ciudad marrón y nos recostamos en el sofá hasta que llegó el sueño. Creo que antes le preparé un bocadillo mientras pensaba que todo aquello era irreal. La felicidad equilibra la tristeza.

Recuerdo que el espacio en el sofá era tan pequeño que situé mi cabeza debajo de sus muslos. Ella dormía en la parte alta, la que tiene una especie de cabecera. De vez en cuando acariciaba sus pies y los besaba. Entonces ella murmuraba algo en sueños. Serían las cuatro cuando tocó mi hombro para decirme: «Vamos a la cama».

Recordé este momento en Navidad. Supongo que fue un regalo de mi memoria, tan traicionera ella.

Tres ojos y todos cerrados…

Me contaba Emilio, no hace muchos días, que mantiene activo un archivo de películas vistas para que su memoria no le gaste una mala pasada. Le dije que Ramón Colom, al que debo toda mi cultura cinéfila clásica, hace lo mismo: Una vez ha visto una película, abre una ficha que rellena con los datos técnicos, la fecha en que la vio y un pequeño comentario sobre la impresión que le causó. No soy tan metódico como ellos. De hecho, sobrevivo en mi caos de desorden ordenado en el que cada cosa está en su sitio sin estar. Por esa razón no recuerdo el título de la película de Paul Cox en la que un tipo se despierta tras una operación y ve a una enfermera de ojos tristes. Le dije…

Su mirada es la de una persona que ha sufrido mucho

Vi la película en un ciclo de cine australiano que pasó la dos hace años y aún lo recuerdo.

Ahí van once momentos cinéfilos recientes que mi memoria mantiene fuera de los archivos. Por tenerlos a mano y eso…

El tipo tartamudo de «Shakespeare in Love» ensayando su línea de diálogo en el backstage (sin mucho éxito)

El alter ego de Charlie Kauffman comparando las distintas clases de orquídeas con mujeres en «Adaptation».

El atormentado asesino al volante de «21 Gramos» gritándole «El infierno está en mi cabeza» a un cura que pretendía aliviar su dolor.

El gigante torpe de «La Princesa Prometida» preguntándole a Iñigo Montoya si lo que ha hecho está bien y recibiendo como respuesta: «Has hecho algo bien».

Joaquín Phoenix contándole a Bryce Dallas Howard en «El Bosque» el motivo por el cuál está convencido de que el padre de ella está enamorado de la madre de él: «Cuando están juntos él nunca la toca».

El poli honesto de «Magnolia» diciéndole a su desquiciada y yonki cita: «Cualquier cosa que quieras contarme, cualquier cosa, aunque pienses que pueda asustarme, cuéntamela. Te escucharé».

Keith, el poli gay de «A Dos Metros Bajo Tierra» comentándole a la hermana de David (su pareja): «Cuando alguien consigue verte tal cuál eres y aún así quiere estar contigo. Es algo que…»

Las miradas de Clementine tratándo de establecer contacto en un vagón de tren con un tímido Joel en «Eternal Sunshine of the Spotless Mind».

La cabeza de Charlotte reposando sobre el hombro de Bob tras una noche de karaoke, redadas policiales y sake en «Lost in Translation».

La rutina de Hanna en «La Vida Secreta de las Palabras». Levantarse, preparar un tupper con arroz blanco apenas condimentado y una manzana, ir a trabajar y desconectar su sonotone (es sorda) hasta volver a casa. Y así, día tras día.

¡¡¡Catacrocker!!!…

Sin duda estallaré pronto. Pasará y tendrán que recoger mis restos con espátula desde Sububia hasta la China. Necesito unas vacaciones de mí mismo. Y ya que es improbable que ocurra algo así, se trata tan sólo de averiguar cómo llegará el catacroker. Tratar de adivinarlo es una buena excusa para un nuevo Qué será, será, que esto va (o iba) de cine. Todo sea por tratar de engañar al insomnio por unos minutos…

Opción «Escuela de Genios»: Perder la pinza y empezar a gritar como un poseso.

Un tipo asiatico estaba estudiando en una biblioteca y de repente todo le superó. Gritaba bien, de un modo estridente y agudo. Demasiado bien para esta comedieta teenager que apunta más alto de lo que llegó.

Nivel de Probabilidad: No lo descarto, aunque no sé gritar. Odio los gritos.

Opción «El Sentido de la Vida»: Literalmente, estallar.

Aquel cliente gordo que comía sin parar (posiblemente se comería a sí mismo de no tener bocado a mano) se desparramó de pura gula por todo el restaurante. El poder de una chocolatina es ilimitado.

Nivel de Probabilidad: Complicado. No como mucho, la verdad.

Opción «Largo Domingo de Noviazgo»: La guerra, que es así de jodida.

Manech lo tenía todo menos equilibrio: Atento, educado, apasionado, atractivo, valiente pero no demasiado y con cierto talento. Era sensible también, pero eso no debería tomarse como una cualidad porque nunca supo caminar por un alambre. Una bomba alemana se encargó de empujarle hasta el abismo, pero ya andaba trastabillado de antes.

Nivel de Probabilidad: Puede ser. Nunca se me dieron bien los alambres.

Opción «Tiempos Modernos»: Ceder al empuje de la rutina.

Un obrero de una fábrica más (u otro ladrillo del muro) pierde la cabeza tras apretar los mismos tornillos de la misma pieza mecánica por millonésima vez el mismo día. Eso sí, la coreografía que se monta dentro del gigantesco engranaje de la máquina es soberbia.

Nivel de Probabilidad: Medio-alto. Probable, sin duda. La rutina consume.

Opción «El Rey Pescador»: Perder a alguien querido e inventarse un mundo paralelo para seguir viviendo.

Parry era un profesor universitario feliz por tener a su lado a la chica más bonita del mundo. Al menos, así lo era para él. Un día, un pirado entró en el restaurante en el que cenaban y la mató junto a media docena de personas más. Y Parry hizo click.

Nivel de Probabilidad: Muy posible, aunque no tiene que estar nada mal eso bailar en bolas en pleno Central Park.

Y fin…

Foto cortesía de Mycroft

Diablogo…

Cada vez que entre en un bar y hable con un desconocido.

Cada vez que vea una jirafa o un cisne de cristal.

Cada vez que encienda una cerilla, Laura.

Cada vez que ocurra pensaré en ti.

El Zoo de Cristal (1987)

Pude ver la obra de teatro más hermosa jamás escrita representada por una compañía amateur hace pocas semanas. Me gustó. Tanto que se me pone la piel de gallina sólo de pensar que el jueves volveré a verles. Doble invitación que no he querido rechazar.

Buk y yo y unas tetas chinas una noche en Suburbia…

Estaba leyendo a Bukowski y bebiendo un vaso de vodka-7 (por entrar en situación) el sábado por la tarde cuando me di cuenta de que se me había acabado el licor y que aquella noche larga sólo podría acortarse de un modo. Me puse la camiseta del fantasma de Tom Joad (apropiada elección) y unos vaqueros, y empecé a buscar una tienda de chinos. Suburbia (como cualquier otro lugar) está repleta de tiendas de chinos, pero no encontré ninguna abierta hasta pasados quince minutos de caminata. Había estado allí antes. Era una tienda angosta repleta de cosas que no necesitas. La atendía una chica muy menuda con el pelo corto y muy negro que la primera vez que me vio se me quedó mirando como embobada. La segunda vez me ignoró. Me pareció lógico. Busqué en la zona de licores y cogí unas latas de cerveza. Pagué. Al agacharse para devolverme el cambio, la escotada camiseta amarilla que lucía dejó al descubierto unos pechos impresionantes. No llevaba sostén. Al cabo de unos pocos segundos aparté la mirada con dificultad. Los dos tipos que estaban detrás de mí no lo hicieron.

Veinte minutos después, estaba en mi posición inicial: medio tumbado en un sofá con un libro en lo más alto y una lata de cerveza, que antes fue vodka, a un lado . «Mujeres» de Buk, ocho y media de la tarde de un sábado y seis latas de cerveza fría. El plan debió ser mucho mejor. A eso de las nueve y media sonó el teléfono. Un ¿amigo? me reclamaba.

¿Tienes algo que hacer esta noche?

Estaba leyendo.

¿Te parece que pase por tu casa a las doce?

Haz lo que quieras.

¿Seguro que no estás viendo Eurovisión?

Preferiría clavarme un destornillador en un ojo.

A las once y media me duché, me vestí con mi camisa roja de chorreras pasada de moda y comí algo. Luego esperé. Para la mayoría la vida consiste en esperar cosas que nunca ocurrirán. Él llegó sobre las doce como había prometido.

Buscamos un bar tranquilo, cosa nada fácil un sábado noche. Los locales con un arpa dibujada en su fachada suelen serlo, le dije. Dentro, la camarera rubia se abrazaba intensamente con el camarero con perilla cada vez que se cruzaban. Después se besaban. Tienen algo que no durará, se nota en la actitud de él. Ni la mira a los ojos ni la toca. Le sobran las mujeres. Ha estado hablando con dos chicas sentadas al otro lado de la barra. Sus manos se tocaban.

Mientras, él habla y lo hace de estupideces:

¿Estarás contento? El Barça es campeón.

Estoy en éxtasis.

Le hablo del libro que estoy a punto de terminar de leer, pero él no lee. Le importa una mierda y así me lo hace saber. Le hablo de su chica, a la que no conozco. Me gustaría conocerla, le digo. Ni hablar, me responde.

Deberías estar con ella.

Está trabajando.

¿Por eso me has llamado?

Claro.

Lo suponía.

Ella debe ser enfermera o algo así. Poca gente trabaja los sábados por la noche.

No me llamaba desde noviembre del año pasado. No sabía qué decirle, siempre le sentí lejos. Le hablé de que carezco de motivaciones desde hace meses y mi deriva se mantiene. Echo de menos el tacto de otra piel.

¿No quieres a nadie?

Estoy bastante seguro de que nadie me quiso nunca. Y estoy bastante seguro de que nunca he estado enamorado de verdad, aunque me ilusioné al menos tres veces.

Pero viviste con una chica.

Y era mentira.

Así de crudo sonó.

Enfurruñó el gesto y cambió de tema.

Le hablé de algo que escribí y envié, y del tipo raro para el que trabajé durante dos meses. Le hablé de por qué Buk sólo pensaba en follar, aunque muchas veces el alcohol se lo impedía, y en que bajaba a comprar cervezas en calzoncillos y yo lo he hecho con una camiseta de Tom Joad. Me miró raro. Le dije que cuando leo un libro o veo una película que me gusta me pongo en la piel de sus personajes. Apartó el rostro (otra vez) y me respondió:

El año que viene, con Kaká, el Madrid se va a salir.

La soledad acompañada es la más jodida.

El domingo por la mañana salí a dar una vuelta con una resaca monumental. Me senté en mi banco sin darme cuenta de que el sin techo que ha pasado el invierno detrás ya no estaba. Le vi en octubre y en noviembre, cuando tomaba el metro dirección al anacoreta que me pagó por corregir el estilo de su texto mecánico. Le vi en diciembre, la noche de año nuevo, con un cartón de vino en una mano brindando con la luna. Vi a su perro pasar frío en enero y en febrero, cuando le dejaban fuera de aquella tienda de campaña minúscula porque no cabía. Le vi florecer en marzo y abril. Y se acabó, porque ahora ya no está. Sentí que faltaba algo pero me alegré por él. Se habrá marchado en busca del mar, fue lo primero que pensé. Un día de marzo, se sentó a mi lado y hablamos durante muchos minutos. No pienso desvelar de qué fue aquella conversación.

Me ha ocurrido antes, los pequeños brotes son la primera señal de que algo va a ocurrir. No importa que sea algo bueno o malo.

La Araña Espachurrada…

Hace un año me regalaron un libro con una araña espachurrada en su primera página. Se trataba de una voluminosa antología poética de Mario Benedetti de la que apenas pude leer una docena de páginas. Por entonces era feliz en mi tristeza, curiosa dualidad que te impide concentrarte casi para cualquier cosa.

La persona que me lo entregó lo hizo en un tren con una dedicatoria escrita con tinta azul que no volveré a ver pues le devolví el libro a los pocos meses. Sabido es que un regalo nunca se debe devolver, pero sabía que para ella aquel libro era importante y yo nunca lo sentí como mío. Ella me contó la historia de un viaje para ver una charla del escritor uruguayo. Me gustaba que me la contase. Brillaba cuando lo hacía.

Leí «La Tregua» en un momento trágico de mi vida. No me fue difícil identificarme con Santomé. A veces se encuentra a alguien que nunca buscaste y a veces se la pierde demasiado pronto. Es la historia de Avellaneda y Santomé. Un tipo triste con vocación de alegre.

Mario Benedetti se marchó ayer. Gracias por revolverme las tripas y estrujarme el corazón. Es todo cuanto puedo decir.

Chicos de Pueblo…

Samantha: «Fíjate en sus nombres. La mayoría eran chicos de pueblo.»

In Country (1988)

Hubo un tiempo en el que Emily Lloyd parecía que iba a comerse el mundo.

Norman Jewison, director de «In Country», es apodado cruelmente en Tinseltown como el quiero y no puedo de la industria. Y en realidad es así. Ni siquiera cuando dispone de guiones redondos («Hechizo de Luna») es capaz de hacer honor al texto que filma.

De «In Country», una nueva vuelta de tuerca al eterno trauma norteamericano de la guerra de Vietnam, queda en la memoria la adolescente a punto de graduarse (Emily Lloyd) haciendo footing cada mañana al son de «I’m on fire» del Boss. Quedan los arrebatos de su tío Emmett (Bruce Willis), el único hombre que puede ponerle sobre la pista un padre que no llegó a conocer (murió en la guerra). Queda la nada disimulada atracción que ella siente por Emmett. Queda la música enfática de James Horner y una canción de The Mamas & the Papas («Dedicated to the one I love»). Quedan las reuniones de veteranos que gritan: «Qué se jodan los políticos». Y queda un viaje a Washington para tocar el nombre de su padre tatuado en piedra. No es poco.

Barquillos a dos euros, una botella de Absolut y Mikel Erentxun…

El martes dormí dos horas, puede que menos, el miércoles ni un solo minuto y el jueves caí rendido en un sofá a las once de la noche. Hoy le toca volver al insomnio. Así funciona todo esto.

Ni a los fusilados Ryan Adams, Lightning Seeds y Elliot Murphy les cae especialmente bien Mikel Erentxun (suponiendo que le conozcan) ni a mí me fascina precisamente. Me gustan algunas cosas que hizo en su época Duncan Dhu, y me gusta «Mañana» y sobre todo «A Contracorriente». Llevabamos tres horas dando vueltas por la petada pradera de San Isidro (incluso me arrastraron a beber agua del manantial de la ermita) cuando enfilamos el escenario dónde el cantante donostiarra demostraba un manejo de la Gibson envidiable. ¿Y qué canción tocaba?…

Te perdí en un lugar
de entretiempo y lluvia fugaz,
de burbujas sin jabón,
de tormentas ni calor.
No es fácil llegar
hasta esa ciudad.
Ven hasta mí
inténtalo
quiero nadar
junto a ti, un largo más,
y sumergir
todo el dolor.
Te perdí en un lugar,
en un río de tranquilidad.
No es fácil dormir
solo, sin ti.
Ven hasta mí
acuéstate
bajo el sol
junto a mí una vez más
no aceptaré
tu rendición.
Ven hasta mí
inténtalo
quiero estar
cerca de ti una vez más,
oigo tu voz
al bracear
a contracorriente.
Solo sin ti
no es fácil seguir sólo sin ti.

El azar y las señales siguen jodiendo aunque se equivoquen.

Techos que nadie puede contener, barquillos a dos euros, bocadillos de pimientos a cuatro, una chica rubia borracha alzando sus brazos al cielo a destiempo, chicas tristes vistiendo pendientes con lunas, un tobillo torcido, mariposas de tela, pichis por todas partes, desbarre general y una botella de vodka que salió de alguna parte y que nos hizo disfrutar del concierto como hace tiempo que no ocurría, aunque Erentxun no nos guste demasiado a ninguno de los cuatro.