Los que supieron malvivir…

No ocurre en todos los casos. En ocasiones, un tipo con un parche en un ojo es solo eso, un tipo con un parche en un ojo. A veces la idiotez que se pretende enmascarar utilizándolo, se resalta. En otras ocasiones denota una maldad buscada. Sin embargo, existen casos en los que cubrir uno de los ojos con un parche otorga presencia, retrotrae a épocas pretéritas en las que los usuarios de tan escueta prenda eran tipos de los que guardarse, impregna de un aura aventurera, casi mística y, puede que lo más importante, nos presenta a alguien que ha sabido malvivir. Y quien mejor que un director de cine para mostrarnos lo que es vivir constantemente en el filo.

SI NO SABES VIVIR, TAMPOCO SABRÁS MORIR

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RAOUL WALSH

Todo hombre o mujer debe ser consciente del tipo de parche que les corresponde usar llegado el caso. Walsh, pionero de aliento épico con ínfulas de dandi, fue un tipo que solo entendía la vida si la muerte asomaba tras la esquina. Siendo tan refinado, siempre vistiendo de punta en blanco, perfectamente peinado y acicalado incluso en los rodajes más duros, sorprende que su filosofía se emparentase con la que abanderó John Huston. Siendo un tipo duro, el día que durante el rodaje de «En la Vieja Arizona» una mata puntiaguda se incrustó en su ojo derecho (hay quien afirma que en realidad perdió el ojo a causa de un accidente de coche, e incluso quien niega que fuera tuerto, cosa de las leyendas que él supo levantar en torno a sí), consideró que el destino le hacía justicia.

Eligió un parche refinado para afinar la mirada de su ojo sano. Tanto que en las fiestas ejerció de imán para las mujeres que nunca le faltaron. Mientras, continuó labrando su bien ganada fama de hombre duro al que no le iban las memeces. En una ocasión, durante una cena elegante a la que asistió John Ford (tan poco dado a las apariciones en público), éste, campeón de campeones en la categoría de tocahuevos cuando el día le nacía cruzado, comenzó a quejarse repetidamente de lo mucho que le dolía un ojo a causa de las cataratas que le consumían. Walsh narró así la anécdota…

«Se quejaba de que le dolía, hasta que al final agarré un tenedor y le dije: “Venga, John, te lo saco y así no te dolerá más”. Me lanzó una mirada asesina, pero dejó de quejarse.»

Ford no volvió a quejarse en el resto de la velada y todos los presentes elogiaron al hombre capaz de enfrentarse con el gran cascarrabias y salir indemne.

EL VERDADERO ARTESANO NO CONOCE EL MIEDO

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ANDRE DE TOTH

El director de origen húngaro perdió su ojo izquierdo siendo niño. Desde entonces se encomendó una misión: hacerlo todo mejor que los demás. Y lo logró… a su estilo. Tras una temprana incursión en el mundo de la farándula en su país, estalló la guerra en Europa. Tuvo suerte y otro húngaro, éste genial en todo su ser, Alexander Korda, le ofreció un trabajo en Inglaterra desde dónde dio el salto a Hollywood. Su afán por aprender, por trabajar más que los demás y hacerlo mejor, le otorgó unos trabajados galones que le permitieron ponerse al frente de una producción poco más tarde. Pero su carácter era indómito. Rompió su contrato con la Columbia para establecerse como mercenario a sueldo de todo aquel que desease un producto sólido y de mayor envergadura de la que nunca le otorgó la crítica. Aunque su mayor logro se dio fuera de la cámara al enamorar a Veronica Lake, la más bella entre las bellas de su época. Tuvieron dos hijas y se acabó. Tomó aquello como un contratiempo y siguió adelante, como siempre hizo.

Lejos de ser agresivo, Su parche, en sintonía con su carácter, era austero y modesto sin dejar de ser elegante. Su vista sesgada no le impidió dirigir una película en tres dimensiones («Los Crímenes del Museo de Cera», 1953) ni seguir dirigiendo hasta casi el día de su muerte.

SI ESTO ES LO QUE HAY, ESTO ES LO QUE QUIERO

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JOHN FORD

Se han escrito centenares de libros sobre su peculiar carácter. Se ha debatido durante miles de horas sobre qué quiso decir, con su lenguaje gutural, cada una de las escasas veces que abrió la boca. Se han elaborado cientos de ensayos tratando de descubrir que se ocultaba tras su rostro de esfinge. Y sin embargo, fueron John Wayne y Henry Fonda (algunos de los escasos afortunados que recibieron su invitación para ir a pescar a su lado) de los pocos que supieron interpretar su profundos silencios.

Nunca fue hombre de protocolos ni parafernalias. Para él, lo blanco siempre fue blanco y lo negro fue negro. Sin embargo, muy pocos supieron definir la infinita gama de grises como él en sus películas. Gustaba de hacer sentir mal a sus equipos de rodaje cada vez que se enfadaba con el mundo… cosa que ocurría con demasiada frecuencia. Son muchas las anécdotas que ilustran su carácter huraño y práctico. Por eso, cuando las cataratas cegaron su ojo izquierdo, no dudó en colocarse un parche para enfocar la mirada que le restaba. Lo hizo de un modo «natural». Sin explicaciones. A su manera. Un día se presentó en un rodaje con un monstruoso parche sobre sus gafas. Todos le miraron aterrorizados hasta que dijo la palabra mágica: «acción». Entonces se acabaron los lamentos.

Su parche era descuidado. Mal cosido, mal ubicado en su rostro, como si se tratase de un ente transitorio destinado a un fin concreto. De hecho, cuando la cámara se detenía no era raro que despazase su parche unos centímetros, costumbre que le hubiese dotado de un aspecto cómico a cualquiera menos a él. Porque él era «el maestro». Su finalidad última no consistía en utilizar el parche para dotarse de un aura romántica. Eso se quedaba para sus películas.

LA CONTRARIEDAD COMO VENTAJA

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FRITZ LANG

Muchos de los que le conocieron aseguraron que su mejor definición era la del arribista fabulador. Su historia personal, repleta de calles estrechas y poco iluminadas, variaba en función de quien la escuchase y de los martinis que Lang hubiese ingerido. En realidad, bajo su fachada aristocrática se ocultaba un eterno fugitivo, siempre en busca de un lugar en el que descansar por una noche. Tal vez por esa razón sus películas son tan contradictorias y oscuras. En todas ellas aparece una constante: el miedo a la masa, al otro, al ser humano. La bestia no tiene una cara, tiene miles. La bestia es tu vecino, el lechero y la mujer que comparte tu cama. Huyó de la locura nazi dejando atrás a su esposa y guionista habitual Thea Von Harbou, además de enterrar un brillante futuro dentro de la industria de su país. Al llegar a los States pasó dos años sin rodar hasta que la Metro le produjo «Furia» como vehículo de lucimiento de una de sus megaestrellas del momento, Spencer Tracy. El resultado fue tan desasosegante que no volvió a trabajar para la compañía del león hasta veinte años después. La suerte estuvo de su lado (y del nuestro), pues la Warner y la Fox se interesaron por su tenebroso modo de ver el mundo. Y así se mantuvo hasta que su ojo derecho se infectó tras un insignificante accidente durante el rodaje de uno de sus Mabuse. Lo perdió, pero no extravió un pedigrí que le llevó a simultanear parche con monóculo cuando lo consideró adecuado.

Su parche era sólido que no rotundo. De líneas bien delimitadas y elegante pose. Lo lució en toda fiesta que deseó contar con su presencia cuando comenzó a pasear su figura de leyenda viva del cine tras su temprana retirada. Siempre mantuvo la habilidad para mirar por encima del hombro de los demás. No se equivoquen, no por altivez, si no a causa del miedo que siempre le invadió y supo mal disimular.

SI LA ÉPICA NO VIENE A MÍ, YO IRÉ POR ELLA

Nicholas Ray

Siempre deseó que la lírica le invadiese mediante caminos tortuosos. Rodó una de las películas más desesperadamente románticas de siempre («Los Amantes de la Noche»), pero para él no fue suficiente. Quería más, quería sangrar, quería ser un superviviente con un legado de maldito. «Seré Raoul Walsh y John Huston», decía. En realidad no quería ser ellos, querría haber vivido como ellos. De lo que nunca fue consciente es de que los superó. Un día apareció con un parche en un ojo, como Walsh. Dijo haberlo perdido de una docena de modos diferentes, y todos le creyeron hasta un día en que la resaca fue demasiado dura y amaneció con el parche en el ojo contrario. Un falso tuerto que vivió como un tuerto pero no tuvo la suerte de que un mal golpe propinado por un borracho en una pelea de bar le convirtiese en un divino cíclope. Bisexual de tortuosa vida enterrado el alcohol y la ludopatía; atormentado por la pronta muerte de sus mejores amigos, como James Dean (tal vez envidiaba la suerte del que nunca envejeció); obsesionado siempre por eludir lo convencional. Incluso su muerte, filmada plano a plano por Wim Wenders, fue singular. Debió ser tuerto. Lo mereció.

Su parche de seda era aparatoso como él mismo lo fue. Cubría demasiada piel, como mostrando que nos encontrabamos ante alguien a respetar por exceso, nunca por defecto. Fue grande incluso para eso.

Y fin…

Saber de lo que se habla…

Se cumplen cuatro años desde que le fue encomendada una misión de alto riesgo a J. J. Abrams: devolver el interés perdido a la saga Star Trek. En realidad su misión era aún más alambicada, pues debía dotar de interés a una serie que siempre jugó con peores cartas que sus rivales. Su primera incursión fue inesperadamente alentadora. La segunda parte de la misión, «Star Trek: en la oscuridad», es sencillamente brillante.

Abrams consolida su proyecto con un guión sólido en el que la única apostilla hace referencia a su último tramo, cuando el cansando de un pulso narrativo vigoroso se hace patente y la coherencia recurre en exceso al guiño cómplice con el espectador. Hasta entonces todo funciona como un mecanismo virtuosamente engrasado en el que sus piezas se deslizan para crear una sinfonía altamente evocadora y respetuosa con el material original sin negar su intención de generar una nueva mística (conceptual y estética) a la saga. La ciencia-ficción más ensoñadora coaligada con el cine de acción más poderoso. Resulta inútil señalar una única virtud en un conjunto sobresaliente, dotado de credibilidad y emoción en prácticamente cada uno de sus fotogramas.

Durante su breve cruzada en pos de la excelencia para la saga, Abrams ha recuperado a los personajes originales, los únicos que resultan interesantes tanto al trekkie apasionado como al ocasional. Renancen Spock, el capitán Kirk, el doctor McCoy, Uhura… Este detalle, contemplado en el conjunto del lienzo que aún no ha terminado Abrams, es importante pero lo es menos que la sabia utilización de recursos. Los efectos especiales son comprensibles, no abruman, acompañan la acción de modo que provocan que ésta sea más estable, sin toman nunca el control del espectáculo. El argumento, inspirado en viejos episodios de la serie original, es prodigiosamente actual, material fácilmente moldeable por las manos de un grupo de guionistas que contemplan con respeto al público que pretenden engatusar. El resto de departamentos, del primero al último, entran en sintonía sin aparente esfuerzo consiguiendo que cristalice este fastuoso blockbuster veraniego.

No hay respiro. Desde la primera a la última escena, «Star Trek: en la oscuridad» proclama sus intenciones haciendo ondear la bandera (tantas veces perdida) del divertimento destinado a trascender. Qué hermosa lección de cine palomitero…

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La Búsqueda…

«Quería que el personaje de Robert se sintiera aturdido en todo momento. Camina sin rumbo junto a un soldado que toma el sol mientras, a su lado, otros dos se pelean por cualquier motivo. Otro ejecuta ejercicios gimnásticos no muy lejos. Otro mata a un caballo para evitar que los alemanes se hagan con él. Un grupo de soldados magullados canta un himno en honor del país que les ha dejado abandonados a su suerte en una playa francesa. A todo esto, la noria sigue girando. El mundo ha enloquecido. Todos están perdidos menos Robert. Él sigue buscando a sabiendas de que nunca encontrará lo que busca»

Joe Wright (Acerca de la escena de la playa de la película «Expiación»)

La alfombra es un manto de cesped si tú estás allí…

Laura y Jim vuelven a encontrarse inesperadamente. La última vez que se vieron fue extraña. Laura confesó haber llevado una vida estéril y plagada de miedos. Jim, que asustado se marchó, se encuentra ahora junto a ella en su habitación.

Laura: No pensé que volvería a verle más.

Jim: ¿Por qué?

Laura: Porque le decepcioné.

Jim: Mucha gente me ha decepcionado a lo largo de mi vida, pero no usted.

Laura: Ahora sabe quién soy.

Jim: Sé que colecciona figuritas de cristal y que no frecuenta las escuelas de secretariado.

Laura y Jim sonríen.

Jim: ¿Sabe qué veo cuando la miro? A una mujer frágil que ha sabido mantenerse lejos de la inmundicia de ahí fuera. En cierto modo ha logrado un éxito al que aspiramos muchos.

Laura: No sea tonto, usted ha vivido. Yo no.

Jim: No quisiera haber vivido la mayor parte de las veces ¿Estuve en la guerra, sabe? Tenía diecisiete años entonces.

Laura: Lo sé. Estaba en un lado de la calle cuando su regimiendo desfiló. Iba muy elegante con su uniforme.

Jim: Aquel uniforme no duró mucho.

Laura: Ha estado en Europa. Ha visto mundo.

Jim: Y ahora estoy aquí, en su cuarto. Haciendo un picnic en su alfombra rodeado de animales de cristal. ¿Tiene elefantes?

Laura: Sí, aquel de allí. ¿Le ve?

Jim: Me gustan los elefantes. Me gusta su habitación. Es como si el mundo no tuviese influencia tras sus paredes.

Laura: Muchas veces las he derribado mentalmente.

Jim: ¿Y cómo se sintió?

Laura: Deseé haber estudiado albañilería para volver a edificarlas.

EL ZOO DE CRISTAL

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Ruido sin Cuento…

En 1938, Superman se convertía en el primer superhéroe dibujado. Cuarenta años más tarde, Richard Donner era el encargado de llevar a la pantalla su esencia, creando, indirectamente, un subgénero cinematográfico. Aquel primer contacto con la pantalla de plata llegó impregnado de polémica y fuertes discusiones entre los fans más acérrimos sobre la idoneidad del, entonces desconocido, Christopher Reeve para dar carnalidad al hombre de acero, por el astronómico sueldo exigido por Marlon Brando para interpretar el papel de Jor-El y por las dudas sobre la rentabilidad en taquilla de una película de presupuesto tan elevado dedicada a un superhéroe en caída libre en cuanto a popularidad. Por entonces todo se negociaba de modo diferente, de modo que los 40 millones recaudados en Estados Unidos y Canadá (muy lejos de los entre 55 y 60 millones que costó rodarla) no supusieron demasiado trauma para un icono incomprendido, víctima de su propia invulnerabilidad. Lo impepinable es que Superman cae mal. Muy al contrario de la opinión generalizada, soy de los que se identifican con un tipo cuyo mayor atractivo (y el menos valorado) es su soledad, siempre mal explotada.

Tras su exitoso reflotamiento de la franquicia Batman, Christopher Nolan fue requerido para repetir la hazaña con el hombre de acero. Lo que parece no haber tenido en cuenta al aceptar el encargo fueron los condicionamientos. Batman atrae a las nuevas generaciones porque carece de moral. Superman es el tipo noble que antes de encargarse del villano posa a los inocentes en un lugar seguro. Batman tiene un pasado turbio que ha marcado su carácter cínico. Superman carece de pasado. La iconografía del hombre murciélago es oscura. La de Superman es tan colorista como el desfile del día del orgullo gay. Mal punto de partida.

El segundo error de Nolan consistió en dejar el proyecto en manos tan viciadas como las de Zack Snyder, prometedor talento emponzoñado por errores no reconocidos que han provocado su loca huida hacia adelante. Una escapada llena de ruido y furia sin cuento que alcanza su máxima expresión en «El Hombre de Acero».

Al contrario que Bryan Singer en el penúltimo intento de reflotar al superhéroe, Snyder toma nota de los logros conseguidos por Nolan y decide ensuciar (algunos emplearían el eufemismo «actualizar») la imagen icónica de Clark Kent. Después se afana en reconstruir su árbol genealógico abusando de una peripecia anecdótica (el episodio en Krypton) hasta el hartazgo. Los abrumadores efectos especiales en los que se apoya aportan la primera dosis de ruido al muro sónico que se aproxima. Treinta largo minutos más tarde, comienza la reconstrucción de la vida terráquea de Clark Kent. Snyder lo hace con acierto, utilizando flashbacks para reconstruir su infancia y adolescencia al tiempo que se presentan las circunstancias que han convertido a Kent en un tipo huidizo. Minutos brillantes, en los que no faltan referencias al aislamiento y al sentido de la justicia del personaje, destinados a convertirse en un oasis de difícil localización en el mapa global de la cinta. Por entonces ya hemos perdonado el torpe empleo del talento de Russell Crowe (un subsidiario más de la teoría del ruido) y la deslabazada presentación de Lois Lane (Amy Adams) que se puede entender como una deuda perpetua y excusable que el cine debe a tan maltratado personaje. Hemos pasado por alto que los padres de Clark Kent (Diane Lane y Kevin Costner) sean de cartón piedra. Perdonamos incluso que el nuevo Superman, Henry Cavill, tenga el mismo carisma que una ameba y unas dotes actorales incluso por debajo del protozoo. Somos felices con tan poco. Hasta que llega a la Tierra el general Zod (brillante Michael Shannon) y ya no nos quedan perdones que dispensar.

Un largo (largo, largo, largo) carrusel de ruido y destrucción comienza entonces. Sin apenas pausa, el mundo entero queda reducido a cenizas al tiempo, me temo, que la épica de un personaje más indestructible que nunca. Más lejano de lo que jamás estuvo. La narración deja de existir en favor de unos efectos especiales que toman el mando de una operación destinada a cegar y ensordecer. Mientras, el anonadado espectador pide más y más difícil a riesgo de proscribir a la coherencia. Y Snyder, atento a sus plegarias, se lo da.

La peor versión de Superman jamás rodada será la que perviva. Así son las cosas. La taquilla no ha sido deslumbrante, pero ha dejado al personaje en ganancias por primera vez en su lastimera historia. Habrá continuación de la ópera bufa. Teniendo en cuenta la regla de tres que exige un crescendo sin pausa, me pregunto qué se destruirá la próxima ocasión. ¿El sistema solar? ¿La Vía Láctea? ¿El Universo? ¿Nuestra fe?

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Tan profundo como el hoyuelo de Cary Grant…

Finales de junio y hace fresco. Lo suficiente para llevar una ligera chupa de cuero y resguardarse en un cine pese a ser viernes noche. Ponen «Charada» en la filmoteca y la libélula ha ido en busca de un café caliente para equilibrar el frío exterior. Voy en busca de unas butacas y dentro de la sala me encuentro docenas de personas deseosas de que comience la proyección. Me encanta la gente que acude a la filmoteca. Gente de cierta edad (eufemismo elegante) que ha conseguido mantener la inocencia pese a todo. Se nota en su modo de hablar, en la franqueza de su risa y en su modo de mirar. Parejas de chicas (sobre todo chicas) muy jóvenes se entremezclan entre ellos. He de reconocer que los minutos previos a la proyección de una película que ya he visto, y de la que tengo conciencia de que es especial, me gusta observar las expresiones de los que aún desconocen lo que se van a encontrar. Luego, a la salida, cotejo mis recuerdos con rostros bañados por la magia de la pantalla de plata. Soy feliz, sí.

Stanley Donen contó que la primera vez que vio a Cary Grant y a Audrey Hepburn a través de un objetivo sintió un escalofrío. Se trataba de una prueba de vestuario rodada más de un mes antes de dar por comenzado el rodaje. Entonces detuvo la cámara para hablar con Grant en privado y sacarle de dudas sobre su idoneidad para el papel. Con 62 años cumplidos se consideraba demasiado viejo para dar la réplica a una treintiañera Hepburn. «¡¡Sois perfectos!!» le dijo con entusiasmo. Más tarde amplió aquella primera impresión: «Ambos eran absolutamente perfectos. Sin ellos no podríamos haber hecho más que una película miserable». Sin embargo, al acabar los días de rodaje, Grant seguía sintiéndose viejo. Su peinado se mantenía impecable, sus zapatos brillaban, su porte era firme… sin embargo estaba cansado.

Las escenas íntimas que compartía con la Hepburn le resultaban ajenas. Insistió en su sensación durante los meses de rodaje sin que Donen le diese ninguna importancia. «Era el único que no se daba cuenta de la química que desprendían cuando estaban juntos». Se empeñó en rodar las escenas de acción (no demasiadas pero exigentes) como modo de demostrarse que podía seguir quedándose con la chica. Además, su encanto único a la hora de declamar diálogos irónicos seguía intacto. Al menos eso seguía ahí, pensaba Grant.

El día que sonó la claqueta final, el equipo era una fiesta. El rodaje fue tan fluido que el fruto de todo aquel trabajo tenía que ser bueno. En la cena de despedida los técnicos de sonido se mezclaron con las maquilladoras y las estrellas. George Kennedy gastaba bromas pesadas a los script boys; James Coburn retrasó su partida para participar en otro rodaje y estar con todos aquellos con los que había compartido una experiencia inolvidable; los operadores de cámara, todos ellos enamorados de Audrey Hepburn, comprobaban que la imagen de la cámara reflejaba solo un pequeño ápice del encanto que poseía aquella mujer. Mientras todo aquello sucedía, Stanley Donen abandonaba su silla continuamente para llamar por teléfono al hotel en el que se alojaba Grant. Se retrasaba, algo impropio de él. Con más de una hora de retraso apareció. Se produjo un largo silencio cuando entró en la sala vestido impecablemente. Iba equipado con su sonrisa canalla y sus ojos melancólicos que tratan de ocultar que no todo está bien ahí dentro. Audrey rompió el tenso silencio. Se puso en pie y dijo en voz alta: «Empezaba a pensar que dejarías sola a tu chica». Todos rompieron a reír y el ambiente se relajó. Grant ocupó su asiento, al lado de la actriz, y le dijo: «Nunca le haría algo así a mi última chica.»

No fue la última. En «Operación Whisky», rodada un año más tarde, se le emparejó con Leslie Caron y se demostró que no todas las mujeres destilaban química al compartir pantalla con Grant. En 1966, dos años después del rodaje de «Charada», Grant rodó su última película: «Apartamento Para Tres» de edulcorado Charles Walters. Aceptó el papel con una condición: no se quedaría con la hermosa Samantha Eggar, coprotagonista femenina de la película.

Dos años antes, durante el rodaje de «Charada», Stanley Donen jugueteó con el guion (un artefacto hitchconiano confeso) al punto de permitir a sus actores que improvisasen como les viniese en gana. Durante una toma, Audrey Hepburn recorrió con sus dedos el carismático hoyuelo de Cary Grant mientras le preguntaba cómo podía afeitarse esa zona. La actriz se excusó por haber fastidiado la escena, pero confesó que no pudo resistirse a preguntarlo al tenerlo tan cerca. Donen incluyó la escena en el montaje final para que el espectador fuese partícipe de la fiesta. Y qué fiesta aquella de aquel frío viernes por la noche de junio…

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El Viaje Acaba de Empezar…

Richard Linklater insiste en que “Antes del Anochecer” no cierra una trilogía. En realidad se trata de una historia lineal de una pareja en la que se nos ha permitido estar presentes en su enamoramiento, dar fe de su posterior reencuentro y ser testigos, en esta nueva entrega, de las marejadas que provoca el tiempo en toda relación. Una especie de viaje de vida, de tres décadas de duración, que ubica cada uno de sus capítulos en un subgénero diferente. La tragicomedia romántica que fue “Antes del Amanecer” se convirtió en el drama generacional de “Antes del Atardecer”, para culminar en un melodrama con brotes naturalistas que disecciona el complejo mundo de la pareja en “Antes del Anochecer».

El último plano de la segunda entrega de la historia de Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), dejaba entrever una resolución que “Antes del Anochecer” toma como premisa para tomar impulso: el establecimiento como pareja de dos personas adictas al desencuentro. Diez años después son otros los problemas a los que se enfrentan, y el mayor de todos es la aceptación de que no son diferentes de los demás. El arrebato inicial que dio paso a la ilusión de un nuevo comienzo es ahora desazón. El director, tras el agradable experimento de la segunda entrega, en la que compartió lápices con los actores,  vuelve a apoyarse en Delpy y Hawke para escribir un guion a tres bandas, añadiendo al bagaje de los personajes las experiencias vitales de dos actores poseedores de inquietudes que van más allá del objetivo de la cámara. El satisfactorio resultado (no es casualidad que las tres películas transcurran en tres países europeos diferentes) evoca media docena de estilos clásicos europeos. Aparece el manierismo fílmico de Rossellini, los diálogos naturalistas de Rohmer, la densidad narrativa de Bergman… todo ello sin perder una identidad fresca, propia de un cine americano minoritario que se atreve a mostrarse cuando se siente respaldado.

Los personajes ahora son pragmáticos. Desencantados que se cuestionan cambiar de vagón antes de que sea demasiado tarde. Han logrado salvaguardar su inocencia frente a la presión del cinismo que les rodea, a costa de la ilusión que ahora les hace falta. Hablan sobre temas intrascendentes para evitar el enfrentamiento; agachan la cabeza durante la extravagante y poco creíble escena de la comida en la casa de sus anfitriones griegos; tienden puentes que creían consumidos durante su primera noche a solas en años y se quitan las caretas en la larga escena final. Minutos que, por sí solos, justifican un metraje tan fluido con puntualmente pesado. La sensación final es la de que hemos sido testigos del ensamblaje de una tuerca más en el subgénero de parejas en crisis. Una pieza importante o no, pero gozosa seguro.

Tal vez el momento más memorable del metraje se encuentre en su escena más engorrosa: los preparativos y la onanista comida en casa de sus anfitriones griegos. El consenso sobre la fugacidad del amor que preside la mesa obtiene como respuesta el silencio de los protagonistas. Desde ese instante, la rugosa narración encuentra acomodo y comienza la declamación de un vigoroso poema visual. Es entonces cuando Linklater lograr la comunión buscada y los fotogramas de las tres películas que componen el relato se unen. Desde ese momento el metraje fluye de modo tan certero que la proyección acaba sin que lo deseemos. Comienzan entonces las conversaciones cruzadas, las experiencias se comparten y la pantalla continúa mostrando fotogramas sin luz. Tal es la naturaleza de «Antes del Anochecer». Así de grande es el cine…

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